ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/
Pistolas para todos
Recientemente terminaba una serie de cuyo nombre no voy a acordarme para poder contar el final. A saber: el niño mataba a su tía con una pistola. Disparaba por error, decía él, de puro nervio, cuando iba a recriminarle ciertos episodios incestuosos que no vienen al caso. Total, que una vez muerta la tía a manos del sobrino, aunque esto no se desvela hasta el final, se arma la de Dios es Cristo en el pueblo acabando en la trena hasta el apuntaó. Y el que no, six feet deep, que suelen decir estos yankis.
Andaba yo buscando la moraleja de esta fábula ambientada en Estados Unidos y no di con ella. Simplemente, vaya tela con el niño, que si le faltaba calle,... Que si esa familia tiene muy mala uva. Que si esto y lo otro.
Y es que, al margen de que el niño tuviera más o menos calle que un bordillo o que la familia fuera de esta o de aquella manera, nadie parecía cuestionarse qué carajo hacía un crío de diez u once años con una pistola. De hecho, los líos de alcoba y los tejemanejes familiares dominan la trama porque es lo que verdaderamente importa y porque, a la vista está, para ellos es algo completamente natural que un chaval pudiese coger un arma de fuego, disparar a su tía, volverse a su casa y ver tranquilamente la Velada de Ibai.
Lo de esta serie, venía a comentar y es algo que ustedes ya conocen sobradamente, no representa un hecho aislado. A pesar de los movimientos que abogan por una reducción de las armas y por dificultar su acceso a la población a pesar también de la oleada de tiroteos en escuelas o centros comerciales que llegaba a su clímax hace unas semanas con el disparo de un niño de seis años a su profesora en una escuela infantil de Virginia, la cultura de la Segunda Enmienda, que garantiza a los ciudadanos la posesión de armas para su legítima defensa sigue muy presente y muy viva en los Estados Unidos.
El ya incontable número de tiroteos que se producen prácticamente a diario en sus calles y la inseguridad urbana es cada vez mayor precisamente porque la gente común está armada
Fue el presidente Obama, quien recibiera el premio Nobel de la Paz antes incluso de ponerse manos a la obra como presidente, quien protagonizó la intentona más seria por controlar y limitar el acceso a las armas de fuego. No lo logró. Resulta paradójico constatar cómo, mientras lo intentaba en casa, no hubo ni un solo día durante sus dos legislaturas en que Estados Unidos no estuviera inmerso en alguna guerra lejana o bombardeando desiertos y montañas donde algunos desgraciados tuvieron el infortunio de nacer. Antibelicista, sí, pero de finales.
Estados Unidos vive hoy una época convulsa, avivada, al igual que en Brasil, por recientes expresidentes megalómanos, narcisistas y sádicos que abogan por armar a los good guys para combatir a los bad guys. No obstante, el ya incontable número de tiroteos que se producen prácticamente a diario en sus calles y la inseguridad urbana es cada vez mayor precisamente porque la gente común está armada. El famoso tiroteo en el instituto Columbine ocurrido en el año 1999 y que dejó 13 fallecidos creando una enorme alarma social y al cual el director Michael Moore dedicó uno de sus documentales (Bowling for Columbine, 2002), ha sido relegado al puesto número 15 de una lista infame que encabeza la masacre de Las Vegas que dejó 58 asesinatos en 2017 a manos de un solo tirador. Es un triste disparate que parece no tener fin.
La policía tampoco parece tener mayores escrúpulos en acribillar o asfixiar hasta la muerte a cualquiera que le resulte sospechoso, con mayores posibilidades para aquellos de pieles más oscuras. Y sin embargo, el argumento estrella de una parte importante de los republicanos y de los sociópatas de la Asociación Nacional del Rifle (NRA) es que, para combatir esa inseguridad, nada mejor que facilitar el acceso a unas armas de fuego cada vez más letales. Tiene guasa el asunto.
Me gustaría tener un arma con una sola condición: que los demás no la tengan. Porque entonces entraríamos en esta nefasta dinámica de la pescadilla que se muerde la cola que ya es imparable en Estados Unidos
Sin embargo, no se trata solo de poner trabas en el momento de la compra de esas armas de fuego que se pueden adquirir incluso en supermercados y que batieron récord de ventas en 2020 y 2021. Para afrontar la raíz de este problema habría también que retirar las armas que ya hay en circulación.
Y el que tiene armas se niega a desarmarse, claro está. Porque tener un arma está del carajo. A mí mismo me encantaría tener una pistola. O dos. Esto es lo que quería contarles. Porque hay veces que me siento desamparado. Y porque allá donde no llega el imperio de la ley, las balas sí que lo hacen. Cuando alguien se te cuela en el supermercado. Cuando un cretino no ha respetado un ceda al paso. Cuando la algazara de los borrachetes o las riñas nocturnas te despiertan en mitad de la noche.
Me gustaría tener un arma con una sola condición: que los demás no la tengan. Porque entonces entraríamos en esta nefasta dinámica de la pescadilla que se muerde la cola que ya es imparable en Estados Unidos.
Es muy fácil de entender: si yo tengo una pistola, el caballero que se me cuela en el supermercado tiene que llevar una escopeta recortada para poder colarse a gusto y no sentirse intimidado. Y, posiblemente, en aras de mantener la paz y viendo que los clientes acuden con recortadas y pistolas al establecimiento, el de seguridad tenga que llevar un fusil de asalto. Y así. Ya les dije que era fácil de entender: es la profecía autocumplida más antigua de la historia.
Nada me haría más feliz que ustedes permanezcan desarmados. Que son ustedes un peligro y yo un good guy de toda la vida de Dios
Pero aún así, me encantaría tener una pistola. Y pasearla, y lucirla. Y que me inviten a café, y a algún pastel, claro. ¿Por qué no? Y que me saluden por la calle. ¡Señor Melcón! ¡Qué buen día! Y devolver el saludo con cierta condescendencia, con los aires de Don Fanucci (Gastone Moschin), quien fuera el líder de la Mano Negra en Nueva York y al que un joven Vito Corleone (Robert de Niro) dio jaque en el rellano de su piso, en ese primer paso para convertirse en el gran Padrino. Y enseñarla y decir que se mira pero que no se toca. Y contemplarla y volverla a tocar en un momento de fálica intimidad.
Suspiro profundamente. Me encantaría tener una pistola. O dos. Pero, sobre todo, nada me haría más feliz que ustedes permanezcan desarmados. Que son ustedes un peligro y yo un good guy de toda la vida de Dios.
Recientemente terminaba una serie de cuyo nombre no voy a acordarme para poder contar el final. A saber: el niño mataba a su tía con una pistola. Disparaba por error, decía él, de puro nervio, cuando iba a recriminarle ciertos episodios incestuosos que no vienen al caso. Total, que una vez muerta la tía a manos del sobrino, aunque esto no se desvela hasta el final, se arma la de Dios es Cristo en el pueblo acabando en la trena hasta el apuntaó. Y el que no, six feet deep, que suelen decir estos yankis.
Andaba yo buscando la moraleja de esta fábula ambientada en Estados Unidos y no di con ella. Simplemente, vaya tela con el niño, que si le faltaba calle,... Que si esa familia tiene muy mala uva. Que si esto y lo otro.