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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El carrito que empujamos

8 de noviembre de 2023 20:32 h

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Durante seis años formé parte del equipo de emergencia de la empresa en la que trabajaba y aprendí, entre otras cuestiones, a hacer una reanimación cardiopulmonar. En asuntos de corazón, nos dice el formador, las mujeres fueron tratadas durante mucho tiempo como hombres. La medicina occidental androcentrista nos ha traído consecuencias nada deseables como el infradiagnóstico del infarto femenino. O sea, la mortalidad por cardiopatía es un 18% mayor entre mujeres que en hombres, entre otras causas, porque los síntomas son algo diferentes y durante mucho tiempo no se estudiaron ni se reconocieron. Cuando salgo de la formación, meto el corazón de las mujeres en ese carrito que paseo y empujo desde pequeña, el de las cosas aparentemente triviales e invisibles pero que pesan.

Cádiz, hace unos meses. Asisto a un taller de autoficción y creación literaria.

Un alumno dice:

– Si queréis que os lean (a nosotras, las mujeres) escribid sobre temas universales, que nos interesen a todos. No queráis publicar sobre asuntos tan marginales como, por ejemplo, la menopausia o la regla, que solo atañe a las menopáusicas o a las mujeres en edad fértil.

El estupor fue generalizado, claro, porque el argumento es tan sumamente simplista y obtuso como decir que Moby Dick sólo habla de ballenas y, por tanto, únicamente le interesaría a los balleneros.

Cuando salgo del taller, meto la menopausia, la amenorrea, dismenorrea, la menarquia en ese carrito que paseo y empujo desde pequeña y que voy llenando con las cosas aparentemente triviales e invisibles pero que pesan.

Es ahora que las autoras ganan y publican en editoriales de primera línea cuando parece que el asunto provoca taquicardias en ciertos corazones masculinos. Podemos escribir, pero siempre que no haya reconocimiento público ni editorial

En ficción, los personajes hombres no son percibidos como hombres sino como personas y sus problemas, sus temas, sus contrariedades y dilemas existenciales, como universales. Sin embargo, las protagonistas femeninas se perciben como mujeres, porque sus contratiempos son etiquetados como femeninos: la crianza, lo doméstico, el cuerpo, rememorar la infancia, interrogarse sobre sí mismas.

El columnista Alberto Olmos se preguntaba hace unos días en El Confidencial si no estamos hartas de nosotras mismas, de escribir siempre sobre lo mismo, los mismos temas aburridos, del lloriqueo constante que supone ser mujer porque –argumenta– “todas las novelas están escritas de la misma manera, con la misma estructura, sin el menor miramiento para eso que se llama ”forma“, por no decir para eso que se llama estilo”.

La mujer ha escrito siempre, solo que durante años se la ha silenciado. Es recientemente, cuando resulta ganadora de certámenes literarios y el dinero la vuelve no sólo visible sino vencedora frente a otros escritores, que parece que molesta a algunos sectores de la crítica (mayoritariamente masculina, por otro lado): Silvia Hidalgo, Rosario Villajos, Marina Perezgua, Pilar Andón o una servidora (curiosamente cuatro andaluzas entre ellas –¿seremos cómplices de parcialidad geográfica también?). Es ahora que las autoras ganan y publican en editoriales de primera línea cuando parece que el asunto provoca taquicardias en ciertos corazones masculinos. Podemos escribir, pero siempre que no haya reconocimiento público ni editorial. Podemos escribir, pero no sobre temas que algunos tildan de femeninos. ¿Mujeres escribiendo sobre vidas de mujeres, sobre cuerpos de mujeres, sobre inquietudes de mujeres y encima ganando premios? Es del todo inadmisible.

Lo cierto es que yo aprendí a ser mujer no solo por la observación de las mujeres de mi casa, sino también gracias a la literatura. Pero ese referente, ese imaginario sobre la mujer, estuvo mayoritariamente y durante siglos tallado por hombres, así que caminé de la mano de mujeres a través de los ojos de los hombres, a través de las mujeres creadas por los hombres. Mujeres silentes, bellas durmientes, lolitas, desquiciadas, superficiales, adúlteras y pecadoras, pero claro, parece que los errores son más fáciles de perdonar que el conocimiento y a las mujeres solo se les permite ser expertas en “sus cosas”.

Puede no entusiasmarte un libro, pero si la razón esgrimida es únicamente que está escrito por una mujer y que la trama la monopolizan mujeres, entonces hablamos de misoginia

Puede no entusiasmarte un libro, pero si la razón esgrimida es únicamente que está escrito por una mujer y que la trama la monopolizan mujeres, entonces hablamos de misoginia y no de crítica literaria en un país donde los críticos son jueces y parte que, salvo honrosas excepciones, no quieren llevarse mal con las editoriales con las que publican o pueden llegar a publicar.

Y desde luego, difiero en que todos los libros escritos por mujeres sean de esta u otra manera, con esta o aquella estructura, fundamentalmente porque me resulta poco creíble que nadie pueda leerse todos los libros publicados por mujeres en lo que va de año (en 2022, 27 de cada 100 libros lo firmaron mujeres).

Otra cuestión, bien diferente, es la limpieza de algunos premios literarios donde a nadie se le escapa que cuanto mayor es la dotación económica, más riesgo parece que hay de apaño, así que los entresijos de la industria literaria y la impunidad, desvergüenza y amiguismo en el que se amparan algunas editoriales de prestigio en connivencia con escritores bien merecerían una plaza más grande que esta columna.

Si Tusquets ha premiado a seis mujeres y cuatro hombres en la última década, hay otras cifras que no han despertado suspicacias por mayoría masculina, como el Premio Herralde de novela (seis hombres, cuatro mujeres); el Premio Biblioteca Breve (siete hombres y tres mujeres); o el Premio Alfaguara de novela (siete hombres, tres mujeres) por citar tres premios nacionales de renombre.

Afortunadamente, la literatura “femenina”, si es que la hay –¿hay literatura masculina o a la literatura escrita por hombres la conocemos como literatura a secas?-- no es exclusiva de las escritoras. Ahí tenemos, por citar el último que me he leído y disfrutado, a Miguel Ángel Carmona del Barco con su novela “Alegría” y su reciente colección de relatos “Brocal”, repletos de historias de violencia contra las mujeres y narradas por ellas en primera persona –menudo atrevimiento–, destapando con maestría nuestra conflictiva relación con la maternidad y con nuestro cuerpo, tirando por tierra la ejemplaridad que se les exige -porque se les exige- a las víctimas de violencia machista y metiendo en el carrito que él empuja otros asuntos como la tutela social del cuerpo embarazado, el duelo gestacional o la vulnerabilidad en situación de prostitución. Si creen que un hombre no es capaz de ponerse en la piel --y en el cuerpo– de una mujer, lean a Miguel Ángel Carmona. Profundizar en la condición humana también implica profundizar en qué significa ser mujer y cuáles son sus andamiajes. La cuestión, como siempre, es la empatía y que asuntos como el maltrato, el abuso infantil, la brecha salarial, el techo de cristal o la crianza no nos interesen a todos --hombres y mujeres– dice mucho de nuestra sociedad.

El problema, pienso, no es de la literatura, ni de la honestidad de ciertos premios literarios, ni del periodismo cultural de este país que adolece de las mismas enfermedades que el periodismo en general

Para Virginia Woolf la mejor literatura era andrógina. Quizás esa insistencia por etiquetar o diferenciar una literatura femenina o escrita por mujeres obedezca a lo de siempre (y de eso sí que estamos cansadas): a nombrarla para luego denigrarla, a nombrarla para invisibilizarla. 

El problema, pienso, no es de la literatura, ni de la honestidad de ciertos premios literarios (los concursos literarios no son literatura de todas formas), ni del periodismo cultural de este país que adolece de las mismas enfermedades que el periodismo en general. El problema es del ser humano (que no de los hombres) y de los carritos que cada uno empuja a lo largo de su vida y lo que mete en ellos.

Ya lo escribió Knausgard en Un Hombre enamorado: “Lo de andar por la ciudad con carro y niña, dedicando mis días al cuidado de mi hija, no aportaba nada a mi vida, no la enriquecía, al contrario, en esa vida se perdía algo, una parte de mi yo, la que tenía que ver con mi masculinidad. (...) Cuando iba empujando el carro, ninguna mujer me miraba, era como si no existiera”.

Se escribe sobre la regla porque las mujeres menstrúan; se escribe sobre la menopausia porque las mujeres envejecen; sobre la crianza porque amamantamos; del aborto porque abortamos; de las violaciones porque somos violadas. Y todos ellos, todos, son temas universales.

Quizás la pregunta a hacerse –en lugar de perder el tiempo con quién escribe qué, para qué público y ganando qué premios– sea quién cimenta los carritos de los niños en este país, quién los empuja y los arrastra y sobre todo, qué mete en ellos. 

Durante seis años formé parte del equipo de emergencia de la empresa en la que trabajaba y aprendí, entre otras cuestiones, a hacer una reanimación cardiopulmonar. En asuntos de corazón, nos dice el formador, las mujeres fueron tratadas durante mucho tiempo como hombres. La medicina occidental androcentrista nos ha traído consecuencias nada deseables como el infradiagnóstico del infarto femenino. O sea, la mortalidad por cardiopatía es un 18% mayor entre mujeres que en hombres, entre otras causas, porque los síntomas son algo diferentes y durante mucho tiempo no se estudiaron ni se reconocieron. Cuando salgo de la formación, meto el corazón de las mujeres en ese carrito que paseo y empujo desde pequeña, el de las cosas aparentemente triviales e invisibles pero que pesan.

Cádiz, hace unos meses. Asisto a un taller de autoficción y creación literaria.