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A los buenos días

5 de septiembre de 2021 20:43 h

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Cuenta Manuel Chaves Nogales que un día un pariente del apoderado de Juan Belmonte, Juan Manuel, al que tenían arrecogío, se presentó ante ellos y les dijo: esta misma noche me vuelvo a Sevilla. ¡Pero! -le dijeron-. Y se explayó: “¡Quiero un poco de conciencia! No vivo tranquilo en un sitio donde se muere el vecino de arriba y el de abajo ni se entera. Estaba esperando sentado pa darle los buenos días y, en vez, bajó una caja de palo en la que se lo llevaban. ¿Somos hombres o somos bestias?”. Y se fue a su barrio de La Alameda.

Cuento yo que no hace falta remontarse a hace casi un siglo. En plena pandemia murió Paco, el portero de mi casa, un vallecano andaluz que sonreía abierto y cómplice cuando cada mañana le daba los buenos días. Ni nos enteramos muchos de los vecinos.

Terminando el veraneo y con menos forasteros, en mi pueblecito jandeño de adopción, sonaban de nuevo entre los silencios y los pájaros los buenos días, tardes y noches, las gracias. En la bulla ferragosteña ni se oían; los forasteros traen consigo las prisas y la ausencia de educación, cortesía y respeto por la gente que los acogen. No vienen a liberarse de sus tensiones porque sus atascos y crispaciones son parte de su propia arrogante personalidad y adustez.

Los sacerdotes de las distintas cuchipandis han construido un nuevo lenguaje que necesita el insulto y la descalificación para afirmarse en su pertenencia e identidad tribal.

Lo que llaman progreso se ha llevado por delante la educación y la cortesía o las han dejado llenas de enconchao. Ni buenos días ni gracias. Se cruzan contigo, conviven o te contratan, te despiden, te frecuentan, te rondan, te exigen, y ná de ná.

De regreso a la prensa y a los periodistas, me vienen las mismas noticias, los mismos malos modos, los insultos gratuitos, las descalificaciones, las vejaciones. Se ha perdido el respeto al arte de decir las cosas discrepantes con el catecismo oficial mediático político sin insultar; no interesa, ni rastro de la sátira, del sarcasmo, la ironía, el humor; solo importa el insulto ocurrente. Los sacerdotes de las distintas cuchipandis han construido un nuevo lenguaje que necesita el insulto y la descalificación para afirmarse en su pertenencia e identidad tribal. Nunca la lucha por el poder, hoy materializada -por dejación irresponsable de los políticos- en los medios, fue más chabacana. Ni siquiera el Vaticano es maque suficiente para dar mejor color a tamaña ordinariez.

El Parlamento- ese teatro de sombras-, el parlamento de papel y el de variedades audiovisuales siguen siendo el reñidero (me gusta más que ring) de la nueva política en donde los caricatos, payasos, han sido despojados de su noble profesión para dejar paso a políticos y periodistas. Además, las redes sociales que venían a liberarnos se están convirtiendo, en parte, en amplificador chirriante de lo mismo. En otro reñidero de partidarios, fans o groupies, feligreses militantes de una nueva religión que solo exige fe y nada de autocrítica.

Hay motivos para discutir, para debatir, para resistir al catecismo del poder y sus monaguillos. La resignación y algo peor, la indiferencia, es una amenaza que acaba acogotando a la democracia y pudriéndola por inútil.

Hay, sin embargo, motivos para discutir, para debatir, para resistir al catecismo del poder y sus monaguillos. La resignación y algo peor, la indiferencia, es una amenaza que acaba acogotando a la democracia y pudriéndola por inútil.

Pero como dijo Karl Kraus: entre dos males, me niego a elegir el menor. Uno no se va a callar ante la milonga que nos cuentan sobre Afganistán. Uno no se va a callar ante la dominación y explotación de la mujer, con excusa religiosa o sin ella, en muchos lugares del planeta aunque no sea la corriente o no se pueda decir por la prensa sinfónica. Porque toca siempre más Afganistán que Catar o Arabia Saudí.

Pelear contra las eléctricas no es debilitar a un Gobierno progresista; es pedirle enérgicamente que se ponga, porque tiene votos suficientes, del lado de los más débiles. Exigir una ley de la vivienda contra los cabildeos de los poderosos es respetar la Constitución y practicar la justifica social más allá de congresos orgánicos, seminarios, programas ante notario y postureos mediáticos. Pedir cumplir el programa electoral no es un acto revolucionario de izquierdas, es ser honesto.

Denunciar el golpe blando contra la legitimidad del Gobierno de coalición, expresada en las urnas y el Parlamento, manifiesto en la complicidad filibustera entre el PP y jueces franquistas- con CGPJ renovado o no- no es ir contra España, aunque sí defender otra España. Como también afirmar sin complejos que la situación de la monarquía es inaguantable en un sistema constitucional que merezca la pena llamarse democrático, sea republicano o monárquico. Como también que gestionar la inmigración no puede ser incompatible con el respeto al derecho internacional y los Derechos Humanos.

Me niego también a dejar la política en manos de los politólogos, me niego  a comulgar con la hostia de los sociólogos electorales y sus encuestas al mayor y mejor postor. Ellos, los nuevos astrólogos que decía Pierre Bourdieu.

A esto y otras muchas cosas litigiosas que ustedes y yo tenemos en la cabeza, uno no debe renunciar. Aunque te retiren los buenos días, o te despidan sin darte las gracias ni las buenas noches.

Empezamos la temporada y quiero hacerlo con un afectuoso agradecimiento a los lectores. Gracias por tanto. Buenos días. 

Cuenta Manuel Chaves Nogales que un día un pariente del apoderado de Juan Belmonte, Juan Manuel, al que tenían arrecogío, se presentó ante ellos y les dijo: esta misma noche me vuelvo a Sevilla. ¡Pero! -le dijeron-. Y se explayó: “¡Quiero un poco de conciencia! No vivo tranquilo en un sitio donde se muere el vecino de arriba y el de abajo ni se entera. Estaba esperando sentado pa darle los buenos días y, en vez, bajó una caja de palo en la que se lo llevaban. ¿Somos hombres o somos bestias?”. Y se fue a su barrio de La Alameda.

Cuento yo que no hace falta remontarse a hace casi un siglo. En plena pandemia murió Paco, el portero de mi casa, un vallecano andaluz que sonreía abierto y cómplice cuando cada mañana le daba los buenos días. Ni nos enteramos muchos de los vecinos.