El 'ángel rojo', el anarquista que se jugó la vida para salvar enemigos: “La Revolución no es matar hombres indefensos”

Néstor Cenizo

19 de junio de 2021 20:11 h

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Anarquista irreductible, novillero, chapista, modesto escribidor de coplas caseras y alcalde de la villa el día en que Madrid se rindió al ejército golpista, el sevillano Melchor Rodríguez fue ante todo un hombre que hizo el bien, aun cuando le pudo costar la vida. “Por las ideas se puede morir, pero no se puede matar”, dicen que dijo. La frase explica por qué se jugó el pellejo para salvar a cientos de presos franquistas de la turba enfurecida que quería lincharlos.

No fue la única vez, aunque sí la más célebre, en la que protegió a sus enemigos. Rodríguez, a partir de entonces El ángel rojo para los franquistas, fue capaz de mantenerse fiel a sus principios ideológicos en plena guerra sin traicionar su más profunda conciencia: nada está por encima de la vida de una persona. Es posible que, años después, esos actos justos salvaran la suya propia. Una editorial sevillana reedita ahora la biografía novelada El ángel rojo. El anarquista que salvó a sus enemigos (Ediciones Espuela de Plata), a la que su autor, Alfonso Domingo, aporta nuevas entrevistas y un tratamiento más completo del personaje en el que, dice, también hay sombras.

Un hombre frente a la turba

8 de diciembre de 1936. Una masa enfurecida se agolpa a las puertas de la prisión de Alcalá de Henares. El pueblo ha sido bombardeado por la aviación franquista. Todavía está levantando cascotes, recuperando cadáveres, llorando a sus muertos, pero la turba ya se amontona, armada de rabia, frente a la cárcel. Quiere su justicia.

Allí hay 1.532 presos, algunos célebres: el falangista Raimundo Fernández Cuesta, el militar de alto rango Agustín Muñoz Grandes, el diputado de la CEDA Javier Martín Artajo, los hermanos Luca de Tena, el médico militar Gómez Ulla, el locutor Bobby Deglané o el futbolista Ricardo Zamora. La mayoría, anónimos. La vida de todos está en juego. Cinco días antes, la turba había matado a 319 de los 320 presos confinados en Guadalajara.

“¿Qué justicia es esta del pueblo de matar sin más, en una orgía de sangre? La revolución no es matar hombres indefensos”. Subido en una mesa ante decenas de puños que piden venganza, Rodríguez intenta razonar. Es el delegado de prisiones y sindicalista de la CNT, pero para aquellos hombres y mujeres está más cerca del enemigo. La masa no quiere palabras sino sangre. “¡Traidor! ¡Fascista!”. Le chillan. Le apuntan dedos y escopetas, pero no se amilana.

—¡Tira, cabrón! —reta a un miliciano.

El pecho descubierto de Melchor Rodríguez es lo único que se interpone entre el fusil y la vida de los presos. Podría ser suficiente unos minutos, pero nada más. Así que prueba suerte. La división de Cipriano Mera está en camino, anuncia. Ha dado órdenes de armar a los prisioneros si cae la débil defensa a las puertas de la prisión, miente. Es suficiente para sembrar la duda. Los asaltantes se lo piensan y, después de siete horas de tira y afloja, se marchan. Melchor Rodríguez será, desde entonces, el ángel rojo.

Alfonso Domingo cree que este episodio refleja mejor que ningún otro su personalidad. “Junto a las ideas tenía voluntad y el valor de quien quiso ser torero para enfrentarse al peligro y no rehusarlo. También para salirse con la suya, porque era un tozudo”. Al mismo tiempo hay ego: nadie se enfrenta a una turba sin creer demasiado en uno mismo.

La entrega de Madrid

El episodio de Alcalá es único y extraordinario por el arrojo de Rodríguez y el resultado. Pero en los meses siguientes, el ángel rojo siguió salvando vidas: paró sacas, detuvo traslados a Paracuellos, reforzó el control de las cárceles y extendió avales y salvoconductos. Llegó a incautarse de un palacio para dar cobijo a perseguidos.

Despojado finalmente de su cargo en prisiones, fue nombrado concejal de Cementerios de Madrid. Es él, que no huye a Valencia, quien entre lágrimas entrega el Ayuntamiento a los franquistas. Luego fue detenido y condenado a cadena perpetua. La pena se conmutó a 20 años de prisión, pero salió a los cinco. Falleció en 1972.

Su enfrentamiento con Carrillo

El valor del ángel rojo no fue comprendido por todos. Su firmeza en la defensa de la vida de los enemigos presos le puso a malas con algunos comunistas. Hay versiones encontradas de una pelea con Santiago Carrillo, por entonces consejero de orden público en la Junta de la Defensa de Madrid. “Cuando lo entrevisté, Carrillo me preguntó si había muerto ya Melchor. Decía que era una rara avis en la guerra, porque lo que se respiraba era muerte”, explica Alfonso Domingo. El histórico comunista solo admitió haber visto una vez a Rodríguez: “Nunca me dijo que hubiera un enfrentamiento, pero he sabido que casi llegan a las manos y que los separó Miaja. Hay testimonios de quienes lo vieron y lo contó el propio Melchor”.

Tampoco gustó en algunos círculos anarquistas la medalla que en 1964 le entregó el locutor Bobby Deglané en el programa titulado ¿Quién le canta las cuarenta… a la crueldad?. “Deglané era muy listo y quería hacer algo de distensión. Junta a Rodríguez y Teodoro Palacios, un capitán de la División Azul. Melchor aceptó porque había sido elegido por votación popular y le dijeron que podía leer un discurso. Iba a meter la cuña por los presos políticos, pero el discurso se censura y no se radia en su totalidad. Iba a ser un gol de Deglané, pero el franquismo lo para en el último minuto”.

El ángel rojo nunca traicionó sus principios, hasta tal punto que entró cuatro veces más en la cárcel, acusado de introducir propaganda. “No contemporizó nunca con el régimen. Usó sus contactos para favorecer a todos los presos políticos que podía, pero no se aprovechó de ningún puesto de trabajo que le ofrecen”, recuerda Domingo. Rechazó un puesto en el sindicato vertical, aunque eso supusiera vivir de una pobre cartera de clientes de seguros, y marcó distancias rápidamente con el cincopuntismo, el movimiento anarquista al que el franquismo pretendió utilizar. “Él se sentía un Quijote, con un punto de chulería torera. De ideas firmes y voluntad férrea”.

También es un hecho que personajes relevantes del franquismo le debían la vida a Rodríguez. El propio Muñoz Grandes promovió la conmuta de su condena. Cuando murió se concitaron anarquistas y franquistas en torno a su féretro, cubierto con la bandera rojinegra de la CNT. Allí se cantó A las barricadas, ante el silencio de exministros franquistas, autoridades del régimen y la brutal Policía Armada.

Escaso reconocimiento público

Alfonso Domingo llegó a Rodríguez en 2004, a través de Eduardo Pons Prades, un escritor anarquista profundo conocedor de la historia contemporánea española. Pronto comprendió que estaba ante un personaje excepcional. Tuvo tiempo de entrevistar a quienes lo conocieron bien. Sobre todo, a su hija Amapola, fallecida en 2013.

Durante seis meses, Domingo fue a merendar a su casa cada fin de semana. Al principio, ella apenas confirmaba lo que el escritor ya sabía. Pero acabó por abrirse y aportar una voz única para documentar los hechos históricos (tenía 16 años cuando estalló la guerra) y la propia personalidad del personaje: “Le gustaban las flores, la puntualidad, llevar a su hija a ver zarzuelas, estaba siempre rodeado de la farándula y escribía coplas, pero era incapaz de bailar y cantar”.

Los fondos documentales y las entrevistas permitieron a Domingo construir una “real historia de ficción” o una “novela de lo real”, en la que los acontecimientos documentados se insertan en ambientes y diálogos forzosamente recreados. Una historia de un personaje humanista de hecho, no solo de palabra, cuyos actos de bondad empequeñecen los méritos de muchos otros a los que aún hoy se honra.

En 2016, el Ayuntamiento de Madrid concedió una calle en el distrito de Aravaca a Melchor Rodríguez. “No la podían haber puesto más lejos”, lamenta Domingo. Ni siquiera está registrado en la lista de alcaldes de Madrid, porque solo lo fue “de facto”, tras ser nombrado por Segismundo Casado.

Casi medio siglo después de su fallecimiento, Melchor Rodríguez sigue siendo el “paradigma de la generosidad en un momento tan difícil como una guerra”. También síntoma de que sigue costando reconocer la bondad, justo cuando mostrarla suponía también un extraordinario acto de valentía.

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