En 2006 se aprobó la Ley 39, del 14 de diciembre, para la Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las Personas en Situación de Dependencia (en adelante, LD) porque ya entonces era evidente la necesidad de poner en marcha un sistema que diera protección a quienes necesitaran la ayuda de terceros para realizar los actos más esenciales de la vida diaria. La situación que entonces justificaba la creación del Sistema para la Autonomía y Atención a la Dependencia (en adelante, SAAD) poco ha variado en estos años y en los próximos; sólo puede ir en aumento, singularmente, porque seguirá creciendo el número de personas dependientes debido al continuo envejecimiento de la población y porque progresivamente irá decreciendo el número de cuidadores informales conforme se incremente la participación en el mercado laboral de las nuevas generaciones de mujeres. Por éstas y otras razones la atención a la dependencia continuará en el futuro siendo una necesidad social digna de protección.
El problema, sin embargo, se genera por la constitución de un sistema de atención a la población dependiente amplio, complejo y ambicioso, con una importante pluralidad de prestaciones y medidas (que, además, se suman a las dispensadas por las redes de servicios sociales) con un elevado coste económico. Un coste que, en época de crisis, se manifiesta insostenible y por ello pone en cuestión la pervivencia del propio Sistema.
En este contexto, para asegurar la sostenibilidad del SAAD, al igual que se ha hecho en otros ámbitos o sectores relacionados con el bienestar de los ciudadanos (en los que se incluyen prestaciones básicas o esenciales para garantizar los derechos fundamentales de los individuos) se ha realizado en este período una serie de reformas de distinta intensidad o calado dirigidas a ahorrar en prestaciones y servicios públicos y, con ello reducir el déficit del Estado y del resto de administraciones públicas.
En concreto, en el ámbito de la atención a la dependencia se llevan a cabo distintas reformas, unas dirigidas a rebajar el gasto (como las que reducen el importe de las prestaciones económicas para el cuidado de los dependientes en el entorno familiar o las que hacen recaer exclusivamente sobre el cuidador informal el importe de la cotización por la suscripción de un convenio especial, ahora voluntario) y otras a aumentar los ingresos (como las dirigidas a incrementar la participación de los beneficiarios en los costes de los servicios).
En una valoración de conjunto, nadie puede poner en duda la oportunidad de un sistema que atiende una realidad claramente necesitada de cobertura. Pero si en 2006 se dispusieron las bases de un sistema que, para su completa eficacia, requería importantes mejoras en las redes de servicios sociales (por ejemplo, desarrollando los servicios de teleasistencia y ayuda a domicilio o incrementando la oferta de plazas tanto en centros de atención ambulatoria como en residencias para el internamiento de los dependientes) pronto se enfrentó a una crisis económica que, entre otros efectos, redujo las posibilidades de actuación de las administraciones encargadas de su mantenimiento y desarrollo. En otras palabras, se trata de un proyecto político de evidente significación social que ha tropezado, prácticamente desde sus orígenes, con importantes problemas de financiación.
¿Público o privado?
A fecha de hoy continúan los problemas económicos y previsiblemente proseguirá la política de recortes. En este punto, y como la atención a los dependientes se ratifica como una necesidad común al conjunto de los ciudadanos, la cuestión fundamental se centra en determinar el carácter público o privado que ha de detentar en el futuro tales servicios, es decir, si como se dispuso en la LD continuará siendo una fórmula de protección pública (aunque cuente con la participación de entidades privadas) que se configura como un derecho de la ciudadanía y del que nadie puede ser excluido por falta de los recursos necesarios para contribuir al coste del servicio, o pasará a constituir una importante vía de negocio en manos exclusivamente de la iniciativa privada. Si es así, ha de recordarse que la actividad privada conlleva, por definición, un encarecimiento del coste que es consecuencia inevitable del afán de lucro de quienes invierten en ésta, y que en estos casos la obtención del servicio se ha de hacer a cambio de un precio que, en principio en su totalidad, ha de ser abonado por el beneficiario y que por ello expulsa de la protección a quienes no puedan hacerle frente.
Aunque no se sabe, en este aspecto, los derroteros que seguirá el SAAD en un futuro próximo, el preámbulo del Real Decreto-Ley 20/2012, de 13 de julio, ya contiene alguna cita preocupante al señalar las “consecuencias perjudiciales para el empleo y la viabilidad de sectores productivos de servicios relacionados con la dependencia” que ha generado la situación actual.
*Cristina Blasco Rasero es profesora de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla en el Departamento de Derecho Privado, en el área de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.