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Demasiado blanca y poco verde
En alguna página de García Márquez leí algo así como que el protocolo es eso que evita que las personas que ostentan cierto rango y poder se maten entre sí. Últimamente pienso mucho en esta cita, y me pregunto si es extrapolable al denominado greenwashing. Dicho de otro modo: me pregunto si la hipocresía verde de tantas empresas, gobiernos y partidos políticos, falsamente comprometidos con el medioambiente, nos libra de que sus actos sean declaradamente bárbaros. Por lo menos, mientras disimulan, no arrasan con todo, sino con casi todo.
Al instante, reniego de mis propios pensamientos: fuera máscaras. Que dé un paso al frente todo poder, político y económico, que ponga sus intereses por delante del clima y la supervivencia del planeta y, por ende, de la salud y la vida de todo bicho viviente, incluidos los humanos. Que dejen de una vez de contarme que estos vaqueros están hechos de cosas recicladas, que bien sabemos –nos lo chivó Lorca- que debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato, que debajo de sus sumas hay un río de sangre tierna. Que no nos digan más que no, que qué va, que en Doñana todo bien; que dejen de hablarnos de ciudades verdes mientras sustituyen árboles por losas.
La (dudosa) virtud de Bolsonaro, a saco con el Amazonas, o de García-Gallardo, negando el cambio climático y apagando fuegos con conciertos benéficos, consiste en hacer soportable la hipocresía verde que padecemos. Menudo gol. Nos dejamos las manos aplaudiendo a quienes se pronuncian –de boquilla- contra los efectos del cambio climático pero no mueven ni un solo dedo para atajar sus causas. Mientras, a lo Casandra, podemos predecir el futuro con el revolucionario método de observar el presente.
Famosa falacia es esa, que corrió como la pólvora, de que ojalá se protegiera a los agricultores como se protege al lince, pues invita a pensar en un duelo entre la tierra, en minúsculas y la Tierra. Y no hay dilema que valga: sin esta no hay aquella.
Como lo del salvar el planeta lo mismo nos pilla lejos, podríamos centrarnos en no destruir nuestra propia tierra, esa que tanto queremos y a la que tanto cantamos y llevamos en el alma y olé. Como escribió Juan Carlos Aragón, “menos rollos de verdes mares, de campiñas y de olivares” si los tratamos a residuo limpio, a humedal seco. El andalucismo blanqueado tiene poco de verde. Para muestra, dos botones:
Doñana. Contra todo dictamen científico, contra toda dura advertencia de la Comisión Europea, contra toda alerta, PP y Vox siguen erre que erre con su ley que permitirá ampliar la superficie regable en la Corona Norte de Doñana. Hay quienes plantean desde antiguo una falsa y perversa diatriba: o los bellos pajaritos marismeños o las bocas que alimentar. Famosa falacia es esa, que corrió como la pólvora, de que ojalá se protegiera a los agricultores como se protege al lince, pues invita a pensar en un duelo entre la tierra, en minúsculas y la Tierra. Y no hay dilema que valga: sin esta no hay aquella. El gobierno de Juanma Moreno parece determinado a ir a por todas, a cara vista, confiando en que el liberalismo y su atractiva y chata idea de prosperidad (qué calentito, el pan para hoy) acabe por hacer olvidar el despropósito.
Que esto se ha hecho fatal desde hace mucho y desde muchos lados –no hay una única causa ni un único culpable del desastre, varios gobiernos han consentido este desgobierno- no debe ser la justificación para que se regularice lo que estuvo y sigue mal enligado. Arguyen quienes van a por todas que Doñana dejará tal vez de ser el humedal más grande de Europa y reserva de la biodiversidad, pero nos va a quedar en su lugar una bonita dehesa. ¿Y por qué no un campo de golf gigante? Doy ideas, y gratis. Decisiones como esta son posibles porque aún sigue en pañales el entendimiento de la importancia radical de la naturaleza en sí misma y para el desarrollo de la humanidad.
Segundo botoncito, singular y muy simbólico. El ficus centenario de San Jacinto, en el barrio sevillano de Triana, abrió el pasado agosto los informativos porque los padres dominicos que regentan la parroquia sita junto al árbol quisieron talarlo y el Ayuntamiento les dio su bendición. Esta fue la única solución que dieron a los problemas derivados del pésimo mantenimiento de un árbol histórico, olvidando por cierto las ventajas que traía para la zona un ejemplar con una masa arbórea equivalente a 15 árboles. El clamor de la opinión pública y, finalmente, el auto de un juez, detuvieron la tala cuando quedaba menos de la mitad del árbol por destrozar.
El poder económico y político continúa ridiculizando a las gentes con conciencia ecológica como una suerte de enanos gruñones, a la par que enarbolan –cada vez más blanca, cada vez menos verde- la hipócrita bandera eco-friendly.
Las partes implicadas comenzaron a buscar soluciones. Y esta es la que han encontrado: si nada lo evita, el Ayuntamiento de Sevilla inyectará la friolera de 111.019 euros de las arcas municipales a la Orden Dominica, es decir, directamente a quienes hicieron todo lo posible por quitarse el árbol (y sus costes de mantenimiento) de encima y, con la venia consistorial, procedieron a la tala. Con este dineral, el beneficiario podrá valorar qué hacer con un ejemplar que en cualquier otra ciudad de Europa estaría completamente protegido. Es como darle una millonada a… Se me ocurren cientos de analogías, pero creo que el despropósito se muestra por sí solo. Con cifras descabelladas como esta, además, resulta normal que parte de la opinión pública piense que los árboles son un lujo que no nos podemos permitir. En la actualidad, una jueza investiga por la vía penal los hechos que acabaron por reducir un árbol centenario de 24 metros de trinos, sombra, frescor y oxígeno a un muñón que, a simple vista, no parece estar recibiendo cuidado alguno.
“Bueno, hay quien se opone a casi todo”, responde en la SER Jesús Ibáñez, consejero delegado de la empresa que gestiona la estación de esquí de Sierra Nevada, cuando la periodista le señala que la licitación de su proyecto de cultivo de nieve no cuenta con el respaldo de los ecologistas porque carece de las autorizaciones necesarias y no ha pasado por el Consejo de Participación de Espacio Natural. Tras tanta pompa verde, pervive un profundo desprecio a la naturaleza y al ecologismo similar al que hace unas décadas se gastaba con el feminismo y las feministas, tachadas poco menos que de desquiciadas. El poder económico y político continúa ridiculizando a las gentes con conciencia ecológica como una suerte de enanos gruñones, a la par que enarbolan –cada vez más blanca, cada vez menos verde- la hipócrita bandera eco-friendly.
En alguna página de García Márquez leí algo así como que el protocolo es eso que evita que las personas que ostentan cierto rango y poder se maten entre sí. Últimamente pienso mucho en esta cita, y me pregunto si es extrapolable al denominado greenwashing. Dicho de otro modo: me pregunto si la hipocresía verde de tantas empresas, gobiernos y partidos políticos, falsamente comprometidos con el medioambiente, nos libra de que sus actos sean declaradamente bárbaros. Por lo menos, mientras disimulan, no arrasan con todo, sino con casi todo.
Al instante, reniego de mis propios pensamientos: fuera máscaras. Que dé un paso al frente todo poder, político y económico, que ponga sus intereses por delante del clima y la supervivencia del planeta y, por ende, de la salud y la vida de todo bicho viviente, incluidos los humanos. Que dejen de una vez de contarme que estos vaqueros están hechos de cosas recicladas, que bien sabemos –nos lo chivó Lorca- que debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato, que debajo de sus sumas hay un río de sangre tierna. Que no nos digan más que no, que qué va, que en Doñana todo bien; que dejen de hablarnos de ciudades verdes mientras sustituyen árboles por losas.