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MIGRANTES
Cinco euros la hora, sin papeles y en una chabola en El Walili: así viven los temporeros desalojados en Níjar

N.C.

Néstor Cenizo

Níjar —
30 de enero de 2023 20:24 h

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Pasados unos pocos minutos de mediodía, aún humean los restos del incendio en el antiguo campamento de El Walili, en los invernaderos de Níjar (Almería). Hasta hace una semana, aquí vivían medio millar de personas, casi todos trabajadores de los invernaderos que surten de fruta y hortalizas a media Europa. Hoy, las chabolas son un amasijo de mantas, plásticos y palés. Alguien busca entre los escombros algo de valor, mientras tres jóvenes observan sentados sobre las maletas que les han dado con ocasión de su propio desalojo. Ni siquiera están llenas. “Ayer le di la ropa a un amigo”, dice Omar, que aclara: “No tengo casa”. “¿Dónde voy?”, se pregunta Hicham, antes de pegar un respingo: un dron del operativo de desalojo pasa sobre sus cabezas.

En media hora, los tres subirán a un autobús que los lleve a su nuevo destino: un albergue de acogida en el paraje Los Grillos de San Isidro, a ocho kilómetros de aquí. En una nave con decenas de literas en fila, el Ayuntamiento va a realojar al centenar de trabajadores de los invernaderos, la mayoría magrebíes pero también subsaharianos, que pasaron la última noche en El Walili. El resto, hasta los 500 que alguna vez poblaron el campamento, lo han ido abandonando en los últimos días, con destino a otros enclaves similares que siguen en pie, como Atochares.

“Unos días el jefe llama y otros no”

Sin saneamiento, agua corriente y sin suministro eléctrico regularizado, los migrantes vivían en condiciones paupérrimas. Cada cierto tiempo, un incendio devoraba parte del campamento. El último, en marzo del año pasado. Pero algunos se resistían a abandonarlo porque al menos estaba cerca de su lugar de trabajo. Ahora, nadie les aclara cuánto tiempo podrán estar en el albergue, así que muchos buscarán hueco en otro asentamiento cercano a sus invernaderos o una alternativa: una casa en ruinas o un colchón en habitación compartida por unos 120 euros. Para ellos, dicen, es lo que hay. Nadie les alquila otra cosa y, si lo hiciera, es difícil que pudieran pagar.

Falai Balde lleva dos años en Níjar. “Unos días el jefe llama y otros no”. Cuando lo hace, unas veces trabaja tres horas, otras cinco o siete. Le pagan cinco euros por hora y tiene suerte: “Otros pagan 4,5”. Así que muestra una aplicación donde registra sus peonadas e ingresos diarios, que van desde los 17,5 a los 40, en los mejores días. Le pagan en mano el día 10.

Balde llegó a El Walili en verano, cuando el calor bajo plástico es tan fuerte que apenas puede trabajar, así que no le llega para pagar los 125 euros que pagaba por un garaje. Se oponía al desalojo porque llegar al trabajo ahora será una faena. Cada mañana, se levanta a las cinco para rezar. A las ocho debe estar en su puesto, al que llegaba tras 40 minutos pedaleando. Ahora está al menos media hora más lejos, y le separa un repecho que tendrá que remontar cuando regrese cada tarde.

Para El Hadji Diatta, un senegalés que cumplirá 40 en verano, es inasumible seguir trabajando en el mismo lugar. “Voy a hablar con mi jefe, pero no hacen nada por nosotros. ¡Deberían ayudarnos a buscar casa! Necesito una casa para trabajar”, dice Diatta, que lleva dos años y medio en España, uno de los cuales pasó en Barcelona.

A su trabajo diario por la supervivencia, la mayoría añade una preocupación administrativa. Deben reunir las pruebas que demuestren que llevan en el país dos años, el tiempo suficiente para regularizar su situación. Basta un papel del médico o el empadronamiento, que puede obtenerse echando mano de algún amigo que ofrezca su casa. “Con el papel me puedo buscar la vida, trabajar”. En definitiva, aspirar a un trabajo mejor que estos, que solo asumen quienes no tienen nada.

Desalojo sin incidentes

El desalojo, impulsado por el Consistorio nijareño (gobernado por Esperanza Pérez, PSOE) y ordenado por un juzgado, se ha realizado con un solo sobresalto: un incendio ocurrido poco antes de las nueve de la mañana, y extinguido por los bomberos antes de que fuera a más. El despliegue de agentes de la Policía Local y de la Guardia Civil, sin embargo, era el de las grandes ocasiones. “Es más que nada disuasorio, para evitar tentaciones”, resaltan fuentes del operativo, que no han encontrado resistencia. Ha bastado con un viaje de cada uno de los dos autocares para transportar a los últimos de El Walili, y ni siquiera iban llenos. “Alguna mujer iba llorando un poquillo, pero poca cosa”, dice uno de los conductores.

El Ayuntamiento ya advirtió en diciembre de que la ejecución de los desalojos se haría pronto. La alcaldesa de Níjar (Almería), Esperanza Pérez, ha considerado “muy positivo” el desarrollo “en paz” del desalojo, se ha quejado de la “constante oposición de agentes externos in situ” y ha asegurado que abre una “verdadera ruta de convivencia en condiciones dignas” para los antiguos moradores de El Walili. El Ayuntamiento ha atendido a unas 180 personas de las 254 censadas en los últimos meses, reubicando a 80, que podrían ser algunas más a medida que algunos se presenten en el Centro a lo largo del día.

La expulsión ha sido criticada por algunas entidades sociales y sindicales estatales y europeas, agrupadas en la plataforma Derecho a Techo, porque no garantiza una alternativa de alojamiento permanente para estos trabajadores. Las 62 viviendas de alquiler a precio asequible, prometidas por la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento para diciembre del año pasado, no se prevén ahora hasta julio, al menos.

En todo caso, su número es insuficiente para dar respuesta a una realidad creciente. En los últimos veinte años, Níjar ha duplicado su superficie de invernaderos, pasando de 3.373 hectáreas en 2001 a más de 6.500 en 2022, según las entidades. La expansión se ha producido sin planificar dónde iban a vivir los miles de trabajadores que se necesitan para sostener semejante industria. El Plan Municipal de Vivienda y Suelo del Ayuntamiento de Níjar identificó 3.014 personas residiendo en 94 asentamientos chabolistas en 2018. Desde entonces, la cifra ha crecido, según las entidades.

El viernes, mientras miembros del SAT se encerraban en la sede municipal del PSOE, la alcaldesa se reunía con Almería Acoge, Cepaim, Hermanas Mercedarias y Médicos del Mundo, que habían pedido retrasar el desalojo. De la reunión salió un comunicado lamentando la urgencia y que apenas se haya contado con los afectados, pero valorando que al menos habría un albergue en el que estas personas podrán dormir bajo techo. El albergue lo gestiona Cepaim.

La industria hortofrutícola almeriense es la “gran huerta de Europa”, según destacan recurrentemente empresarios y políticos. En los últimos años, está mejorando sus márgenes de beneficio, en parte gracias a los sellos de producción sostenible: en la campaña 2021/2022 exportó 2.864.211 toneladas de frutas y hortalizas (-4,4 %) por valor de 3.701,5 millones de euros (+17,4 %), lo que supone un nuevo máximo histórico, según el último informe de campaña de Cajamar

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