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Andalucía no vale un duro

27 de febrero de 2024 20:06 h

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Como la gran mayoría de la juventud andaluza, servidora ha tenido muchos trabajos precarios. Uno de ellos tenía lugar en una céntrica tienda de medio pitiminí, por donde a menudo pasaba gente de bastante dinero. De esa que sólo viste de marca y que lo mismo lleva encima tres mil euritos que una Visa Black o una American Express. Esa gente que no tiene reparos en pagar novecientos euros por algo que vale cincuenta, pero tampoco lo tiene en alojarse en un Airbnb o en perpetuar prácticas de explotación laboral. Gente que viene a Andalucía a, según parece, disfrutar o hacer negocios mientras prodigan un poquito de caridad. Por ello esa gente, en esta tienda, a veces me daba propina. You’ve been so nice! This is for you, decían si estaban simpáticas. Si no, eran absolutamente desagradables (la clase no la da el dinero, visto y demostrado) y usaban el dinero para denigrar a quien consideraban inferior. Me extendían billetes de cinco o diez euros cuando yo les acababa de cobrar cientos o miles por lo que habían comprado. Esa era su propina. 

Dentro de mí dos lobos, como decía el cuento: el que quería coger el dinero porque “me lo había ganado”, y el que sentía cómo la soberbia de los otros caía sobre mí como una humillación. Diez euros. Qué vergüenza, qué descaro ofrecer esa ridiculez… Qué mierda tener que cogerlos. Porque los cogía, claro. Me tragaba al segundo lobo y los cogía, porque me cago en todo, me solucionaban la compra de al menos media semana. Me hacían falta y ellos lo daban por supuesto. Porque eso es lo que hay aquí. Así, se marchaban con sus compras a seguir repartiendo humillación entre precarias servidoras, mientras yo me quedaba con la cara de otra, sintiendo el billete como una piedra en el bolsillo. Sintiendo culpa. Esa histórica y amarga culpa que por aquí tan bien conocemos, aunque no sepamos explicarla. Culpa por haber cogido la propina; culpa por sentir culpa. Lo mirase como lo mirase, salía perdiendo. 

Con su sudor paga el tuyo, como buenamente puede. Ese billete, aun siendo más chico, no pesa nada.

Pasó más veces, en este y en otros trabajos. En ese tipo de situación, con ese tipo de gente, la propina me hundía. No me quedó otra que empezar a analizar la situación. La clave eran los modos. Los aires de ostentación, de superioridad. Porque no te da igual una propina María la costurera que Doña María de Villaduros. Todo se traduce en los gestos, la mirada, los modos. La primera lo hace por convencimiento, satisfacción, incluso admiración. Ves cómo saca el billete de su monedero, con delicadeza, depositándolo con cuido en tu mano (porque ella sabe lo que es para ambas ese billete). Te la aprieta un poco, sonríe, te da las gracias. Es la complicidad de quien sabe como tú que valor y precio no es lo mismo, que lo tuyo “no está pagao”, “qué mérito”, “qué buena muchacha”, “cuánto sabe”, “qué amable”. Con su sudor paga el tuyo, como buenamente puede. Ese billete, aun siendo más chico, no pesa nada. 

La segunda, Doña María (ya sea nacional o extranjera), hace caridad con las pobres criaturitas andaluzas, que míralas qué aplicadas y serviciales. O porque la otra te ha dado propina y ella no va a ser menos, faltaría. Con el esfuerzo que hacen madrugando y saltándose la siesta para atendernos un ratito… Ella saca el billete más pequeño de su carísima cartera y te lo alarga con impaciencia, sosteniéndolo entre el índice el corazón, en dirección a tu cara, pero no tan cerca como para que no tengas que alargarte para cogerlo. La otra versión es que le pida a su marido que haga lo propio, quien sacándose un fajo enorme del bolsillo escogerá, de nuevo, el billete más pequeño para otorgártelo de igual modo. Te lo has ganado, pero haz un último esfuerzo y da gracias. 

Por qué íbamos a necesitar tanto reclamo turístico e inversor si no fuera porque somos unos miserables que precisan de rescate. De toda la vida es sabido. Anda que no han emigrado y emigran andaluces porque aquí no tienen nada. Nada

Todo eso, todo, de forma más o menos velada, va en el puñetero billetito. Porque para ellos Andalucía es una cosa barata, sin importancia, y por extensión lo somos quienes la componemos. Por qué íbamos a necesitar tanto reclamo turístico e inversor si no fuera porque somos unos miserables que precisan de rescate. De toda la vida es sabido. Anda que no han emigrado y emigran andaluces porque aquí no tienen nada. Nada. 

“No vale un duro”. Ese es el insulto más grande que mi madre le pueda dedicar a una persona. Parece una tontería de frase, pero en realidad es una sentencia tremenda. De ahí las puñalás que he sentido cada vez que he escuchado decir eso, con estas o similares palabras, de nuestra tierra. Cada vez que me lo han dado a entender, verbalmente o por actitudes y gestos. Especialmente cuando ha salido de gente que compra nuestras casas, nuestros locales, nuestras calles y plazas, nuestros servicios. Esa gente que se junta con la que desde aquí hace lo propio y les pone nuestros gaznates en bandeja de plata, a sus pies, para que pisoteen a gusto. Esas gentes, unas y otras, que se ponen de acuerdo en lo baratitos que salimos pa tó lo que nos dejamos hacer. Y aún así, todo lo nuestro es una mierda, nosotros lo somos más, y Andalucía no vale un duro. 

Ojalá me lo creyera, porque así no me dolería tanto. Mejor aún, ojalá se lo creyeran ellos realmente. Para que así no nos asfixiaran de continuo con sus especulaciones, con sus atentados a nuestra dignidad, nuestro Patrimonio, a nuestra vida misma.

¿Que Andalucía no vale un duro? Pues efectivamente, les diría. Conque váyanse por donde han venido y no vuelvan. Que su falsa caridad no es digna de nuestra honrada miseria.

Como la gran mayoría de la juventud andaluza, servidora ha tenido muchos trabajos precarios. Uno de ellos tenía lugar en una céntrica tienda de medio pitiminí, por donde a menudo pasaba gente de bastante dinero. De esa que sólo viste de marca y que lo mismo lleva encima tres mil euritos que una Visa Black o una American Express. Esa gente que no tiene reparos en pagar novecientos euros por algo que vale cincuenta, pero tampoco lo tiene en alojarse en un Airbnb o en perpetuar prácticas de explotación laboral. Gente que viene a Andalucía a, según parece, disfrutar o hacer negocios mientras prodigan un poquito de caridad. Por ello esa gente, en esta tienda, a veces me daba propina. You’ve been so nice! This is for you, decían si estaban simpáticas. Si no, eran absolutamente desagradables (la clase no la da el dinero, visto y demostrado) y usaban el dinero para denigrar a quien consideraban inferior. Me extendían billetes de cinco o diez euros cuando yo les acababa de cobrar cientos o miles por lo que habían comprado. Esa era su propina. 

Dentro de mí dos lobos, como decía el cuento: el que quería coger el dinero porque “me lo había ganado”, y el que sentía cómo la soberbia de los otros caía sobre mí como una humillación. Diez euros. Qué vergüenza, qué descaro ofrecer esa ridiculez… Qué mierda tener que cogerlos. Porque los cogía, claro. Me tragaba al segundo lobo y los cogía, porque me cago en todo, me solucionaban la compra de al menos media semana. Me hacían falta y ellos lo daban por supuesto. Porque eso es lo que hay aquí. Así, se marchaban con sus compras a seguir repartiendo humillación entre precarias servidoras, mientras yo me quedaba con la cara de otra, sintiendo el billete como una piedra en el bolsillo. Sintiendo culpa. Esa histórica y amarga culpa que por aquí tan bien conocemos, aunque no sepamos explicarla. Culpa por haber cogido la propina; culpa por sentir culpa. Lo mirase como lo mirase, salía perdiendo.