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Buenas personas (and some burning cars)

Twitter tiene el pavo. Cosas de la edad, supongo. Pareciese que un mono con una ballesta coacciona al conductor, como en aquel anuncio. Por eso puede que sus persistentes fallos y el cada vez más cercano abismo hayan dejado en el común imaginario la percepción de que no hay nadie al volante en estos momentos.

Yerra también en sus sugerencias, aunque creo que lo hace queriendo. A pesar de que rara vez bajo la guardia, el otro día consiguió mostrarme en un descuido un vídeo en el que aparecía un hombrecillo explicando cosas con aparente seguridad y una frivolidad descorazonadora. Otro. Este lo hacía en un podcast. No he llegado a comprender por qué hay tanto podcast o si la gente los escucha, pero el hecho es que al haber tantísimo podcast acaba pillando micrófono hasta el fósforo menos brillante de la caja. Tanto es así que hasta a mí me han invitado a participar en alguno.

En el vídeo, el hombrecillo comentaba con sorna que había que acabar con los carriles bici. Y continuaba la perorata con la indignación que personalmente sentía al ir por una carretera nacional y ver a un ciclista. Porque la carretera, decía, ha costado mucho dinero y no está para esas mariconadas. O algo así. Como si el ciclista no tuviera el mismo derecho que él a circular por una vía pública ni hubiera contribuido a su construcción y como si la carretera, en resumen, fuera suya y él pudiese decidir quién puede transitarla. En España hay gente buena. Mucha. Pero es levantar una piedra y aparece un particular dictando sentencia en la barra de un bar. Y será por bares.

En España hay gente buena. Mucha. Pero es levantar una piedra y aparece un particular dictando sentencia en la barra de un bar. Y será por bares

Más allá de la monserga en cuestión, en un tono entre la broma y la confesión ebria, recordaba yo escuchando su inagotable verborrea a mi padre, veterano ciclista con más de cuarenta años de bimba, parche y puertos de montaña. También recordaba el vídeo que vi hace unos días de un energúmeno conduciendo un camión de gran tonelaje avasallando a un ciclista en una nacional. Y no pude evitar imaginar que algo así pudiese sucederle a mi papá que, aunque respetuoso y precavido, siempre ha estado expuesto a los peligros de la carretera, personificados en conductores imprudentes, temerarios o borrachos, que encuentran en las palabras del hombrecillo y de sus parroquianos la razón para, además de hacer las cosas mal, envalentonarse y justificar que ser un cafre es una opción admisible.

Con pesar reconozco, lo hice el otro día en un vídeo en el que ponía mi ya habitual “voz de perro”, que ser buena persona no está de moda. Los programas más vistos de la televisión y los algoritmos de Tiktok inculcan de forma repetitiva una visión conservadora o ultraconservadora de la realidad que pone en cuestión debates ya superados y que se entremezcla con un discurso liberal superficial, individualista e insolidario que pretende descapitalizar el poder del Estado, que todos compremos cryptomonedas y nos hagamos ricos, que no se paguen impuestos y que los pobres dejen de serlo y sansacabó. Que “semos” medios tontos y unas tristes.

Quién sabe si quizá hace unos años el hombrecillo se habría explayado con esa alegría, porque amén de que los podcast no brotaban entonces como níscalos de otoño aunque nos parezca imposible, existía un consenso tácito por el que los que hoy alardean de incorrección política escondían celosamente algunos de sus pensamientos más húmedos porque sabían que estaba mal expresarlos públicamente. Porque sabían que eran injustos, no rompedores. Porque sabían que eran ruines, no emancipadores. Se callaban, no porque le tuvieran miedo a las represalias de ir contra eso que ellos denominan “el pensamiento único”, sino porque sabían que eran cosas que estaban mal. Así de simple.

Esa red de seguridad contra la barbarie y la mezquindad sin límite que creíamos tener... hoy no existe: la mayor de las animaladas encuentra en los medios más extendidos su altavoz y sus voceros, siempre dispuestos; y en esta ciudadanía, a un público a veces incapaz de filtrar los mensajes y amortiguar sus impactos, y otras veces simplemente asalvajado.

Hay que recuperar el ser buenas personas como una posición política y pública. Conseguir ponerlo de moda como la moda de hoy es ser un cretino

Sin embargo, no hay excusas. Tampoco agujas hipodérmicas, que decía Lasswell. Porque la mayor parte de la gente no es gilipollas. Y porque puede que existan personas menos entrenadas que naturalmente merezcan más cuartelillo. Pero no es menos verdad que también hay en este mundo un montante nada desdeñable de gente que es más mala que un dolor y que está deseando que le confirmen lo peor que puede pasarnos a los demás: que ser mala persona está bien.

Quizás -no digo que no- dejen de serlo en su entorno más cercano y por eso mismo la solidaridad, la empatía o la generosidad han quedado de forma mayoritaria relegadas a la esfera de lo privado o, incluso, de lo estrictamente íntimo.

La reflexión que quiero compartir con ustedes es muy simple: hay que recuperar el ser buenas personas como una posición política y pública. Conseguir ponerlo de moda como la moda de hoy es ser un cretino. Dar las gracias, pedir las cosas por favor, no avasallar al ciclista con un camión de cinco toneladas, tratar bien al camarero. Y en la era de las batallas culturales, saber que ser buena gente significa a veces abandonar el tono conciliador y enfrentarse a los mensajes nocivos y decirles frontalmente que no: que los ciclistas tienen el mismo derecho que ellos a circular por las vías públicas que han ayudado a crear de la misma manera que los peatones aguantamos el humo de sus coches aunque no los tengamos y paguemos sus carreteras, soportemos que las calles de nuestras ciudades y pueblos sean parkings sin una triste sombra y que los niños y niñas no tengan plazas o lugares seguros y gratuitos donde jugar y, en fin, aguantemos impertérritos la insoportable temperatura del asfalto, la crispación de sus bocinas o a esos garrulos de alma pobre que aparcan el Mercedes sobre la acera. Transigimos hasta con sus podcasts.

Las ciudades, las calles, los espacios públicos, los lugares de ocio. El mundo del último siglo está planificado y construido para los coches aunque a algunos no nos guste. Y aunque asistamos hoy a peligrosos anhelos salvajes de involución en materia de movilidad sostenible o de responsabilidad medioambiental y escuchemos diariamente ese burdo negacionismo de la crisis climática, no soñamos, en compensación, con ver arder una parte considerable del parque móvil privado de este país en los días pares y ser buenas personas en los impares. 

Porque ser buena persona es más difícil. A veces es incluso más aburrido porque hay que intentar serlo todos los días. Pero creo que es más bonito. Y también se duerme mejor.

Twitter tiene el pavo. Cosas de la edad, supongo. Pareciese que un mono con una ballesta coacciona al conductor, como en aquel anuncio. Por eso puede que sus persistentes fallos y el cada vez más cercano abismo hayan dejado en el común imaginario la percepción de que no hay nadie al volante en estos momentos.

Yerra también en sus sugerencias, aunque creo que lo hace queriendo. A pesar de que rara vez bajo la guardia, el otro día consiguió mostrarme en un descuido un vídeo en el que aparecía un hombrecillo explicando cosas con aparente seguridad y una frivolidad descorazonadora. Otro. Este lo hacía en un podcast. No he llegado a comprender por qué hay tanto podcast o si la gente los escucha, pero el hecho es que al haber tantísimo podcast acaba pillando micrófono hasta el fósforo menos brillante de la caja. Tanto es así que hasta a mí me han invitado a participar en alguno.