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Análisis pausado de la comunicación política en las últimas campañas

Nuria Lista

Consultora en comunicación política —
7 de junio de 2021 21:05 h

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No hace falta decir que las elecciones de la Comunidad de Madrid del pasado 4 de mayo han sido distintas a todas las que recordamos de los últimos años. De principio a fin y pasando por el medio.

El escenario era el de una post-pandemia que no llega a ser aún post. Lo que hace que resulte mucho más fácil hacer una campaña, ya que durante los meses anteriores ya se ha hecho el trabajo con el ciudadano. Es así; el liderazgo de Isabel Díaz Ayuso se fue tejiendo a golpe de contagios, luchas de gobierno y momentos de esos en los que era necesario resaltar el espíritu castizo madrileño, que parecía perdido entre barrios.

En la capital, la propia comunicación política define el nivel de competencia, centraliza cada mensaje y lo convierte en clave nacional política en apenas unos segundos.

Encontrarse con una campaña en la que sectores tan dispares en opinión política, como es la hostelería, deciden hacer parte del camino es jugar con ventaja. Sin olvidar el visto bueno de empresas, medios de comunicación y trabajadores. Madrid abierto, mientras el resto de España cierra. Dicho y hecho. Órdago a la grande.

El jefe de campaña ha sido la calle, y todos sabemos que, cuando la calle es tuya, no hay quien te gane.

Podemos compararlo con la posición de inicio de otras últimas campañas regionales. En las de febrero en Cataluña, el escenario previo envolvía un panorama cuya comunicación política ya estaba vendida antes de empezar. Para bien o para mal, se trataba de unas elecciones sin ganas, porque casi se aplazan o casi que no.

Cataluña se había movido en una delgada línea, cuyo traspaso llevaba al hartazgo de restricciones pandémicas, con una calle ansiosa de soluciones y cansada de másdelomismo. El mensaje es distinto cuando lo mueve un cliché de independentismo moderado (o no), en cada mensaje que cala en los medios de comunicación en clave nacional. A eso hay que añadir que las elecciones catalanas fueron catalanas, y las de Madrid, esta vez, y no por ser la capital, fueron de media España.

Otro ejemplo son Galicia y País Vasco, que en 2020 se enfrentaron a unas elecciones absolutamente pandémicas. Con aplazamiento, dudas y miedos.

Ambas regiones vieron el ciberactivismo como una alternativa a la democracia, ya que, cuando uno no puede usar la calle, no queda otra que utilizar las redes sociales.

Galicia, por su parte, tiene un electorado exigente, al que le gusta sentirse comprendido y escuchado, aunque guarde silencio hasta que no quede otra que gritar. Un electorado personalista (en los últimos carteles electorales de Feijóo no había rastro del logo del partido) tradicional y de costumbres.

En País Vasco, los resultados electorales siempre confirman que son gente de voto dual. Esto quiere decir que no votan al mismo partido en todas las elecciones. En las generales, los partidos estatales son más fuertes; en autonómicas, lo son los partidos nacionalistas. Los mensajes de campaña tienen que ser distintos cuando la región se olvida del resto del país y son muy suyos con lo suyo.

La comunicación política en Andalucía siempre tiene que ir por delante de la gente. Pueblo a pueblo, sentimiento a sentimiento y sabiendo que convencer no es liderar los medios de comunicación, como sí ocurre en Madrid

Corrían otros tiempos, y la pandemia aun ni existía, pero hagamos una comparación con las últimas elecciones en Andalucía.

Empezando por el principio, la calle podía querer un cambio, pero nadie entendía que tuviese que ser ahora o nunca. Eso hizo una campaña menos participativa de principio a fin. Por segunda vez, desde 1982, la participación de unas elecciones al Parlamento de Andalucía quedaba por debajo del 60%, lo que apunta a que apenas 59 de cada 100 andaluces con derecho a voto acudieron a votar.  

La comunicación política en Andalucía siempre tiene que ir por delante de la gente. Pueblo a pueblo, sentimiento a sentimiento y sabiendo que convencer no es liderar los medios de comunicación, como sí ocurre en Madrid, si no el lenguaje empático del que está ahí cuando tiene que estar. Sin encuestas, ni protagonismos en las redes sociales.

La moción de censura de Murcia que acabó con convocatoria electoral en Madrid, la desbandada diaria de líderes en Ciudadanos, el día en el que Pablo Iglesias dejó todo por Madrid, sabiendo que podía irse a casa o el viaje de Toni Cantó de Valencia a la capital, con muda de chaqueta para cambiarse en el tren: hay series con argumentos mucho menos interesantes que estas elecciones de la Comunidad de Madrid. No me digan que no.

Ayuso ha sabido dar protagonismo el bajón psicológico generado por la pandemia y a la hartura de la población respecto a un socialismo que aún no ha encontrado la forma de vacunarse contra sus últimos movimientos, mientras la izquierda entiende que recomponerse es necesario para volver a encontrar su sitio.

Si algo ha dejado claro la última campaña en Madrid es el cambio en la forma de hacer política. Ahora apela a las emociones y recupera la figura del carismático líder que se había desdibujado en los últimos años. Lo que no sabemos es sí el cambio es por la pandemia, o ha venido para quedarse.

 

No hace falta decir que las elecciones de la Comunidad de Madrid del pasado 4 de mayo han sido distintas a todas las que recordamos de los últimos años. De principio a fin y pasando por el medio.

El escenario era el de una post-pandemia que no llega a ser aún post. Lo que hace que resulte mucho más fácil hacer una campaña, ya que durante los meses anteriores ya se ha hecho el trabajo con el ciudadano. Es así; el liderazgo de Isabel Díaz Ayuso se fue tejiendo a golpe de contagios, luchas de gobierno y momentos de esos en los que era necesario resaltar el espíritu castizo madrileño, que parecía perdido entre barrios.