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Andalucía tiene que ponerse flamenca

De vez en cuando, los andaluces tenemos que ponernos flamencos: tan denostados como ese viejo arte, históricamente el sur ha recibido insultos y menosprecios tan vivos como ese jondo al que se quiso muerto desde su cuna. Como Andalucía es obstinada, frente a los Eugenio Noel de andar por casa, y con menos formación que el célebre intelectual antiflamenquista, la palabra flamenco figura en el estatuto de autonomía y cada 16 de noviembre lo celebramos porque fue el día que la Unesco lo incluyó en la lista del patrimonio intangible de la humanidad.

Una música forajida, cuya pureza estriba en el mestizaje, sones de aluvión que se van sedimentando sobre el largo río de la historia. He ahí algunas de sus coordenadas: también el hambre y la gracia, con una larga legión de chiquitos de La Calzada que aprendieron y enseñaron compás detrás de las batas de cola hasta que tuvieron que ganarse la vida contando chistes que marcaron a toda una generación.

Comprendo que siga habiendo cenutrios a los que les cueste admitir que lo jondo no sólo es una actitud ante la vida sino un poderoso pentagrama mundial escrito en el aire. No todo el mundo puede ser Manuel de Falla ni Rimsky Korsakof, no todo el mundo se llama Miles Davis. Ustedes se lo pierden, con su oído sectario y sus cánones estrictos de lo que debe ser considerado cultura y lo que está condenado a ser ruido.

El hermoso ruido de la vida se hace armonía en esa larga tribu de sonidos mágicos, desplantes bailaores, falsetas eternas salidas de la guitarra, el piano que va más allá de la zambra, el cajón peruano que Rubem Dantas convirtió en flamenco o el saxo que ya acompañaba a la guitarra de Ramón Montoya en los años 30 del siglo XX. Con ese bagaje, ¿cómo se puede despreciar a esa larga pasión serena, a esa saludable costumbre de husmear la alegría en cualquier valle de lágrimas o expresar un quejío allí donde no llegara el sindicato o la Mano Negra?

No hace muchos años, asistimos impasibles a que se intentara desprestigiar a una ministra, la economista Bibiana Aído, por el hecho de haber sido con anterioridad directora de la Agencia Andaluza para el Desarrollo del Flamenco. De la misma manera que se tacha al pueblo andaluz en su conjunto como una recua de gandules al socaire de un pesebre, indolentes que no merecen ser nación por mucho que exportaran emperadores a Roma e importaran músicos de Bagdad para el Califato de Córdoba. Tal para cual. Sería difícil encontrar una tradición tan pareja a su gente. Fugitivos, perseguidos, pero nunca dominados. Cara y cruz de una misma moneda que se repite en otros lugares con otras melodías: “Siempre se parece la música de los pueblos que tienen la nevera vacía”, observaba Paco de Lucía, algún tiempo atrás.

Probablemente no estemos a tiempo de ser plurinacionales. Desde hace quinientos años nos impusieron tanto a sangre y fuego un pensamiento único bajo el que la diversidad siempre estuvo mal vista: los sefarditas que no quisieron irse se convirtieron en cristianos nuevos con extraños apellidos de ciudades, los mercheros y los maragatos tardaron más en desaparecer del mapa que los moriscos tras la derrota final de Aben Humeya, tras una retahíla de guerras en las que combatieron indianos mestizos como el Inca Garcilaso, cuya etnia tampoco resultaría demasiado bien parada por parte de aquel espíritu imperial de dogma y de conquista. ¿Y qué decir de los negros? A los africanos compravendidos en las lonjas de esclavos de Cádiz y de Sevilla apenas les dio tiempo para traernos su música, fundar ciudades como Gibraleón o una ilustre cofradía sevillana: un largo olvido, semioculto en nuestra genética andaluza y española que empezó a recontar, uno por uno, el historiador Alfonso Franco hace cuarenta años y cuya pista han seguido antropólogos como Isidoro Moreno, músicos como Raúl Rodríguez o escritores como Jesús Cosano, que acaba de publicar un necesario libro, Hechos y cosas de los negros de Sevilla, número 1 de una prometedora colección titulada “Los invisibles”.

¿Y que fue de los gitanos? El flamenco es una ensaladilla rusa y ellos son la mayonesa. Eso afirmaba Fernando Quiñones con la proa de sus dientes desiguales cada vez que daba una conferencia sobre lo mismo. El venía de leerse Mundo y formas del arte flamenco, de Antonio Mairena y de Ricardo Molina, el poeta cordobés cuyo centenario también se conmemora ahora. Pero Quiñones navegaba entre Mairena y Caracol, como ahora no nos resignamos a que cualquier disputa entre Camarón y Morente no acabe necesariamente en empate porque todos caben en la historia y en la leyenda de este largo arrebato del que –también lo digo—conviene tomarse vacaciones de cuando en cuando.

Los gitanos no inventaron solos el flamenco: de haberlo hecho, hoy las bulerías se cantarían probablemente en húngaro o en francés. Pero los gitanos, presumiblemente, guardaron la llave de sus secretos: el de la convivencia en sus clanes nómadas, con otros proscritos de sus católicas majestadas, de las pragmáticas, de las ordenanzas de la Guardia Civil que discriminaron a los andarríos hasta que fueron aparentemente vencidas por la Constitución de 1978. De ahí, el cante, el baile, el toque, de la guarida de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega (Lorca dixit). De allí, donde se susurraron en secreto los cantos sefarditas que no quisieron abandonar su fe ni Sefarad, las nubas andalusíes; entremezclado todo ello con la desinencia en ngo de los africanos; de allí, donde podían oírse también los romances castellanos y, mucho después, los cantes de ida y vuelta sobre el gran tablao de la Carrera de Indias. Hasta hoy, cuando los flamencos no sólo hacen las Américas sino que globalizaron el mundo antes de que lo hiciera el neoliberalismo; cuando inventaron el cine sonoro y todas las fusiones, cuando Keith Richards le regaló un chaquetón a José Monge que terminó heredando Torrente Malvido o cuando Yoko Kotmasubara, en aquel Tokyo sesentero de las manifestaciones antiyanquis se enamoró perdidamente de Antonio Gades y de todo lo que representaba.

¿Quién puede contra todo eso? ¿Qué mejor identidad que el flamenco podemos esgrimir los andaluces? Esa es nuestra lengua vernácula, nuestro árbol de Gernika, nuestro espejo, por mucho o por poco que nos pese. El flamenco ha sobrevivido contra viento y marea; a pesar de que un rey metiera en prisión a toda la gitanería española hasta que le hicieron falta cestas para la vendimia y herraduras para los semovientes. Nos sobrevivirá a los aficionados, a los detractores, a las instituciones, a los eruditos a la violeta, a sus propios fanáticos y a sus artistas irrepetibles.

Andalucía también puede sobrevivir a lo que se nos viene encima. Pero tiene que volver a ponerse flamenca. Y no sólo el 16 de noviembre. No sólo el 4 de diciembre. No sólo el 28 de febrero. Hay pueblos que luchan toda la vida. Esos son los imprescindibles... creo que algo así escribió un flamenco llamado Bertolt Brecht.

 

De vez en cuando, los andaluces tenemos que ponernos flamencos: tan denostados como ese viejo arte, históricamente el sur ha recibido insultos y menosprecios tan vivos como ese jondo al que se quiso muerto desde su cuna. Como Andalucía es obstinada, frente a los Eugenio Noel de andar por casa, y con menos formación que el célebre intelectual antiflamenquista, la palabra flamenco figura en el estatuto de autonomía y cada 16 de noviembre lo celebramos porque fue el día que la Unesco lo incluyó en la lista del patrimonio intangible de la humanidad.

Una música forajida, cuya pureza estriba en el mestizaje, sones de aluvión que se van sedimentando sobre el largo río de la historia. He ahí algunas de sus coordenadas: también el hambre y la gracia, con una larga legión de chiquitos de La Calzada que aprendieron y enseñaron compás detrás de las batas de cola hasta que tuvieron que ganarse la vida contando chistes que marcaron a toda una generación.