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2021: ¡Bienvenida la Nueva Ley de las Personas Trans y la Autodeterminación de Género!

Concluye el año y es tiempo de balances. Dentro del movimiento feminista español, el 2020 será sin duda recordado por ser el año de la ruptura en torno al derecho de autodeterminación de la identidad de género que debiera consagrar la nueva ley de personas trans, cuyos lineamientos conoceremos a inicios del 2021. Esta nueva ley, presumiblemente, reemplazará el marco de regulación que contiene la actual ley 3/2007 de 15 de marzo. En aras de un sistema que bascule enteramente en torno a la voluntad de las personas, los requisitos médicos y psicológicos para cambiar de sexo legal en el registro civil que exige la actual regulación -el diagnóstico de disforia de género y el tratamiento hormonal obligatorio de dos años- podrían ser abrogados. Más allá de la postura que defienda cada cual, parece importante que la ciudadanía, a la que se invitó de forma explícita a un proceso de consulta y a la que sin duda se seguirá apelando, esté bien familiarizada con la complejidad de un debate que no puede quedar eclipsado por evocaciones premonitorias y apocalípticas a nociones como la del borrado de las mujeres.

El núcleo teórico de quienes rechazan este nuevo derecho de las personas trans a decidir su identidad de género parte de la necesidad de preservar la distinción entre los conceptos de “sexo” y de “género”. En este sentido, el sexo (varón versus mujer) es considerado como una realidad biológica constatable. El género, en cambio, es definido como constructo cultural de estereotipos articulados fundamentalmente como instrumento de subordinación de la mujer. Desde esta hipótesis se rechaza la posibilidad de que el sexo de mujer pueda ser disociado de un sustrato material en aras de una supuesta identidad de género subjetivamente definida. Así, se insiste necesariamente en que el cambio legal de sexo vaya acompañado de una transformación física o de una acreditación de transformación psicológica o comportamental.

Sin embargo, lo cierto es que esta neta distinción entre el “sexo” y el “género” se considera hoy en día mayoritariamente insostenible desde un punto de vista teórico. Se trata de una representación de la realidad que, en todo caso, es incapaz de reflejar la experiencia humana, que es mucho más compleja que la que parece abarcar la construcción clásica del binario sexual. Ya en los años 70 se señaló que la noción de “sexo” (como sustrato material y biológico) en realidad agrupaba ficticiamente una pluralidad de elementos corporales y de sensaciones mediante una categoría conceptual políticamente cargada. La noción de “sexo” servía, en otras palabras, para generar las polaridades que proporcionaban las bases para la preservación de la heterosexualidad normativa y del sistema patriarcal. Para Monique Wittig y las autoras que de sus estudios se nutrieron, era la lente cultural del género, binariamente entendido, la que permitía interpretar la materialidad de los cuerpos, a expensas, eso sí, de excluir las muchas variantes físicas que no encajaran dentro del binario varón/mujer. Estas intuiciones no se alimentaron únicamente del campo de la filosofía. Así, la bióloga Anne Fausto-Sterling demostró que el cuerpo no puede ser entendido en términos estrictamente binarios. Por el contrario, representa un continuo entre lo que se entiende por femenino y lo que se entiende por masculino. La realidad de las personas intersexuales (que, en su corporeidad, se desvían de las definiciones binaria de “sexo” y presentan anatomías sexuales diferentes a las que marca la norma) es tal vez el ejemplo paradigmático de la diversidad y de la riqueza de los cuerpos. A su vez, las intervenciones médico-quirúrgicas – que el propio colectivo define como mutilaciones – a las que eran sometidas estas personas, generalmente durante su infancia, para imponer una apariencia de “normalidad” son el reflejo de un sistema que, ajeno a los reclamos de la salud, se empeñaba en eliminar las desviaciones del binario, y en “reconstruir” el “sexo” de la persona dentro del binario de género. Y si la definición del sexo ha sido difícilmente entendible sin una construcción cultural de género, hoy en día la ciencia aporta insumos que explican la posible base biológica de una disociación entre el cuerpo y la identidad de género desde un campo, la epigenética, que precisamente tiende puentes entre el cuerpo y las experiencias del ser humano. Así, sabemos que desde la neurociencia se están constatando no solo las diferencias entre el cerebro masculino y femenino -en términos de estructuras, actividad y conectividad- sino que las decisiones del ADN que tienen que ver con el desarrollo de los genitales tienen lugar en el primer trimestre del embarazo, mientras que las que determinan el cerebro y posiblemente condicionan un sentido de identidad de género, tienen lugar en el segundo trimestre y que ambas suelen pero pueden no coincidir, entre otras, por experiencias de la mujer durante el embarazo. Nos remitimos al Ted talk de la prestigiosa científica trans Karissa Y. Sanbonmatsu, bióloga estructural del Laboratorio Nacional de los Alamos.

Conviene resaltar además que la universalización del “género” femenino como síntesis de la discriminación que experimentan las personas de sexo femenino no está exenta de  peligros pues permite con frecuencia olvidar las muchas diferencias que encontramos dentro de “la condición de mujer”. Se invisibilizan por ejemplo los distintos grados de violencia y discriminación a los que se somete a lo que llamamos “mujeres” en función de su riqueza, etnicidad, raza, capacidad, orientación sexual o cualquier combinación de estos y otros factores. En definitiva, corre el riesgo de oscurecer las formas interseccionales de discriminación, por anclar en un fundamento biológico una especie de sufrimiento idéntico y universal.

Y bien, ¿cuál es la relevancia de estas disquisiciones para comprender las reivindicaciones de las personas trans? Desde los años 60, en una pluralidad de países, los colectivos trans se han movilizado para obtener el reconocimiento de su identidad de género en la legislación. En 1972, Suecia se convertiría en el primer país del mundo en reconocer este derecho. Sin embargo, el derecho al reconocimiento de la identidad de género no dejó de construirse en torno a un concepto medicalizado y estereotipado de la identidad trans. Por ello, la posibilidad de cambiar el estatus legal – tal y como aparece en los registros de estado civil, documentos de identidad, etc. – siguió reservada a aquellas personas dispuestas a transformar sus cuerpos a través de terapias médicas y quirúrgicas obedeciendo al paradigma sexo-género imperante. España no fue una excepción. La legislación previa a la Ley 3/2007 exigía cirugía genital. La Ley 3/2007 abandona el requisito de la cirugía obligatoria pero sigue fiel a un modelo medicalizado y patologizante (cuando ya la OMS retiró en 2018 la disforia de género de la lista de trastornos psiquiátricos) que impone a las personas trans, como condición a su pleno reconocimiento jurídico, tratamientos que afectan a su integridad física.

El problema está en que cuando el derecho a la identidad de género se basa en condiciones previas y externamente definidas, las personas que no encajan en la definición acaban viéndose excluidas. La realidad es que las experiencias y preferencias de las personas trans son variadas. Algunas pueden desear una transformación física; otras sentirse totalmente cómodas con sus cuerpos o no estar dispuestas a renunciar a determinadas capacidades que conllevarían los tratamientos (como la fertilidad) en aras de cumplir con las exigencias del patrón. Algunas personas se sienten cómodas con el binario, otras no. El problema de base sigue siendo que la imposición de condiciones previas, aunque se aplique a lo que se define como un derecho (el derecho a la identidad de género), permite que se siga ejerciendo un control por parte de la autoridad pública sobre quién cumple el patrón y quién no. Con ello, y por citar a Foucault, lo que se establece es un régimen anatomo-político de definición y protección de las categorías de género. Es contra esto contra lo que se rebelan las personas trans que exigen cada vez más que el único criterio determinante sea la autodeterminación, y no requisitos de tipo médico o comportamental.

En términos jurídicos, el problema está en que la medicalización obligatoria socava los derechos fundamentales de las personas trans. Esto es particularmente cierto cuando los tratamientos conllevan la pérdida de la fertilidad de las personas trans, como sucede con frecuencia con las terapias hormonales de larga duración. Así lo ha entendido el relator especial Juan Méndez de la ONU, quien no ha dudado en identificarlo como forma de trato cruel e inhumano. En 2016, también el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el caso A.P., Garçon y Nicot c. Francia, declaró que todos los tratamientos que causan infertilidad y se exigen como condición previa al cambio legal de sexo violan el Convenio de Roma (artículo 8). Sin embargo, aun cuando no causen la esterilización de la persona, las condiciones médicas previas se viven con frecuencia como invasivas y limitadoras de la autonomía. Por ponerlo en términos de El Padrino, se las enfrenta a “una oferta que no pueden rechazar.” Por otro lado, el problema de los requisitos cuando en vez de médicos son comportamentales no es menor ni se limita a las personas trans. La actual ley francesa 2016-1547, por ejemplo, condiciona el reconocimiento jurídico de la identidad a la adquisición de “normas adecuadas” de comportamiento en conformidad con el género deseado. Este tipo de requisitos inevitablemente redunda en la reproducción de estereotipos de género por parte de aquellos jueces que, llamados a certificar, acaban por convertirse en árbitros de apariencias, vestimenta, peinados y relaciones. Por el contrario, el reconocimiento de la identidad de género basado en la autodeterminación otorga centralidad al sentimiento de la persona exonerándola de las restricciones culturales que mortifican la definición y redefinición de los cuerpos y sus conductas. Permite, en otras palabras, proteger la relación de cada persona con su propia corporeidad, liberándola de las superestructuras que dictan cómo “debería” ser o actuar su cuerpo. Cada persona es así libre de decidir si quiere someterse a terapias médicas y hormonales para lograr la imagen deseada de sí misma, pero sin imponer normas estéticas, fisiológicas o comportamentales predeterminadas.

Con todo, y esta es la otra pata de la argumentación de las voces más críticas, no son únicamente los derechos de las personas trans los que hay que tomar en consideración. Se apuntan así posibles consecuencias negativas del derecho a la autodeterminación sobre los derechos que las mujeres han conquistado, y se mencionan, de forma especial, las leyes de igualdad -y, sobre todo, su compromiso con la igualdad sustantiva- y las medidas para combatir la violencia. Garantizar la igualdad efectiva de las mujeres y luchar contra la violencia, qué duda cabe, son objetivos legítimos que responden además al imperativo de que las mujeres gocen de forma real de los derechos fundamentales. Por ello, resulta inevitable el ejercicio de la ponderación que nos obliga a tener en cuenta que en nuestro sistema de derechos los fines deben ser legítimos pero también guardar una relación de proporcionalidad con las medidas que se adoptan. Esta labor obliga a centrarnos en retos concretos y reales y a alejarnos de hipótesis y futuribles con escasa base empírica más allá de lo anecdótico. Ello resulta fundamental cuando lo que nos es hipotético ni anecdótico son las escalofriantes cifras de suicidios e intentos de suicidios por parte de las personas trans a resultas de la discriminación y marginalización que enfrentan en nuestras sociedades tránsfobas.

Veámoslo en concreto. Uno de los debates más encendidos no solo en España, sino también en otros países como el Reino Unido, Italia o los Estados Unidos, es el de la necesidad de preservar la segregación de determinados espacios públicos por “sexo” (como los vestuarios o baños públicos), sobre todo a efectos de proteger la intimidad pero también de prevenir la violencia contra las mujeres cis. Lo cierto, sin embargo, es que el debate aparece plagado de temores infundados que no resisten mínimamente el juicio de proporcionalidad que se exige a la restricción de un derecho y que busca no solo que los intereses perseguidos sean legítimos, sino también que los medios sean adecuados, necesarios, y proporcionales para su consecución. De entrada, resulta curioso que el debate se centre en la violencia contra la mujer en espacios públicos. En cierta medida, logra así desplazar el foco de atención del hecho de que, las más de las veces, la violencia sexual y machista tiene lugar en el seno de la esfera privada, es decir, dentro del hogar como nos están recordando los encierros de la pandemia. Pero es que además no está claro que la segregación por “sexos” de esos espacios públicos sea útil para prevenir la violencia. En realidad, la segregación más bien podría estar generando una falsa sensación de seguridad que, en definitiva, pone en peligro a las propias mujeres. ¿De verdad resulta creíble que un simple símbolo en una puerta disuada a potenciales violadores cuando el derecho penal no lo logra? ¿Es realmente probable que un hombre con tendencias depredadoras opte por cambiar su sexo legal antes de darles rienda suelta? ¿Y qué hay de la violencia homosexual tanto entre hombres como entre mujeres que, aunque menor, no es desdeñable? ¿O de la que sufren, precisamente por romper códigos de género, especialmente las mujeres trans cuando se ven obligadas acceder a espacios reservados para hombres a manos de los propios hombres? Con todo, lo más importante es que hay poca evidencia empírica de que la exclusión de las mujeres trans de los espacios segregados por sexo garantice una mayor seguridad tal vez porque se base en un prejuicio como es el de que las mujeres trans habrían de comportarse igual que los hombres cis en base a un determinismo biológico marcado por no se sabe bien qué (¿sus penes, testículos, cromosomas…?). En realidad, lo único que nos debiera importar es que la seguridad en los espacios públicos es un derecho fundamental que el Estado tiene la obligación de garantizar de forma efectiva a toda la ciudadanía, y de hacerlo, sin restringir indebidamente los derechos de las personas trans.

Las preocupaciones en torno a las conquistas en materia de igualdad son también comúnmente alegadas cuando se defienden, por ejemplo, medidas compensatorias específicamente reservadas para las mujeres a fin de abordar la persistente discriminación estructural. Por legítimas que puedan ser, nos parece que nuevamente las necesidades de tipo compensatorio o promocional de las mujeres pueden atenderse sin lesionar derechos fundamentales de las personas trans. Con frecuencia, quienes articulan la crítica no aclaran si se oponen a la extensión de las medidas de igualdad a las mujeres trans, negando su naturaleza de mujeres (una petición de principios) o de mujeres discriminadas (una negación de la evidencia), o si lo que temen son los “fraudes de identidad”, es decir que hombres cis oportunistas y mentirosos finjan una identidad con el único fin de obtener beneficios de los que normalmente quedarían excluidos. Sin embargo, de nuevo, la limitación de los derechos parece infundada y la restricción de los mismos no puede basarse en la mera especulación. Son todavía pocas las jurisdicciones en las que la identidad de género se basa en la libre determinación. Pero lo que tal vez resulta interesante destacar de entrada es que los países europeos que permiten el derecho a la autodeterminación de identidad -a excepción de Malta- tienen, de acuerdo con los cálculos del European Institute for Gender Equality, un Índice de Igualdad de Género superior a la media (nos referimos a Bélgica, Dinamarca, Irlanda y a Noruega). No alcanzamos tampoco a entender que la posibilidad de fraude, en esta, como en cualquier materia, sea la que rija la norma en vez de que lo hagan los intereses en juego, por más que se piense, como se hace generalmente, en sistemas para perseguir el fraude ¿o es que hay alguna razón para pensar que las personas trans son intrínsecamente más proclives al fraude? Pero es que además hay que tener en cuenta que la única alternativa legalmente aceptable a la libre determinación de la identidad de género, si se desechan, por invasivas, las intervenciones médicas, acabaría siendo la imposición de normas de comportamiento. Y por ello no podemos dejar de preguntamos si, al final, la negación de la autodeterminación causaría más daño que beneficios en la causa feminista, si tenemos en cuenta que la imposición de normas de comportamiento implicaría la sanción legal de los estereotipos de género que dictan cómo “debe ser” una mujer o un hombre. En definitiva, un duro golpe a años de luchas feministas.

Al final las alternativas son solo dos. Podemos seguir negando los derechos de las personas trans. Podemos continuar infligiendo exclusión, sufrimiento y violencia, sobre la base de razones simbólicas y de temores más bien infundados, sacrificando el interés de muchas personas a la posibilidad de abuso por parte de unas cuantas. Moral y jurídicamente nos parece reprobable. Pero es que estratégicamente también parecer carecer de sentido. Negar la autodeterminación implica que continúen en guerra personas que son todas víctimas del heterosexismo y del patriarcado y que lo hagan en un momento histórico en el que la lucha por derrocarlos enfrenta retos comunes a escala global. No podemos olvidar que fuerzas religiosas y conservadoras, en España y en otros muchos países del planeta, están precisamente dando la batalla por reafirmar la realidad biológica de la categoría “sexo” y que los están haciendo para resistir la desarticulación de los tradicionales roles de género. La otra opción es abrazar la diversidad y apostar por un feminismo inclusivo que se sienta con la madurez de aceptar los desafíos que el reto plantea. Este feminismo no niega la complejidad, pero lucha por construir puentes y librar batallas sin víctimas colaterales. Este feminismo entiende que al final de lo que se trata es de sumar energías para lograr la seguridad, los recursos y el reconocimiento que todas las personas necesitamos y para remediar el daño que el sistema neoliberal y cis-heterosexual nos ha impuesto. Por todo ello, ¡bienvenida en 2021 la nueva ley de igualdad de las personas trans y la autodeterminación de género!

Concluye el año y es tiempo de balances. Dentro del movimiento feminista español, el 2020 será sin duda recordado por ser el año de la ruptura en torno al derecho de autodeterminación de la identidad de género que debiera consagrar la nueva ley de personas trans, cuyos lineamientos conoceremos a inicios del 2021. Esta nueva ley, presumiblemente, reemplazará el marco de regulación que contiene la actual ley 3/2007 de 15 de marzo. En aras de un sistema que bascule enteramente en torno a la voluntad de las personas, los requisitos médicos y psicológicos para cambiar de sexo legal en el registro civil que exige la actual regulación -el diagnóstico de disforia de género y el tratamiento hormonal obligatorio de dos años- podrían ser abrogados. Más allá de la postura que defienda cada cual, parece importante que la ciudadanía, a la que se invitó de forma explícita a un proceso de consulta y a la que sin duda se seguirá apelando, esté bien familiarizada con la complejidad de un debate que no puede quedar eclipsado por evocaciones premonitorias y apocalípticas a nociones como la del borrado de las mujeres.

El núcleo teórico de quienes rechazan este nuevo derecho de las personas trans a decidir su identidad de género parte de la necesidad de preservar la distinción entre los conceptos de “sexo” y de “género”. En este sentido, el sexo (varón versus mujer) es considerado como una realidad biológica constatable. El género, en cambio, es definido como constructo cultural de estereotipos articulados fundamentalmente como instrumento de subordinación de la mujer. Desde esta hipótesis se rechaza la posibilidad de que el sexo de mujer pueda ser disociado de un sustrato material en aras de una supuesta identidad de género subjetivamente definida. Así, se insiste necesariamente en que el cambio legal de sexo vaya acompañado de una transformación física o de una acreditación de transformación psicológica o comportamental.