ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/
Qué pasa, vecina
Mi madre, sevillana, acostumbrada al mercado de la calle Feria, llegaba por destino, propio y de mi padre, a un pueblo de La Alcarria, de menos de mil habitantes pero con la suerte de tener carnicería y farmacia. Allí, en medio de la península, de la nada, en el mismo bloque de pisos, estaba también Carmen. Grande, buena y malhablada. Y con ella un pedazo de Andalucía. Córdoba al otro lado del rellano. Y de pronto, una corrala de dos puertas, siempre abiertas, para lo que fuera menester.
Risa y hule en la cocina. Los maridos en el trabajo, el trabajo en la casa y los mandaos en la calle. ¿Y los niños? Déjamelos aquí y vete tranquila. Salmorejo y mazamorra. “Si la niña quiere café, coño, déjala que lo pruebe que no se va a morí”. Un paquete de Fortuna, una charla con la ventana abierta. Y un acento que, aun a setecientos kilómetros y con la discrepancia de una ese o una vocal más abierta que otra, era casa.
En ciudades en las que la vivienda en propiedad es una utopía, donde la rotación de inquilinos es cada vez mayor, donde no conocemos ni el nombre de los que comparten edificio (incluso piso) con nosotros y sus caras nos suenan vagamente si nos los cruzamos por la calle, la palabra vecina se diluye entre residentes anónimos, con buzones sin nombre, que agachan la cabeza por el pasillo o aceleran el paso al entrar para meterse cuanto antes en su madriguera.
Más allá de la cortesía que queda en dar los buenos días o sujetar la puerta del ascensor (a veces ya ni eso), qué falta nos hace la figura de la vecina. La comadre. La que te hace buenos los días y te abre las puertas, las suyas, de par en par. La que lejos de tu tierra te hace sentir en casa. La que está pa’ ti. Porque tú también estás pa’ ella. La que te extraña cuando hace mucho que no te siente. La que te pregunta por los tuyos. La que te echa una mano, y una sábana por la ventana si hace falta, para que no te lleve la corriente.
Para que no te lleve el día a día. Para que no te lleve la soledad.
No es difícil imaginar por qué en un mundo en el que impera la vida a través de las redes sociales, pero faltan las redes de apoyo. Estamos más conectados que nunca, pero más solos que la una
Cuántas vecinas se salvan cada día entre ellas. Cuántas. Juntando unas sillas a la fresca, en el recodo de un banco en la plaza, en la cola del pan con el monedero en un puño o asomadas a la ventana de un mismo patio. O aquellas de antaño, dispuestas a hacer incluso de parteras si se daba el caso, como mi abuela Luisa. Eso también es vecindario. Y cuánta falta nos hace, a todos. También a las generaciones más nuevas.
Según el primer estudio de prevalencia realizado en España en el marco del Observatorio Estatal de la Soledad no Deseada, el 25’5 % de los jóvenes (entre 16 y 29 años) se siente solo. Y no es difícil imaginar por qué en un mundo en el que impera la vida a través de las redes sociales, pero faltan las redes de apoyo. Estamos más conectados que nunca, pero más solos que la una.
Ante la falta de vecindario, aún queda esperanza en la portería de algunos edificios. Al menos en el mío la encuentro en mi portera Isabel. Aquí en Madrid, en medio de todo y de nada. Yo sevillana, con acento de ningún sitio, y ella navarrica, ironía del destino, con acento de su Córdoba. Y una charla en la portería, entre una factura que no me corre prisa ninguna, ya me la pagarás, y un paquete que te ha llegado. Una puerta del ascensor abierta, entre cinco minutos y veinte. Unos dulces de mi pueblo que te traje. Un espera, que te ayudo a bajar el carro, que ya te lo bajo yo. Un coge el abrigo o el paraguas que hoy refresca o truena. Un quédate tranquila y no te preocupes, que yo te aviso. Y siempre, todos los días, antes de las ocho y más allá de las cuatro, mil gracias por todo, Isabel.
Al cabo de unos años, Carmen se fue a Valencia. Pero, a día de hoy, sigue siendo “la vecina”. A su marido le salió un trabajo muy bueno y, al poco tiempo, a nosotros la vida nos cambió también la dirección postal. Cuando nos fuimos del bloque, cuando ya no teníamos vecinos, jugaba a serlo con mi madre en la cocina. Yo al otro lado de la puerta, lejos de la candela, no me fuera a quemar. “¿Qué pasa vecina? ¿Qué vas a hacer hoy de comer?”, me preguntaba mi madre. Y yo, con mi medio metro, dos pimientos y un tomate de plástico, desde mi cocinita de Smoby, siempre le respondía algo distinto. Y de nuevo, una corrala de dos puertas, siempre abiertas, para lo que fuera menester.
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ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/
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