ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/
La esquina encendida
El tiempo sin tiempo. La vida en una semana. Una en la que me siento flotar en una suerte de éter atemporal, manteniéndome ajena al resto del mundo y hasta al resto de aspectos de mi vida. Nada más existe o importa. Por eso cuando se acaba, me cuesta aterrizar. Ni para cuando llega la Feria de abril lo he conseguido del todo, pero ya voy empezando a diseccionar, con precisión cirujana, los detalles de lo vivido. Los males de la ciudad, desvanecidos esos días, reafloran y vuelven a hacerse evidentes. Se me escurre Sevilla entre las manos y parte de mí se va por el sumidero, con ella. Esto ya no es lo que era. La ciudad y sus males en bucle, como una sentencia, en mis labios...
¡Ay, los cielos que perdimos! Se nota la edad, que cambia la mirada y escora opiniones, al tiempo que se abre a la posibilidad de otras nuevas. Es 2024, vivimos en un planeta globalizado y como leo por ahí acertadamente, ya no tenemos 20 años. Ahora unas cosas escuecen más, otras importan menos. Pero hay puñales imposibles de desclavar.
Se me hace urgente buscar lugares seguros, conocidos, comunes. Puros en mi memoria. Vuelvo a ellos, aun a riesgo de mancillarlos, de adulterarlos con la cruda realidad, porque me late como nunca la herida del desarraigo. La gente, el motivo, los desvelos e impresiones son otros, muy distintos a los de los ecos a los que me pretendo aferrar. Pero son mejor que nada, ¿verdad? Eso me digo. Ese es el clavo ardiendo al que me agarro para no pensar en lo cruel de sentir desarraigo entre las calles de siempre.
¡Dadme mi Sevilla vieja!, grito en un silencio machadiano. La que respira bajo cielo azul, la que va pisando alfombras de azahares desflorados por una nueva primavera. Dadme la ciudad eterna, la de la gracia, la que, como mariana que es, siempre es la misma… Pero esta súplica, bien lo sé, es del todo estéril. Y así debe ser, en cierto modo. Los tiempos cambian y, con ellos, las ciudades. Sé que es inevitable e incluso deseable. La fijación mal entendida por el pasado sólo trae moho por las esquinas. Pero algo, aun ínfimo, debe trasvasarse entre épocas. Esencia, idiosincrasia, identidad. Llamémoslo como mejor nos parezca siempre que lo sintamos nuestro. Ese algo que permita reconocer un lugar, aun tras décadas sin volver a él. Un hilo entre generaciones. Una promesa de perpetua renovación. Como la primavera misma.
Pienso y temo que el día que dejemos de surcar los adoquines de nuestras memorias, los habremos perdido para siempre. Donde hubo ecos de vida, de infancia, de estrellas sublimes, … habrá un punto en el que anclar la resistencia
Me azuza el desarraigo porque la dicha promesa me habla con la boca chica, ahogada entre letreros, fachadas y caras que no reconozco. La persiana de Julio se bajó hace mucho. La tienda de globos de Sandra sucumbió ante una cadena de panaderías. Los bocatas de Francisco se convirtieron en un bajo habitable. La cafetería de Eli es nido de escombros y telarañas. Y los fantasmas de palios y misterios rebotan en esas puertas y ventanas tapiadas o con estridentes carteles y evocaciones, confundiéndose el siseo de los varales con el traqueteo de los trolleys, los acentos foráneos, las preguntas impertinentes y los comentarios de mal gusto. Y no se quedan las sombras. No se quedan. Porque, al igual que yo, no saben dónde posarse. No saben en qué escaparate, en qué retina quedarse prendías. Sobre todas resbalan sin echar el ancla, porque en ninguna encuentran fondo.
Busco resguardo en unas calles y ritos que cada vez percibo menos míos, menos nuestros. Pero las hollo, aun con menos frecuencia. Regando así, con mucho trabajito, las raíces que por ellas queden. Porque pienso y temo que el día que dejemos de surcar los adoquines de nuestras memorias, los habremos perdido para siempre. Donde hubo ecos de vida, de infancia, de estrellas sublimes, … habrá un punto en el que anclar la resistencia.
Y así divago por la ciudad, en el constante anhelo de dar, por fin, con la esquina encendida.
El tiempo sin tiempo. La vida en una semana. Una en la que me siento flotar en una suerte de éter atemporal, manteniéndome ajena al resto del mundo y hasta al resto de aspectos de mi vida. Nada más existe o importa. Por eso cuando se acaba, me cuesta aterrizar. Ni para cuando llega la Feria de abril lo he conseguido del todo, pero ya voy empezando a diseccionar, con precisión cirujana, los detalles de lo vivido. Los males de la ciudad, desvanecidos esos días, reafloran y vuelven a hacerse evidentes. Se me escurre Sevilla entre las manos y parte de mí se va por el sumidero, con ella. Esto ya no es lo que era. La ciudad y sus males en bucle, como una sentencia, en mis labios...
¡Ay, los cielos que perdimos! Se nota la edad, que cambia la mirada y escora opiniones, al tiempo que se abre a la posibilidad de otras nuevas. Es 2024, vivimos en un planeta globalizado y como leo por ahí acertadamente, ya no tenemos 20 años. Ahora unas cosas escuecen más, otras importan menos. Pero hay puñales imposibles de desclavar.