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Este no es país para ricos
Había que limitar la cuantía de las limosnas. La burguesía decimonónica aconsejaba a sus cachorros para que no se excediera en las dádivas, no fuera así que los pobres llegasen a pensar que no lo eran. De vez en cuando, eso sí, alguna beata legaba sus bienes a un convento o a una horda de menesterosos que estaban esperando a que Luis Buñuel convocara el casting de Viridiana. Los proletarios eran lo que su propio nombre indicaba: los que sólo tenían prole. Y a pesar del peñazo que daba Carlos Marx, no convenía que estuvieran unidos a lo largo del mundo.
“El hombre que inventó la caridad, inventó al pobre y le dio pan”, cantaba Víctor Manuel cuando este país dejaba las alpargatas de posguerra por el Simca 1000 de la tecnocracia. Si contaban con demasiado dinero, no iban a saber dónde meterlo, entrarían en conflictos familiares e incluso tendrían que sacarse, andando el tiempo, una cartilla de ahorros en la sucursal de la esquina del puente donde dormían.
Luego llegó esa gentuza, la de los sindicalistas. Como Marcelino Camacho, que intentó ponerle jersey de cuello vuelto al Sindicato Vertical y del que ahora han hecho una película dirigida por Adolfo Dufour, “Lo posible y lo necesario”: “Lo posible es lo que está haciendo el poder, la banca, pero lo necesario es de quienes buscan un mundo alternativo”, asegura su hijo Marcel Camacho, seguramente otro bolchevique de aquellos que, para detener su amenaza, hubo que inventar el espejismo del Estado del Bienestar, sesenta años hace.
Ya a los pobres no se les daba migajas sino salarios de miedo, metían a sus hijos en las escuelas para que fregaran vasos en Hamburgo con un título de teleco y les regalaban médicos hasta que empezaron a desaparecer con esa temible plaga de los derechos sociales.
Abajo lo público: qué tiempo aquellos en los que la iniciativa privada financiaba la gesta de Cristóbal Colón. Ahora, todos piensan que hay que distribuir el transporte y los quirófanos, el derecho a la champion y a la parabólica, la generalización de las guarderías y el pago de las bajas maternoparentales.
A los pobres, definitivamente, les estaban dando más limosnas de la cuenta hasta que llegó la crisis y puso las cosas en su sitio: el dinero había que dárselo a los bancos pero sin que tuvieran que devolvérnoslo, como si nosotros fuéramos a parecernos a esos mismo bancos que desahuciaron de la vida cotidiana a los tiesos en cuanto llegaron los primeros impagos de intereses sobre el chalé adosado, el negocio que abrieron cuando creyeron que eran emprendedores en lugar de trabajadores despedidos disfrazados de autónomos.
Ahora que han vuelto los rojos, quieren subirle a los currantes el salario mínimo interprofesional, otra ruina para las empresas como auguran los dos jinetes del apocalipsis. Volvemos a estirarnos con la limosna, maldita sea. Con más dinero en el bolsillo, lo mismo les da por hacer turismo y habrá más problema a la hora de reservar mesa en los restaurantes.
Y es que, definitivamente, este no es un país para ricos. Los millonetis saldrán con pancartas a la calle, gritando “todos somos Amazon” e intentarán contraer domicilio fiscal en Irlanda, si el Brexit se lo permite. Ahora, el okupa de la Moncloa –los pudientes se niegan a llamarle inquilino y le silban mientras aplauden coherentemente a la cabra de la Legión—y sus amigos venezolanos de Podemos quieren penalizar el IRPF a esa clase media de quienes cobren más de 130.000 euros al año y castigarán incluso con el 1 por ciento del impuesto de patrimonio a las fortunas de más de diez millones de euros. Qué injusticia más grande.
Vamos, igualito, que cuando antes subían el IVA, todos a una. Era una forma de democratizar el fisco. Para Hacienda, entonces, todos éramos iguales, aunque pagaran más los que menos tenían. Como siempre fue. Como debe ser. Como antaño, entonces y ahora, la única diferencia estribaba en quién vestía de domingo y quién ponía la mano a la puerta de las iglesias.
A los parados de solemnidad nadie podrá subirles el sueldo. Por eso el fascismo, ahora que desguazamos también la conjura judeomasónica de la Unión Europea, les azuza contra los inmigrantes. Para que les vayan haciendo sitio, de nuevo, en los comedores sociales, en los suburbios de la miseria patria, esa otra marca España donde los excluidos rozan el veinte por ciento de la población total. No hay limosna para tanta gente. Ni salario mínimo tampoco.
Había que limitar la cuantía de las limosnas. La burguesía decimonónica aconsejaba a sus cachorros para que no se excediera en las dádivas, no fuera así que los pobres llegasen a pensar que no lo eran. De vez en cuando, eso sí, alguna beata legaba sus bienes a un convento o a una horda de menesterosos que estaban esperando a que Luis Buñuel convocara el casting de Viridiana. Los proletarios eran lo que su propio nombre indicaba: los que sólo tenían prole. Y a pesar del peñazo que daba Carlos Marx, no convenía que estuvieran unidos a lo largo del mundo.
“El hombre que inventó la caridad, inventó al pobre y le dio pan”, cantaba Víctor Manuel cuando este país dejaba las alpargatas de posguerra por el Simca 1000 de la tecnocracia. Si contaban con demasiado dinero, no iban a saber dónde meterlo, entrarían en conflictos familiares e incluso tendrían que sacarse, andando el tiempo, una cartilla de ahorros en la sucursal de la esquina del puente donde dormían.