ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/
La sonrisa va en el precio
Existe en Sevilla una especie muy reconocible de camarero tipo, de raza, parco en palabras, calvicie incipiente y polo corporativo del año 2007 curtido en mil batallas y salpicaduras, y un malaje que tira patrás.
Recuerdo una ocasión, cenando con un amigo en cierta ciudad que no es Sevilla y que no mencionaré, pero que, sepan ustedes, es el destino, como si de salmones desovando se tratase, del mejor pescado de toda España. En el momento en que, a punto de concluir la velada, salió la cocinera al comedor a preguntarnos cómo había estado todo. Charlamos con ella durante bastantes minutos, aprovechando que el restaurante estaba ya casi vacío, y acabamos riendo y bebiendo y contando anécdotas y explicando nuestros gustos y deleitándonos de las experiencias del pasado de cada uno durante largo rato. Pedimos más chupitos y debatimos sobre la belleza, lo fugaz de la vida y la certeza de la muerte segundos antes de que otro empleado de la casa clavara en nuestra cerviz, precisamente, una espada en forma de cuenta.
“La charlita iba en el precio”, le dije a mi acompañante al salir del local, bien entrada ya la noche. Él rió con sorna, o quizás de mí por mi mal perder. Es desde aquel día que siento pavor cuando los camareros se comportan de manera excesivamente simpática y cuando la “experiencia de cliente” no se limita a que las viandas no sean precocinadas o que estén preparadas con falta de cariño, sino cuando va más allá y te preguntan y te halagan y te miman y te sonríen… hasta hacerte creer que eres amigo suyo. No digo que no me guste que me traten bien, pero temo que la afabilidad venga incluida en la cuenta, como efectivamente sucedió en aquella noche infausta en cierta ciudad donde el mejor agua del mundo brota, de repente, con tan solo ejercer un pequeño movimiento de muñeca sobre el grifo del cuarto de baño.
Siento un sincero respeto por las personas que trabajan en la hostelería, más en estos tiempos que corren. Y me maravillo especialmente de su memoria prodigiosa registrando comandas interminables, de la destreza casi olímpica con que van y vienen cargados
Escarmentado desde aquel día ante las experiencias culinarias, gastronómicas o del bebercio que van más allá del propio producto en cuestión, a veces esquivo la mirada del camarero y me vuelvo también exiguo en la palabra, un poco asilvestrado y gruñón. Todo por no pagar de más. Todo por evitar la fatídica experiencia de que se porten educadamente conmigo en la creencia torpe de que eso evitará, o al menos paliará, la ulterior clavada. A veces, incluso, me pongo mi polo corporativo curtido en mil batallas (ya que la incipiente calvicie viene de serie) en un intento de asimilación al camarero de raza antes descrito en una suerte de habeas corpus con la que trato de indicarle, a falta de bandera blanca, “Señor, ten piedad”.
Siento un sincero respeto por las personas que trabajan en la hostelería, más en estos tiempos que corren. Y me maravillo especialmente de su memoria prodigiosa registrando comandas interminables, de la destreza casi olímpica con que van y vienen cargados con montañas de delicado menaje y de la paciencia de quienes la ejercen en el sur, siendo como es una de las profesiones peor pagadas y, a la vez, una de las más exigentes y, dicho coloquialmente, de las más perras del pobre catálogo de profesiones disponibles en nuestra tierra.
Conocerás a las personas por el modo en que se dirigen al camarero, suele decirse. Por eso a estos profesionales, hombres y mujeres, les doy las gracias cinco veces si cinco veces se acercan a mi mesa, y me despido cortésmente si es que tengo que marchar haciéndolo extensible al personal de cocina.
Sigo buscando, al superar cada esquina y aunque cada vez queden menos, esos bares de barra de chapa y lápiz en la oreja. De grito pelao y servilletero rojo. Porque el malaje puede salir gratis
Y de la misma manera pongo tierra de por medio si es que aflora de repente la amistad, porque mis fantasmas del pasado y el sentido común me advierten hoy, como no lo hicieran antaño, de que no se trata de amistad sino de unos estándares mínimos de cortesía.
Es por eso, en conclusión, que sigo buscando, al superar cada esquina y aunque cada vez queden menos, esos bares de barra de chapa y lápiz en la oreja. De grito pelao y servilletero rojo. Porque el malaje puede salir gratis. Pero la sonrisa, mucho me temo, va en el precio.
Con cariño, respeto y admiración a todas las personas currantes de la hostelería.
Existe en Sevilla una especie muy reconocible de camarero tipo, de raza, parco en palabras, calvicie incipiente y polo corporativo del año 2007 curtido en mil batallas y salpicaduras, y un malaje que tira patrás.
Recuerdo una ocasión, cenando con un amigo en cierta ciudad que no es Sevilla y que no mencionaré, pero que, sepan ustedes, es el destino, como si de salmones desovando se tratase, del mejor pescado de toda España. En el momento en que, a punto de concluir la velada, salió la cocinera al comedor a preguntarnos cómo había estado todo. Charlamos con ella durante bastantes minutos, aprovechando que el restaurante estaba ya casi vacío, y acabamos riendo y bebiendo y contando anécdotas y explicando nuestros gustos y deleitándonos de las experiencias del pasado de cada uno durante largo rato. Pedimos más chupitos y debatimos sobre la belleza, lo fugaz de la vida y la certeza de la muerte segundos antes de que otro empleado de la casa clavara en nuestra cerviz, precisamente, una espada en forma de cuenta.