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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Muchas bodas y un funeral

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Ahora cuando cada año hay una boda del siglo, cuando se casan los reyes con las plebeyas, las aristócratas con los alcaldes, con los toreros o con los prologuistas. 

Ahora que los invitados parecen confundirse con las carreras de Ascot, entre pendientes de bisabuelas, pamelas y mascarillas quirúrgicas, a ritmo de chotis y con el Borbón de guardia saliendo luego de un afterhours

Ahora cuando en las bodas de barrio se imita a las de la prensa de color, con un tierno tufo a quiero y no puedo, pero con menos caspa que en las pudientes.

Ahora cuando en la barra libre de las corbatas cortadas y las ligas en los antebrazos, entre el chapuzón de los recién casados en las piscinas, suena “Soy el novio de la muerte” en vez de “Paquito El Chocolatero”.

Ahora, cuando la secuencia de la boda de El Escorial se entrelaza con la boda de El Padrino y, entre café, copa y puro, corren las ofertas que nadie podrá rechazar.

Ahora, cuando amanecemos con la cabeza de un caballo entre las sábanas y cantamos en los videos de la ceremonia “es que estoy tan a gustito”.

Ahora, cuando se divorcian el Congreso y el Senado, mientras que la ley y la justicia duermen en habitaciones separadas.

Ahora, cuando los electores no se casan con ningún partido y la utopía ya hace tiempo que huyó de nosotros como si fuera la novia de El graduado y sólo nos queda el pragmatismo de la señora Robinson. 

Ahora, cuando las arras son sobres bajo cuerda y los tahúres y los carteristas se cuelan siempre en la fiesta de las libertades.

Ahora, cuando las lunas de miel con la democracia se convierten en lunas de hiel con quienes la prostituyen. 

Ahora, cuando nos llevan ante el altar de las urnas a comulgar con ruedas de molino.

Ahora, cuando no casa el dicho con el hecho, la palabra con el honor, ni la razón con el corazón.

Ahora que nos tiramos las tartas a la cara y las bodas de la política suelen ser de sangre.

Ahora que en la riqueza siempre están los mismos y, en la pobreza, muchos más que antes.

Ahora que el pueblo soberano vuelve a enamorarse de los déspotas y vuelven las banderas victoriosas al paso alegre de los comisionistas. 

Ahora que San Pablo ha vuelto a ser funcionario de Hacienda y ya no escribe epístolas a los romanos ni canciones de José Luis Perales, ni dice aquello de que “el amor es paciente, es benigno, el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe, no es indecoroso ni egoísta”.

Ahora que buscamos una dispensa para seguir a nuestra bola y que pagamos al Vaticano para que declare la nulidad de nuestro casamiento con la memoria.

Ahora que ya no queremos acabar con la corrupción, porque sabemos que es sumamente improbable, y buscamos simplemente una corrupción sostenible en nuestro acuerdo prematrimonial con quienes nos gobiernan. 

Ahora que hemos firmado un papel en blanco y hemos puesto un anillo en el dedo de quienes dicen representarnos por poderes. 

Ahora que –el muerto al hoyo y el vivo al bollo– ya pasó a mejor vida la inmensa mayoría de quienes lucharon por algo distinto a ello, sería cuestión de ir preparando el funeral del estado de derecho, la incineración de la decencia, el réquiem por aquello a los que alguna vez llamamos los valores republicanos y que enterramos entre paletadas de olvido y de conveniencia; junto al adulterio de algunos sindicalistas, entre la sumisión a los sacerdotes de los partidos que se han convertido en propietarios de la fe, y bajo el canto de las sirenas de los medios, o nuestra vieja pereza sobre un sofá desde el que contemplamos la vida en diferido.

Acatamos el matrimonio de conveniencia o el entierro de tercera de nuestros sueños, por la ciega obediencia a los intereses de transnacionales, a la curia financiera y a todos aquellos tiranos que nos quieren en casa y con la pata quebrada, hasta que la muerte nos separe de su jaula dorada. 

Ojalá, más temprano que tarde, llegue también el día de la Resurrección y sólo digamos que si a quienes quieran conquistar con nosotros el pan y la cebolla de intentar comer perdices a despecho de quienes busquen ser felices a nuestra costa. 

Gritaremos fieramente entonces vivan los novios. O vivan las novias. Como si no hubiera un mañana, lo que resulta a todas luces un maridaje inevitable.  

Ahora cuando cada año hay una boda del siglo, cuando se casan los reyes con las plebeyas, las aristócratas con los alcaldes, con los toreros o con los prologuistas. 

Ahora que los invitados parecen confundirse con las carreras de Ascot, entre pendientes de bisabuelas, pamelas y mascarillas quirúrgicas, a ritmo de chotis y con el Borbón de guardia saliendo luego de un afterhours