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Andalucía, 40 años después

9 de mayo de 2022 20:30 h

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Hubo un tiempo en que los presidentes de la Junta de Andalucía se arremangaban la camisa: recuerden, por ejemplo, aquella fotografía histórica del malogrado Plácido Fernández Viagas. O hacían huelga de hambre, como Rafael Escuredo, a quien ahora pretenden orillar aquellos que buscan el poder para reescribir la historia como cuando pretenden un sorpasso con retrovisor, quitarle de la foto y colocar en ella al, por otra parte, tan querido Manuel Clavero Arévalo.

“En un mundo donde existe el tiempo, nada puede volver atrás”, nos advierte Haruki Murakami, que merecería ser un japonés de Coria del Río. Cuarenta años atrás, en mayo de 1982, se celebraron las primeras elecciones autonómicas en Andalucía y Alianza Popular no tenía ni siquiera candidato a Monsalves, que era lo que entonces se llamaba San Telmo: tuvieron que sacarse de la manga a aquel joven rockero llamado Antonio Hernández Mancha, que luego se desempeñó de comisionista en el Irak invadido por el triunvirato de Georges Bush, Tony Blair y José María Aznar, el trío de Las Azores con los pies puestos encima de la mesa del mundo.

El PSOE ganó esos primeros comicios de Andalucía y ahora, cuatro décadas más tarde, probablemente va a perderlos, también por primera vez. ¿Qué ha cambiado en tanto tiempo, me pregunto viendo las fotos ocres de Diamantino García o Paco Casero encadenados a la maquinaria agrícola, como la voz de los sin voz a la que ahora pone sordina el galope tendido de los cuatro jinetes del apocalipsis de Vox?

A lo largo de ese tiempo, nos dijeron a menudo que íbamos a ser la California del Sur, como si no fuera suficiente con ser la Andalucía que quería ser lo que fue y no la expo universal de las drogodependencias

¿Los antidisturbios dándole leña a los trabajadores del metal de Cádiz, cada vez que se forma la naval; los civiles breando a hostias a los furtivos y a quienes se buscaban la vida con espárragos y tagarninas? Las imágenes se superponen como en un flashback cutre: de la autarquía a la globalización, de las carreteras secundarias a la red de autovías cuyas obras Pepote Rodríguez de la Borbolla divisaba desde la avioneta que le llevaba a Almería, que ahora es ya un océano –que no un mar—de invernaderos y de ciertos jefes que se ennovian con inmigrantes rusas, aunque sean rumanas, ucranianas o de cualquier lugar del rubio Este. Globlocalización, que dirían los sociólogos; qué tiempos aquellos en que en los cruces de caminos aguardaban jornaleros de La Alpujarra o de Lepe, en vez de marroquíes, argelinos, mauritanos o malienses.

A lo largo de ese tiempo, nos dijeron a menudo que íbamos a ser la California del Sur, como si no fuera suficiente con ser la Andalucía que quería ser lo que fue y no la expo universal de las drogodependencias. O nos anunciaban que íbamos a convertirnos en el Sylicon Valley de los microchips, cuando ahora el Gobierno autonómico del milagro andaluz invierte en universidades privadas y desnuda a las públicas. Nuestro I+D+I sigue siendo un máster en picaresca, tecnología punta en los nuevos estraperlos que no son tan nuevos, el nanoprodigio de cómo me la maravillaría yo, el octavo arte de la supervivencia, el mantra de una ayudita por amor de Dios. Entonces, teníamos redes de pesca y ahora solo tenemos redes sociales: aprecien ustedes la diferencia, si es que todavía les queda paladar.

Nosotros los de ayer, ya no somos los mismos. Ahora, cuando los latifundios ya no existen porque los señoritos parcelaron sus tierras para trincar subvenciones europeas y nos afearon el PER, o como quiera que ahora se llame, cuando el subsidio agrario logró que el mapa andaluz quedara lejos de la España vaciada con quien tanto queremos. De los santos inocentes, pasamos a los santos culpables, no solo los de los ERE y los cursos de formación profesional, de las cajas de ahorros, de los empresarios o de los sindicatos, sino de los que siguen pretendiendo cargarse Doñana y aprendieron de sus predecesores las bellas artes de crear clientela mediante contratos exprés que nadie fiscaliza.

Ciudadanos parece que va a durar menos, aquí, que un caramelo en la puerta de un colegio y Juan Manuel Moreno Bonilla prefiere que le voten a él y no a su partido: no me extraña, con la que sigue cayendo sobre la calle Génova y sus aledaños

En tan solo cuarenta años, Andalucía parece haberse cargado el andalucismo, en un raro suicidio a lo Mishima, aunque ahora la verdiblanca la enarbole la izquierda, que ha tardado tanto en ponerse de acuerdo que ha llegado tarde a la Junta Electoral, sin siquiera tener el consuelo del vuelva usted mañana.

Hay cosas que no cambian: las bases extranjeras siguen aquí, más o menos disfrazadas de subarriendo, no sabemos todavía qué va a ser Gibraltar de mayor y Ceuta y Melilla, que fueron provincias andaluzas, parecieran a veces que están más lejos que la memoria de nuestros viejos cantables (pedid tierra y libertad, ya saben; amo mi tierra, lucho por ella, mi esperanza es su bandera; etcétera, etcétera).

Ciudadanos parece que va a durar menos, aquí, que un caramelo en la puerta de un colegio y Juan Manuel Moreno Bonilla –me niego a llamarle Juanma porque no tengo confianza—prefiere que le voten a él y no a su partido: no me extraña, con la que sigue cayendo sobre la calle Génova y sus aledaños. Lo mismo, como el día de las elecciones coincide con el carnaval de Cádiz, lo mismo gasta máscara para ir a votar. Mejor eso que mascarillas delicatessen, de las millonarias comisiones. Mejor eso que dar la cara por una comunidad que ha ido cambiando por inercia pero que ni él ni sus predecesores –y tiempo tuvieron—han sabido orear, quitarle el olor a cerrado y sacristía, a Frascuelo y a María, sino que prefirieron y prefieren mantener la pompa y el boato de ferias y cofradías, la narcolepsia de la desidia, el desencanto que ha ido corriendo desde aquellos tiempos en que el cambio se convirtió en cambiazo y ahora al cambiazo pretenden hacerlo pasar por otro cambio histórico.

Estoy deseando que esta vez todos seamos capaces de arremangarnos y ponernos manos a la obra de construir el futuro que merezcamos y de no cantar, per sécula seculorum, sentaítos en la escalera, esperando el porvenir y el porvenir nunca llega

Otra diferencia. Los que vivieron aquella Andalucía del color verde esperanza se van marchitando, mueren de a poquito o lucen mis canas ante el espejo de una sociedad que ya no sabe de lo que estoy hablando, de lo que escribo. Que ya no recuerda siquiera. Como probablemente nadie se acuerde de que, hace cuarenta años, la búsqueda de la utopía y el ser andaluz no fueron asuntos distintos ni distantes, como la guerra de Las Malvinas, que también bramaba por aquellas fechas.

¿Habrá más justicia, seremos capaces de ser andaluces amateurs y no profesionales, nos preguntábamos entonces? Ahora, en cambio, cuarenta años después, ante las nuevas autonómicas solo cabrá preguntarnos: ¿seremos capaces de votar y de ir a la playa? ¿De perdernos la cabalga de los carnavales, el Corpus Christi, esas cuestiones que, nos dicen ahora, son las verdaderamente importantes?

“Los viejos sueños eran buenos sueños. No se cumplieron, pero me alegro de haberlos tenido”, asegura Clint Eastwood, ese andaluz del far-west almeriense. Estoy deseando que esta vez todos, y no solo aquel hermoso presidente efímero, seamos capaces de arremangarnos y ponernos manos a la obra de construir el futuro que merezcamos y de no cantar, por tientos tangos, per sécula seculorum, sentaítos en la escalera, esperando el porvenir y el porvenir nunca llega. Así que pasen otros cuarenta años.  

Hubo un tiempo en que los presidentes de la Junta de Andalucía se arremangaban la camisa: recuerden, por ejemplo, aquella fotografía histórica del malogrado Plácido Fernández Viagas. O hacían huelga de hambre, como Rafael Escuredo, a quien ahora pretenden orillar aquellos que buscan el poder para reescribir la historia como cuando pretenden un sorpasso con retrovisor, quitarle de la foto y colocar en ella al, por otra parte, tan querido Manuel Clavero Arévalo.

“En un mundo donde existe el tiempo, nada puede volver atrás”, nos advierte Haruki Murakami, que merecería ser un japonés de Coria del Río. Cuarenta años atrás, en mayo de 1982, se celebraron las primeras elecciones autonómicas en Andalucía y Alianza Popular no tenía ni siquiera candidato a Monsalves, que era lo que entonces se llamaba San Telmo: tuvieron que sacarse de la manga a aquel joven rockero llamado Antonio Hernández Mancha, que luego se desempeñó de comisionista en el Irak invadido por el triunvirato de Georges Bush, Tony Blair y José María Aznar, el trío de Las Azores con los pies puestos encima de la mesa del mundo.