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Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar

Cabeza, rodilla, muslos y cadera

Una antigua cabina de teléfonos.
12 de diciembre de 2024 06:00 h

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Hace un mes, encerrada en casa de mi amiga Eva en Málaga por mandato de la DANA, sintiendo la lluvia furiosa contra los cristales de su cocina y de mi noche, sería martes o miércoles, no recuerdo bien, pero un martes o miércoles con sabor a viernes, con temperatura de viernes, con piel de viernes y abrazo de viernes bajo las sábanas, le escribí un guasap a un ex que lleva muerto varios años. Sentí, con la misma fuerza que la lluvia golpeaba las contraventanas, que teníamos una conversación pendiente, un puñado de cosas no dichas a tiempo y varias preguntas sin responder, pero sobrevolándonos con la voracidad de las rapaces teníamos en la lista de pendientes un perdón mendigado con hambre, uno de esos perdones que se cometen, y aquella noche de martes o miércoles con olor a viernes, escribí: Perdóname. Ya no recuerdo tu número de teléfono.

Después de su muerte pasé meses llamándolo al móvil solo para escuchar su mensaje grabado y tratar de descubrir algún cambio en el timbre de voz: “Hola. Soy fulanito. Ahora mismo no puedo hablar contigo. Deja tu deseo después de la señal”.

Lloraba cada vez. El fin del duelo telefónico lo puso la compañía al dar de baja su número.

Esta necesidad de intuir una voz querida al otro lado del teléfono me trajo el recuerdo de uno de mis primeros amores y dolores, un chaval canadiense con el que hablaba en mitad de la noche desde la cabina que había en la esquina de la casa de mis padres. La frecuencia de las llamadas la determinaban mis exiguos ahorros –a pesar de mis 19 años o quizás gracias a ellos– y la necesidad (porque el amor a los 19 era necesario) me hizo llegar a identificar el sonido que hacía cada moneda al caer, una melodía vaticinando la duración de las palabras no dichas mientras mi lengua se deslizaba torpemente por un idioma que ya siempre me recordaría al del amor y la distancia.

Recitaba aquellas madrugadas su número de teléfono de no sé cuántos dígitos de memoria con esa misma emoción con la que una lee por primera vez el poema escrito por el amante ausente. Lo recuerdas “by heart”, me halagaba él desde el otro lado del charco sin idea de español. Y de corazón lo recordaba, claro, y de corazón lo recitaba, claro, y de corazón tanteaba las teclas en mitad de la noche, claro, de corazón encogido en el interior de aquel cubículo que funcionaba como una isla. 

Recordar viene de pasar por el corazón, porque eso es lo que hacemos en cada acto de recuperar la memoria, restregarla por el corazón de quienes somos ahora a ver si aflora algo de la que fuimos entonces

Si en inglés recordar algo de memoria se dice hacerlo con el corazón, en español la cuestión de atrapar y traer al presente lo que fuimos o vivimos tiene una raíz similar. No por nada recordar viene precisamente de pasar por el corazón, porque eso es lo que hacemos en cada acto de recuperar la memoria, restregarla por el corazón de quienes somos ahora a ver si aflora algo de la que fuimos entonces. Empresa inútil, por otra parte. Nuestro vínculo con el mundo es un permanente ejercicio de memoria, como vaticinó Eduardo Galeano en El libro de los abrazos: “Recordar: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón”.  

También recuerdo, evocación ésta sin desgarro ni melancolía, pero cuajada de gratitud suave y plácida, cómo mi hermano, dos años y un amor más joven que yo, inventó un artefacto para que yo pudiera hablar con mi primer amor sin preocuparme por la pasta. Así fue cómo tres veces por semana enganchaba el artilugio en mi cabina metiendo solo la primera moneda de cincuenta pesetas y estirándola durante horas. Lo cuento ahora que el delito ha prescrito y que, supongo, la roncha a Telefónica será mínima comparado con todo lo que han ganado a costa de nuestros amores.

Escribió Jabois que somos el puñado de números de teléfonos que recordamos de memoria: yo, el teléfono de seis cifras de la casa de mi amiga Mari Paz, de Virgi, Mariajosé, de los padres de Leo, Jorge, Manzano y Miguelito –porque ninguno tenía casa propia allá por los 90–, de mis abuelos y tíos, de mi primer amor canadiense; yo, esos centímetros que le robaba al cable del teléfono del salón para hacerlo llegar al aseo de abajo y acuclillarme tras la puerta en busca de intimidad. Yo, todas esas conversaciones de cable tensado mantenidas durante horas, todas esas palabras como puñados de arena colándose por las grietas de la vida: una calle, un beso, un boli, Nothing compares 2 U de Sinéad O'Connor, unos dedos níveos, un flequillo cardado, un hilo rojo; yo, mientras mis padres amenazaban: Voy a echarle un candado al puto teléfono; yo, escribiendo cartas entre llamada y llamada; yo, deshaciéndome dentro de aquella cabina que terminaron quitando a los pocos años.

Leo que los primeros que dejaron de usar el teléfono como lo conocimos nosotros fueron los millennials, una generación muda que piensa que detrás de una llamada hay casi siempre una mala noticia. Los Z siguen ese mismo camino. Les da vergüenza, lo consideran invasivo, quizás porque no han experimentado el desembarco de los matices de la voz ajena en el cuerpo propio hablando de naderías que luego resultaron cincelar parte de nuestra biografía, ese compartir alientos y acompasar la vida a través de un cable.

No hay nada más engañoso que pensar que no necesitamos de voz alguna al otro lado de la línea, al final de ese otro camino

Tengo la fortuna de seguir llamando al fijo de casa de mis padres, de seguir marcando ese número al que me llamaron tantos amigos en la EGB y en el instituto y que uno de los dos descuelgue el teléfono y conteste. Podría llamarlos al móvil, pero no, yo siempre lo hago al fijo y sin tirar de agenda, marcando uno a uno los números cada vez. No hay nada más engañoso que pensar que no necesitamos de voz alguna al otro lado de la línea, al final de ese otro camino. “Life is too short” (la vida es demasiado corta), me escribió un colega de la oficina hace unos días al hilo de las conversaciones que dejamos pendientes.

Estos días escucho en bucle René, la canción de Residente que me descubrió mi hijo hace unos años. Una joya autobiográfica de siete minutos que comienza con la voz de la madre del cantante, Flor Joglar de Gracia, enseñando a su hijo a cantar y preguntándole por el batú, un juego de pelota que practicaban los indios taínos. La canción es una confesión de sus luces y sombras, de esa vuelta a ser uno mismo conectado con ese número de teléfono que todos tenemos grabado a fuego: “Quiero estar en donde nadie me molesta / Quemar mi libreta, soltar mis maletas / Quiero llamar al 7550822 / A ver quién contesta”. Su canto tiene mucho que ver con la soledad que postulaba Barthes: no tener a nadie en casa a quien poder decir regreso a tal hora o a quien poder hablar por teléfono para decir que ya regresé.

Desde que mi hijo se ha ido a vivir fuera de España lo echo tanto de menos que últimamente me da por recitar el puñado de teléfonos fijos que soy y zanjar las conversaciones inacabadas. Hoy, por ejemplo, he llamado a casa de mis abuelos. 511582. En casa continúa sonando René. 511582. El crujido de la tristeza es marcar ese número fijo que solo te devuelve un tono de número inexistente –511582– mientras escuchas con qué partes del cuerpo jugaban a la pelota los indios taínos. Cabeza, rodilla, muslos y cadera. Cabeza, rodilla, muslos y cadera.

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