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Nuestro 4D no fue para este 28F

Teresa Rodríguez y Manuel Ruiz Romero

Podemos Andalucía —

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Las efemérides dan solera a los pueblos al igual que sabiduría y madurez a las personas. Quizás por ello, nuestra Historia reciente como colectividad está repleta de hitos que, intencionadamente, cuando no se ocultan con descaro se pretenden moldear y reinterpretar. Nada es casual. Todo tiene su sentido y en socio-política todavía más.

Desde que el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía presidido por Rafael Escuredo acordase en fecha 15 de diciembre de 1982 considerar al 28F como Día de Andalucía, no hizo falta más que una norma legal que lo reconociera (Decreto 149/82, de 15 de diciembre, BOJA 36). Fue posible en el escenario de los cambios simbólicos que la Transición procuraba: trasladar la festividad laboral del Lunes de Pascua al 28F con “carácter permanente”. El travestismo de un símbolo político se disfrazaba así de circunstancial progresismo.

Desde ese momento, el empeño de los discursos oficiales de la Junta de Andalucía y del partido que más la ha gobernado ha sido transformar en un mero recuerdo las movilizaciones que hicieron posible el 28F y su posterior desbloqueo. Nuestro particular proceso al autogobierno se ha convertido desde los despachos oficiales en una votación convencional más de las que abundan periódicamente en una democracia orgánica, de forma que, sobre todo, las jóvenes generaciones, crecen ajenas al significado, ímpetu y a las movilizaciones que existieron y que en muchos casos fueron muy por delante de la voluntad descentralizadora y del reconocimiento que hacia Andalucía tenían los dos partidos que representaban el bipartidismo de la restauración borbónica: UCD y PSOE.

Valga un ejemplo. Fueron ellos los que pactaron las extremas condiciones impuestas en la consulta para la ratificación popular de la vía autonómica por la vía del artículo 151 de la Constitución. Primero, por la introducción de dicho artículo en el Pleno del Congreso donde se aprobó el anteproyecto de Carta Magna (julio de 1978); más tarde, mediante una Ley de Referéndums (diciembre de 1979) que no flexibilizó la perversa exigencia alrededor de la mayoría del censo electoral para cada una de las provincias.

Desde entonces, los fastos institucionales y las falanges de palmeros del poder han querido interpretar los hechos a su manera, tal y como ahora intentan también hacer con el Andalucismo histórico. Unos y otros han trasladado a un segundo plano lo que entiendo son las dos ideas fundamentales de aquel aprendizaje que nos regaló la vida de Manuel José García Caparrós: unidad de todos los andaluces y andaluzas para encarar su futuro, así como un protagonismo, movilizador y ciudadano, capaz de vislumbrar un poder andaluz posible por necesario.

No se trataría aquí de enfrentar fechas ni celebraciones, pero descubrimos año tras año que los ritos existentes en el que dicen es su día, no significan más que un conjunto de discursos institucionales, sacados del congelador como en un desavío, y medallas que, en muchos casos, responden más a intereses publicitarios del poder o a sus coyunturales brindis con el famoseo, que a verdaderos merecimientos por trayectorias de vida. Hoy por hoy, este 28F no tiene nada que ver con el impulso constituyente de Andalucía como sujeto histórico. Los dueños de Abengoa, el grupo Prisa o la duquesa de Alba, condecorados sobre el sudor del pueblo andaluz y la sangre de Caparrós son una imagen macabra en la que no nos reconocemos.

En definitiva, la decadencia de este particular entusiasmo -siempre previa invitación- del 28F como Día de Andalucía discurre paralela a la soledad otorgada al 4D, como singularidad que algunos desean más cerca de la leyenda que de las posibilidades presentes. No en vano la familia de García Caparrós reclama cuarenta años después atención para un caso sobre el que nunca hubo investigación ni sentencia.

Ante un escenario pre constituyente como el que nos ocupa por la vía de los hechos, ante la tesitura de una nueva ida a Ferraz de una presidenta elegida por andaluces en las urnas, ante los intentos de centralización del Estado, ante la pérdida de derechos sociales, laborales y civiles, ante el progresivo avance del totalitarismo disfrazado de liberalismo, frente a un supuesto clima de bienestar social en nuestra tierra puesto en solfa por coloridas y populosas mareas, conviene recordar y aprender de lo que somos capaces de los andaluces y andaluzas. Historia es memoria pero al futuro no sólo se llega con recuerdos.

Como suele recordar nuestro amigo común Antonio Manuel Rodríguez, una nación es un pueblo con aspiraciones políticas, no confundir con estado o con la voluntad de constituirse como tal. Por eso, el 4 de diciembre de 1977, Andalucía se manifestó como nación para ser iguales a las primeras. Como Cataluña, no contra Cataluña, como ahora nos reescriben la historia aquellos que se dejaron la memoria en una puerta giratoria. “Nosotros queríamos ser como los catalanes para no tenernos que ir a Cataluña, para no tener que emigrar”, decía la octogenaria Eligia Lorenzo, la mujer que cosió la bandera que en febrero del 77 colgaron clandestinamente de la Giralda con la palabra “autonomía”. Somos una nación, pero con déficit de pueblo, donde todos los días se superan referéndums que nos empujan a movilizarnos. Pese a todo, que no le falte a este 28F nuestro aplauso, nuestra bandera y nuestro grito.

Las efemérides dan solera a los pueblos al igual que sabiduría y madurez a las personas. Quizás por ello, nuestra Historia reciente como colectividad está repleta de hitos que, intencionadamente, cuando no se ocultan con descaro se pretenden moldear y reinterpretar. Nada es casual. Todo tiene su sentido y en socio-política todavía más.

Desde que el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía presidido por Rafael Escuredo acordase en fecha 15 de diciembre de 1982 considerar al 28F como Día de Andalucía, no hizo falta más que una norma legal que lo reconociera (Decreto 149/82, de 15 de diciembre, BOJA 36). Fue posible en el escenario de los cambios simbólicos que la Transición procuraba: trasladar la festividad laboral del Lunes de Pascua al 28F con “carácter permanente”. El travestismo de un símbolo político se disfrazaba así de circunstancial progresismo.