La Inquisición, esa institución tan española, tan nuestra, y que tuvo un éxito arrollador en el mundo, ha vuelto, si es que alguna vez se había ido. ¿El secreto de tanto éxito? Bien fácil. Las denuncias eran anónimas y sin prueba alguna.
- Santo Oficio ¿dígame?
- Le llamaba porque a mi vecino lo veo yo poquito en misa y sin mucha devoción. Y lo que es el cerdo... ni lo prueba, que lo invitamos el otro día a una barbacoa y es que no probó ni los tocinos de cielo, y eso que eran de Casa Rufino.
- Pues me dice usted la dirección y vamos para allá ahora mismo y le damos su poquito de tormento.
Porque criticar al vecino es nuestro deporte nacional. Basta con encender la tele un rato. Programas de entretenimiento y algunos políticos muy devotos, especialistas en acusar y esparcir mierda sin presentar prueba alguna. Fake News, creo que le llaman ahora, vamos, lo del “calumnia que algo queda” de toda la vida. El caso es que, con ésto de la pandemia, nos hemos convertido todos un poco en la “vieja tras el visillo”, y andamos criticando y vigilando a propios y ajenos por incumplir las normas impuestas en este estado de alarma. Que si fulano no lleva nunca mascarilla, que si el otro día en el supermercado había uno que tocaba la fruta sin guantes... Pues en mi calle había un corrillo de por lo menos seis personas, ahí estaban fumando y a menos de un metro.
¿El Marcos? ¿de cuándo ha hecho deporte el Marcos? Si ese es un flojo.
Y, como siempre, el que acusa por supuesto es el primer incumplidor de norma alguna, faltaría más. Y es que perdonándonos nuestros pecados somos la leche. (La ventana de Luis)
Jueces
Esta crisis ha elevado de categoría a la vieja del visillo. De la policía de balcón a los dedos acusadores en redes sociales, artículos de prensa y tertulias de radio y televisión. Desde el momento en que nos confinaron y nos obligaron a seguir la vida desde la ventana, se fue potenciando ese juez del comportamiento humano que todos llevamos dentro. Nos enfrentamos a miradas censoras que a su vez volcamos sobre otros. De la envidia a los paseadores de perros y el acoso a los niños con trastorno de espectro autista, que podían salir cuando estábamos en la cima, a la hostilidad hacia los niños en general, primero; a los deportistas de calle, luego; y a los mayores, después, a medida que se sumaban a la desescalada. Este lunes ¿la aversión apuntará a los peluqueros?
Observo que en general la gente respeta las nuevas normas, pero se ofrece una imagen de desorden desdibujado por el teleobjetivo. Incluso los periodistas, que hemos gozado de un margen de libertad condicional para ejercer el deber esencial de la información. Pero lo cierto es que lo único que podemos afirmar como generalizado es que hay mucha gente, sí, hay mucha gente, de repente, en la calle, pero porque existía. Encerrada en sus casas. Y todavía faltan los turistas, los que necesitarán más tiempo para superar la agorafobia que han desarrollado estas semanas, los que superen el hospital.
Quizá porque, como me decía hoy un colega, es porque tememos que la mayoría minimice a la minoría de irresponsables. Pero es que esta situación parece que nos ha obligado a convertirnos en guardianes de un nuevo orden en el que impera otra vez el miedo, que es peligroso y se contagia más que el coronavirus, sin que parezca que haya cuarentena que pueda remediarlo. (La ventana de Olga)
Películas
La vida supera cualquier película. El cine ha llenado de optimismo y esperanza los 50 días de mi cuarentena. Pero nada se puede comparar con la felicidad de pisar la calle y ver cómo la vida brota con energía primaveral, tras superar las etapas más invernales del estado de alarma.
El asfalto aún desprende calor al atardecer, mientras la ciudad parece celebrar la última jornada de la Feria de Abril. Aprovecho los primeros instantes para charlar animadamente por teléfono con mi madre, mientras la interrumpo cada dos por tres para saludar a una decena de vecinos, amigos, compañeros y hasta colegas de baloncesto que me salen al paso: “¡A ver si volvemos pronto la cancha, Manuel!”.
Son las nueve de la noche, en la Alameda de Hércules. “¡Mamá, te dejo, luego te llamo!”. Veo correr hacia a mí a Pepe, que se para en seco a dos metros de mí, mientras Miguel y yo dudamos si darnos un choque de codo y Rocío me recuerda, medio en broma, que no puedo abrazarla a ella ni a Dani. Seis amigos coincidimos, por azar, en el mismo sitio. Selfie de rigor, júbilo y alguna lágrima mal disimulada.
Manuel, Mila, Marcelo, Concha me salen al paso poco después. La vida se convierte, de pronto, en el plano secuencia final de una película que ha acumulado demasiados giros de guión en los últimos meses. La secuela va a ser incierta. Pero este final de película no lo agua ya ningún agente de la Stasi del visillo. (La ventana de Alejandro)