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Las albóndigas de Vox

27 de septiembre de 2021 22:00 h

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Mientras el Gobierno pretende incrementar en 15 euros el Salario Mínimo Interprofesional y los empresarios creen que será el apocalipsis; cuando se presume que la inflación va a incrementar los precios en los próximos meses, para ponerse a tono con la factura de las eléctricas, Vox atiende a los grandes temas que inquietan a la opinión pública. Así, el día que no llaman bruja a una diputada, pretenden que los españoles no llamemos albóndigas a las albóndigas veganas. Ni salchichas, a las salchichas de tofu. Ahí le han dado a la progresía, con dos pares. Ya está bueno lo bueno. Ya dijeron lo mismo respecto al matrimonio homosexual. Los lingüistas de Santiago Abascal saben que las palabras las carga el diablo. Y por eso no quieren que les llamemos ultraderechistas, porque como todo el mundo sabe solo son liberales exagerados. O una albóndiga ideológica, si se me permite el palabro.

Ese partido que se ocupa de cosas importantes, como criminalizar a las mujeres, a los gays y a los menores no acompañados, ha registrado en el Congreso de los Diputados una propuesta para limitar el léxico vegetariano en los productos alimenticios, ante un supuesto “conflicto con el sector cárnico”. Ante el reducido número de restaurantes veganos, a mí me da que el mayor peligro al que se enfrentan estos industriales sería el de la comida basura. Lo de los veganos, más que incumbirle al Parlamento, tendría que inquietarle a los nutricionistas, por si dicha limitación alimenticia provocara más problemas de salud que los que se supone que remedia.

La RAE les da la razón, aunque la etimología de la palabra albóndiga debe sentarles a cuerno quemado, ya que proviene del árabe hispano, nuestro dariya de ocho siglos, que pronunciaban algo así como albúnduqa, proveniente del árabe clásico, bunduqah. Lo que me extraña es que, en lugar de limitar el uso de dicha expresión, los voxeadores no propongan su prohibición inmediata, ante la sospecha de que nuestras raciales albóndigas escondan, en realidad, a dantescos yihadistas. O que sugieran expulsarlas del territorio español, como a inmigrantes irregulares.

Vox, visto lo visto, tiene un flanco débil en la gastronomía. Tan preocupados como parecen por el sector agropecuario, la caza y las ganaderías de bravo, en pleno mes agosto, Rodrigo Alonso, portavoz adjunto de dicha formación en Andalucía, protestó en Twitter, con grafía inglesa, por cierto, y bajo la fotografía de una bolsa de limones de Suráfrica: “Limones de Sudáfrica a 2,29 el kg. ¿Qué pasa, que en España no hay?”. Otro tuitero le aclaró que los cítricos son frutas de invierno y que en el hemisferio sur, que es donde queda el hermoso país de Nelson Mandela, las estaciones van al revés, con el paso cambiado a las nuestras. O viceversa.

La Academia concreta que la palabra albóndiga identifica a “cada una de las bolas que se hacen de carne o pescado picado menudamente y trabado con ralladuras de pan, huevos batidos y especias, y que se comen guisadas o fritas”. Claro que si tiene algo bueno la Real es que limpia, fija y da esplendor, aunque llegue tarde a menudo: ya acepta que digamos almóndigas. Ahora, dentro del término croquetas, según ese maravilloso libro de Petete al que los académicos le dan una manita de minio de cuando en cuando, ya se admiten “otros ingredientes”, distintos a los clásicos. Cabrían, hoy por hoy, croquetas veganas pero hasta aquí puedo leer. Seguro que, andando el tiempo, terminarán extendiendo el concepto albondiguero al veganismo y a lo que se diga en la puta calle, que es donde nace, crece y desaparece el idioma, detrás de una barra de bar y no de un atril parlamentario. Claro que, a lo peor, es que quieren que la calle vuelva a ser suya.

Estamos amasando bolas peores. Las de las bolas, propiamente dichas, que era como antes se llamaba a las fake news y a las mentiras a medias o a tiempo completo.

Si sus señorías admiten que no se utilicen expresiones como 'hamburguesa vegana', 'vegan nuggets', 'albóndigas veganas', 'carne picada vegetal', 'salchichas de tofú', como ellos acentúan erróneamente, también correrían peligro en los menús de nuestros restauradores la expresión “cóctel de mariscos”, dado que el diccionario define a dicha palabra como “bebida compuesta de licores mezclados’ y ‘fiesta en la que se toma esta bebida’. ¿Quién se bebe un cóctel de gambas? ¿Qué licores lleva, salvo el agua de las lechugas y la salsa americana?

Comprendo que esto les quite el sueño, cuando un volcán arrasa una isla patria, cuando llega el invierno y la luz es más cara para aquellos que menos pueden pagarla; cuando el turismo crece pero el paro también, porque el empleo es precario y estacional; cuando el clima cambia aunque ellos no crean que se deba a los humanos, pero ya acepten que la cosa está que arde porque un día amanecemos con riadas y otro con incendios pavorosos.

Más debiera preocuparles, especialmente, el facherío en horas bajas en las últimas elecciones alemanas. Mala cosa para la familia. Espero con ansias a que registren otra propuesta para que dejemos de llamarles fascistas o de extrema derecha. Algo que ya han logrado de antiguo en los medios de comunicación amigos y en las filas del Partido Popular, donde deben frotarse las manos porque se esté jubilando Angela Merkel, esa peligrosa roja que sabe que no hay albóndiga más grande que saber cocinar una gran coalición. A fuerza de amordazar palabras, nos terminarán amordazando a quienes las emitimos, ya verán.  

Estamos amasando bolas peores. Las de las bolas, propiamente dichas, que era como antes se llamaba a las fake news y a las mentiras a medias o a tiempo completo. Cocinamos un amasijo de carne de cañón y de peces sin multiplicaciones, que enfrenta a los pobres con los miserables, que empuja a los sin nada contra los don nadie, que busca restringir derechos a los izquierdos y aliviar deberes a los que más debieran tenerlos. Llamémosle como queramos, pero es lo que es. Un filete ruso de estupidez y de malas costumbres, donde ser buenista está feo y ser malista, muy cool. Una empanada muy grande, una olla de grillos. Eso es Vox. Sabemos lo que son, aunque usemos nombres diferentes para definirlos. Pero nunca presentaremos  –al menos por mi parte– una proposición en el Congreso para que no confundamos sus siglas con aquel práctico y fecundo diccionario de mi infancia. A lo mejor, aunque sea por confusión, alguien lo lee antes de votarles.

Mientras el Gobierno pretende incrementar en 15 euros el Salario Mínimo Interprofesional y los empresarios creen que será el apocalipsis; cuando se presume que la inflación va a incrementar los precios en los próximos meses, para ponerse a tono con la factura de las eléctricas, Vox atiende a los grandes temas que inquietan a la opinión pública. Así, el día que no llaman bruja a una diputada, pretenden que los españoles no llamemos albóndigas a las albóndigas veganas. Ni salchichas, a las salchichas de tofu. Ahí le han dado a la progresía, con dos pares. Ya está bueno lo bueno. Ya dijeron lo mismo respecto al matrimonio homosexual. Los lingüistas de Santiago Abascal saben que las palabras las carga el diablo. Y por eso no quieren que les llamemos ultraderechistas, porque como todo el mundo sabe solo son liberales exagerados. O una albóndiga ideológica, si se me permite el palabro.

Ese partido que se ocupa de cosas importantes, como criminalizar a las mujeres, a los gays y a los menores no acompañados, ha registrado en el Congreso de los Diputados una propuesta para limitar el léxico vegetariano en los productos alimenticios, ante un supuesto “conflicto con el sector cárnico”. Ante el reducido número de restaurantes veganos, a mí me da que el mayor peligro al que se enfrentan estos industriales sería el de la comida basura. Lo de los veganos, más que incumbirle al Parlamento, tendría que inquietarle a los nutricionistas, por si dicha limitación alimenticia provocara más problemas de salud que los que se supone que remedia.