Carmen Montes, Premio Nacional de Traducción: “La corrección política nos matará de aburrimiento”

Los límites entre la realidad y la ficción suelen ser difusos; en ocasiones, una mera cuestión de perspectiva. Y, en el caso de lo que llamamos los clásicos, a menudo sólo cabe esperar a que la vida acabe imitando al arte, y no al contrario, para terminar de cerrar ciertos círculos. Carmen Montes Cano, gaditana de Granada, humanista y profesora de lengua y cultura suecas, ganó el pasado mes de octubre el Premio Nacional a la Mejor Traducción 2013 por su versión en castellano de Kallocaína [ed. Gallo Nero, 2012]. Obra maestra de Karin Boye, escrita en 1939 tras el impacto que supusieron para esta autora sueca sus visitas a la Unión Soviética y a la Alemania en plena efervescencia nazi, la obra narra el delirio totalitario de un Estado omnisciente, “como una metáfora de Dios”, en el que todo el mundo es sospechoso de disidencia al tiempo que potencial delator de sus amigos, de sus vecinos… de su familia.

Ironías: mientras Montes comienza a hablar de vigilancias, leyes de seguridad ciudadana y atentados contra el sentido común, la camarera de la terraza en la que se desarrolla esta entrevista nos interrumpe, medio avergonzada, para advertirnos de que no se puede fumar (ha llegado una inspectora de Sanidad), al estar echados tres de los toldos de plástico que protegen del frío.

¿Qué es Kallocaína?Kallocaína

Kallocaína es una obra escrita nueve años antes del 1984 de Orwell –y, en mi opinión, mejor que ésta–, de una prosa elegantísima, que en cierta manera completa el mapa de las distopías literarias. Un libro muy actual, que es lo que les sucede siempre a los clásicos; da igual que sus autores lleven mil años muertos: siempre hablan de nosotros. Está narrada en primera persona por Leo Kall, el hombre que inventó un suero de la verdad (la Kallocaína) para ese Estado todopoderoso que prohíbe hasta los sentimientos, por supuesto las diferencias individuales, y por el cual vive y muere todo el mundo. Lo único que da sentido a la vida de los ciudadanos es servir a ese Estado; una especie de divinidad que vigila constantemente la posible traición. ¿En qué consiste la traición? En que la gente sea como es. Es un círculo vicioso, inane, que sólo tiene sentido en sí mismo. Kall inventa ese suero como servicio al Estado para que afloren las dudas, los sentimientos… Porque al principio él es muy buen conmílite [neologismo que concibió Carmen para poder verter bien el sentido del original]… hasta el punto de acabar inyectándole el suero a su mujer; precisamente la que más parecía entregada a esa vida mecánica, pero que acaba respondiendo con uno de los monólogos femeninos más espectaculares, en mi opinión, de la historia de la literatura. Aunque la novela está escrita con una distancia deliberada que hace aún más escalofriante esa descripción de los totalitarismos de cualquier signo.

Antonio Gala, hace bastantes años, ya hablaba de este sistema como de “una organización que necesita esclavos para mantener a la propia organización que necesita esclavos…”. No parece que esté tan lejos esa definición de lo que describe la novela. ¿Percibe usted similitudes entre la obra y lo que estamos viviendo? “una organización que necesita esclavos para mantener a la propia organización que necesita esclavos…”

Hay muchas similitudes, es verdad, entre eso y lo que pasa hoy. Una, muy sangrante, es que nos encontramos en la novela con un Estado que es el fruto del rechazo a la cultura: en el mundo de la obra no hay literatura, ni música propiamente dichas, porque está todo al servicio del Estado. Es sólo propaganda y rendir cuentas de los éxitos de la maquinaria. Lo mismo con el cine; hay una escena en que el protagonista se cuela en un cine –porque entra en una crisis, claro: la novela cuenta ese tránsito de la más firme convicción del personaje en la bondad del sistema hasta el deterioro y el derrumbe final de esa visión– y cae, digamos, víctima de la lucidez… Porque en el cine comprende que es exactamente igual, esa verborrea tremenda de los políticos, muy adornada y perfectamente vacua… Se va pareciendo nuestro mundo al de la novela, entre otras cosas, por la ignorancia: los habitantes no conocen su historia, porque está prohibido conocerla. Hay un mensaje claro de que sin saber de dónde venimos no podemos saber adónde vamos.

Sobre esa “verborrea” de la que habla: usted, que tiene al lenguaje como instrumento fundamental de trabajo, ¿cree que esa demagogia ambiental nos hace vivir como en el cuento del traje nuevo del emperador, como si llamando a las cosas de otra forma nos fueran a convencer de que son de otra forma?son

Bueno, eso sucede a todas horas, constantemente, y se llama corrección política; algo que nos va a matar algún día, si no de otra cosa, de aburrimiento… Y no pondré ningún ejemplo por no ofender a nadie… Pero es efectivamente una manera hipócrita de construir el mundo, sobre una base falsa. De hecho, se nos cae continuamente. Los nacionalismos, por ejemplo, son otra manifestación de eso que también aborda la novela. Diversos actos públicos del libro recuerdan a esa simbología, a razonamientos decimonónicos que llevan a afirmaciones ridículas y fundamentalistas… y a que el resto no pueda dar una opinión distinta, en un sentido u otro, por miedo a que le tilden de retrógrado recalcitrante: ésa es la perversión. La lengua se deteriora a pasos agigantados porque no se la conoce, no se la valora y no se fomenta su estudio ni su cultivo. Un borreguismo al que también contribuyen las redes sociales, a que se sustituya muchas veces la reacción superficial por la acción profunda sobre los hechos (existe la falacia de que se puede conseguir la información relevante a golpe de tecla, pero para eso, para buscar, encontrar, seleccionar y utilizar bien el prodigio de información que ofrece Internet, es imprescindible saber qué buscas y tener criterio). Ser dueños de lo que pasa implica un esfuerzo, y no parece que estemos dispuestos a realizarlo. Porque la honradez en estos casos, hablando o actuando, es el único campo de acción.

Y la cultura, quizás…

Sí, pero es que eso que siempre se entendió como cultura general está en peligro; eso que permite que, si no sabes de un tema, sientas curiosidad por ese tema. La cultura general, o sea, la que debería permitir a los estudiantes hablar en la misma conversación de los filósofos presocráticos, de la dodecafonía, de las guerras napoleónicas, del realismo mágico o del cálculo volumétrico. Cada vez estamos más lejos de eso. A veces pienso que todo empezó con el desprestigio de la memoria como herramienta intelectual (decía Aristóteles que el alma humana se compone de memoria, entendimiento y voluntad), y con el ostracismo y asesinato de las Humanidades. No descubro ningún mediterráneo si digo que la enseñanza de hoy es un fracaso: por un lado, se exige a los profesores un trabajo administrativo abrumador que trata la labor docente como algo muerto; por otro (y esto es gravísimo) hay mucha gente enseñando que no tiene vocación para ello. La docencia no puede desligarse de la emoción; creo que hay que decirle al alumno: “Mira, esto habla de ti”. Y eso pueden ser las matemáticas, la física o un cuadro de Boticelli… Pero demasiados alumnos de Secundaria salen tranquilamente, y por la puerta grande, sin conocer a nuestros clásicos, o la guerra de la Independencia (y a veces sin ningún pudor de no conocerlo). Cuando la cultura, el espíritu crítico, es la mejor arma para afrontar una crisis y formar ciudadanos libres.