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Rota: el tiempo de la felicidad despide a Almudena Grandes

Homenaje en Rota a la escritora Almudena Grandes en la Avenida que lleva su nombre

Juan José Téllez

Rota —

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Como la naturaleza imita al arte, mientras sus allegados velaban el cuerpo de Almudena Grandes en el tanatorio de La Paz, en Tres Cantos, en Madrid, sus dos principales patrias vitales se enfrentaban en el terreno de juego: Atlético de Madrid y Cádiz C.F. Ella era colchonera militante, pero aprendió a identificar a Rota (Cádiz), como el territorio de la felicidad.

“El verano es el tiempo de la felicidad y la felicidad sería más pobre, más pálida, lejos de la playa de Punta Candor, para la que escribo esta carta de amor”, había confesado, no muy lejos de donde esta mañana, en la avenida Almudena Grandes, un puñado de amigos la han despedido con palabras, canciones, flores y una bandera tricolor sobre el azulejo que lleva su nombre.

También cargos públicos: la alcaldesa de Jerez, Mamen Sánchez ,o la presidenta de la Diputación de Cádiz, Irene García. Al alcalde socialista de Rota, José Javier Ruiz, que había promovido ese funeral laico, casi improvisado, le pidieron allí que la nombrase hija adoptiva del pueblo al que tanto quiso. La Universidad de Cádiz prosigue con el expediente para nombrarla doctora honoris causa por dicho distrito, con la conciencia tranquila por haberlo iniciado en vida, de la mano del rector Francisco Piniella y de su impulsor, el vicerrector de Cultura, José María Pérez Monguió: “Ella dio respuesta en una parcela de su casa al poema de Rafael Alberti, que se preguntaba dónde están tus huertos: tu melón, tu calabaza, tu tomate, tu sandía. Ella intentó cultivarlos y tuvo más suerte que con el jardín vertical que también levantó en su casa”, evocaba Domingo Sánchez Rizo, exalcalde de la Villa y largo amigo de Almudena, de Luis García Montero y de sus hijos Mauro, Irene y Elisa.

“Era tan cercana que fue capaz de hacernos sentir a los desconocidos como si fuéramos sus amigos”, rezaba una de sus lectoras, también presente. Y era capaz de elevar a sus amigos “a la categoría de familiares”, como escribió su querido Felipe Benítez Reyes en las páginas de El País y repitió este domingo, poco antes de que Javier Ruibal cantase a capela y sin micrófono “Toíto Cai lo traigo andao”, como si lo hubiese escrito para ella: “¡Ay!, al revuelo de tu falda, /qué fresquito es el verano”. Hacía este domingo, en cambio, un frío polar a pesar del resol de mediodía y los aires difíciles habían decidido ponerse a media asta.

Sánchez Rizo leyó un viejo poema de Luis García Montero, que por obra de la magia poética pareciera haber sido escrito ayer mismo: “Como el cuerpo de un hombre derrotado en la nieve, / con ese mismo invierno que hiela las canciones / cuando la tarde cae en la radio de un coche, / como los telegramas, como la voz herida / que cruza los teléfonos nocturnos / igual que un faro cruza / por la melancolía de las barcas en tierra, / como las dudas y las certidumbres, / como mi silueta en la ventana, / así duele una noche, / con ese mismo invierno de cuando tú me faltas, / con esa misma nieve que me ha dejado en blanco, / pues todo se me olvida / si tengo que aprender a recordarte”.

El vino de la alegría

Seguro que los allí presentes recordaban a Almudena, pancarta en ristre contra la Guerra de Irak a las puertas de la Base de Rota, en las noches literarias del verano roteño, o en el cercano palacio de la duquesa de Medina Sidonia, en Sanlúcar, hablando con frecuencia a su club de lectura. Cuando conoció Gibraltar evocó la memoria de las familias que se hablaban a gritos, cuarenta años atrás, a través de los barrotes de la frontera cerrada.

Las poetas Pepa Parra y Blanca Flores, o las cantautoras Lucía Socam y Maite Menéndez se emboscaban entre la pequeña multitud embozada en mascarillas: en el imaginario local de Almudena Grandes y del llamado Grupo de Rota, del que ella fue su indudable capitana, se arracimaban tardes de torrijas y cenas de risas, con Joaquín Sabina, con Jesús Maraña, con Ángela Aguilera o con Benjamín Prado. Y con muchos otros amigos con quienes brindó a menudo el vino de la alegría, eso que ahora llaman resiliencia, la que ella apreciaba en las páginas de “Las tres bodas de Manolita”, entre las mujeres que frecuentaban la cárcel de Porlier y otros sumideros de la vieja posguerra; aquellas esposas, amantes, novias postizas o familiares de los presos que no perdían la gracia ni la copla, por mucho que tuvieran que trasegar ejecuciones sumarias, tisis, hambrunas y otras calamidades.  

Nada más trascender su muerte, el partido de extrema derecha Vox lanzó piadosamente un escupitajo en su contra a través de las redes. Ella, en cierta forma, lo presagió siempre y, a su vez en cierta medida, dejó escrita su mejor respuesta en “El corazón helado”: “Españolita que vienes al mundo, te guarde Dios. Ni Dios ni amo. Ni siquiera el derecho a saber quién eres tú, porque para vivir aquí, lo mejor es no saber nada, incluso no entenderlo, dejarlo todo como está y las ramas del manzano perpetuamente desnudas, los frutos en el suelo, dispuestos con cuidado, esa astucia ventajosa y mezquina que complace al escenógrafo acostumbrado a trabajar sin testigos, porque los que aún no son cadáveres, ya están muertos de miedo”.

Almudena Grandes no solo reivindicó la memoria histórica, como en su serie “Episodios de una guerra interminable” –cuya sexta y última entrega se editará presumiblemente a título póstumo--. También alimentó la memoria de las emociones, la de los viejos mayetos que levantaron en ese paraje las chozas de la supervivencia, la del mar abierto con Cádiz en el horizonte. Ella fue el feminismo y las viejas banderas de la izquierda que siempre enarboló sin sectarismos. Eso se respiró este domingo en la avenida que sigue llevando su nombre en la ciudad que eligió para refugiarse cada dos por tres: “Nada de lo que yo pueda hacer por Rota será comparable con todo lo que esta localidad ha hecho por mí”, aseguró ella cuando inauguraron el mosaico donde ahora quedan pétalos en forma de pésames por su muerte y de celebración por su vida.

Sus amigos le rindieron un homenaje final entre croquetas y copas de vino. Cuando, hace años, preguntaron a Almudena Grandes qué haría si le anunciaran su pronta muerte, ella respondió lo que hubiera contestado más de uno: hartarme de comer lo que más engorde. Quizá faltara algún himno pero allí estuvo todo su mundo: republicano y vital, hedonista y valiente.

Luego, la gente fue alejándose probablemente hacia cantinas donde celebrar la vida, que era la mayor utopía que izaba el compromiso cotidiano de Almudena Grandes. Cualquiera de aquellos deudos de la escritora avanzaría quizá entonces hacia su coche, como en aquel conocido pasaje de “Las edades de Lulú”. Alargaría la mano y giraría la llave de contacto: “El motor se puso en marcha. Los cristales estaban empañados. Fuera debía de estar helando, una cortina de vapor se escapaba del capó. Él volvió a reclinarse contra el asiento, me miró, y yo me di cuenta de que el mundo se estaba viniendo abajo, el mundo se me estaba viniendo abajo”.

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