Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar
El flamenco es Macondo
A Tía Anica La Piriñaca -eso le soltó a José Manuel Caballero Bonald- cuando cantaba, la boca le sabía a sangre. Sangre de persecución gitano-andaluza, bajo los edictos de sus católicas majestades. Ahí nació el quejío, pero también la fiesta, con la pureza del mestizaje. Ahora que algunos historiadores catalanes aseguran que fue allí donde se inventó la palabra flamenco, Blas Infante creía que dicha expresión procedía del árabe: fellah mengu, campesinos huídos. O tal vez, enfadados. Fernando Quiñones, de cuya muerte se conmemoran ahora veinte años, supo resumirlo con precisión certera: “El flamenco es una ensaladilla rusa y los gitanos son la mayonesa”.
¿Alguien imagina a un austriaco denunciando a la ópera como un tópico que aburguesa eternamente a su país? ¿Preguntó alguien en Florencia para qué servía que la Unesco declarase patrimonio de la humanidad a su centro histórico? ¿A algún catalán le molesta que los castellets sean protegidos por las instituciones? ¿A algún valenciano que las fallas atraigan a los turistas?
No ocurre así con el flamenco, al que ya en tiempos de Demófilo vaticinaron su defunción inmediata mientras que el 98, salvo sus hijos Antonio y Manuel Machado, le hacían partícipe del mal de España, junto con el caciquismo y el desastre de Cuba y Filipinas.
A lo largo de su historia, este viejo arte que tiene mucho de actitud ante el mundo, ha demostrado que tiene más vidas que un gato, que es capaz de seducir a Merimée, a Falla o a Miles Davis, que es industria pero sobre todo es cultura. Ni la dictadura de Franco, que quiso apropiárselo, logró domesticarlo. Ni el poder democrático consiguió encerrarlo en la bodeguiya de La Moncloa.
La Junta de Andalucía eligió el 16 de Noviembre como Día del Flamenco y su segundo estatuto de Autonomía lo subrayó como una seña de identidad que merecía el mismo rango que la educación o el medio ambiente como competencias exclusivas, un legalismo que no fue bien entendido por quienes no quisieron entenderlo pero que simplemente define una protección y un compromiso especial para con su preservación y estímulo.
Universal
De la guitarra y la voz de El Planeta, a las de Paco y Camarón. Antonio Mairena, en un duelo al sol con Manolo Caracol, demostró que el más conservador era el más progresista y el más renovador el más retrógrado. Carmen Amaya bailando entre las chabolas del Somorrostro barcelonés se cruza con Miguel Poveda, que empezó a templarse mientras escuchaba a Paqui Lara en un cassette. Los sonidos negros que Federico atisbó en Manuel Torre viajan en el mismo tren de cercanías que los sonidos blancos de Enrique Morente. El carnaval de Cádiz cabía en la voz pura de Pastora Pavón La Niña de los Peines. Veinte años después de llegar al Village, Sabicas seguía sin hablar inglés no muy lejos del Blue Note donde ahora, de vez en cuando, Michel Camilo añora la guitarra de Tomatito. Romances de José El Negro y colombianas inventadas en un largo viaje de ida y vuelta donde Marchena juega a las vidalitas de Mayte Martín, mientras Juan Valderrama dedica El Emigrante a sus compañeros del Batallón Salvochea, exiliados en Tánger.
En el Central de Sevilla, hace unos días tan solo, María Terremoto, Esperanza Fernández y Rocío Márquez, cantaban con Miguel Angel Cortés, letras por la igualdad de La Palabra Itinerante. En Tokyo, sobre las cenizas de Hiroshima y Nagasaki, Yoko Kotmasubara dejará las manifestaciones contra la guerra del Vietnam para enamorarse para siempre del baile flamenco y de Antonio Gades, cuyos ojos de bronce nos miran en una plaza habanera.
Se pongan como se pongan sus partidarios y sus detractores, el flamenco es tan eterno como su compás. Atraviesa cuartos de cabales con sabor a Terremotos y a Sorderas o mp3 donde Tomasito y Rosalía rapean sobre un fondo de Las Grecas, Jorge Pardo o Ruibal. Puede ser tan internacional como un simple gesto de Israel Galván o tan local como una patadita de Los Pañeros. Es el mejor ejemplo de globlocalización, junto con Macondo, ese lugar colombiano que está en ninguna parte. Por eso ambos son universales.
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