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Centrifugados al amanecer
No me pregunten cómo lo hace, ni me tachen de propiciar esoterismos, pero el caso es que mi padre, que es más de campo que un Land Rover, tiene dotes de zahorí, encuentra agua hasta debajo de las piedras. Donde su vara señala, brota agua. Facultades que otorga la sed, supongo. Vivir en la caliza y telúrica Sierra Sur de Jaén tendría que tener alguna ventaja. En cierta ocasión, le referí a mi viejo que no podía dormir bien, y me respondió que cómo iba a poder, acaso, si por el cabecero de la cama pasaban tuberías, bajantes y en el cuarto tenía enchufado lo más grande. No descubrió, mi rabdomante particular, las bases del cansino feng shui; únicamente aplicó el sentido común. Nuestro cuerpo siempre será extranjero en este mundo de estímulos, avisos, pantallas, ruiditos, luminarias, radiaciones, vibraciones y edificaciones hechas a la medida cicatera del promotor. Adaptarnos a él implica necesariamente un estrangulamiento en mayor o menor grado. Desde hace pocas décadas hasta acá, nuestro organismo y nuestra psique están sometidas –en ocasiones por voluntad propia y en otras porque nos obligan a vivir así- a un desasosiego artificioso que necesariamente atenta contra la salud y el bienestar.
A ver si no dónde se ha visto tanta melatonina en bote. A manojos, la venden en los supermercados. Sufrimos jet lag sin salir de casa. Por donde quiera que vamos venden elixires y viscoelásticos para conciliar el sueño. Acaso hemos olvidado que el mejor colchón que existe es no acostarnos sobrexcitados (aparte de no sufrir precariedad, desarraigo, crisis de sentido y otros quebraderos de cabeza que nos proporciona el actual sistema político, económico y social, claro). Lo último que solemos mirar antes de apagar la luz –e incluso con la luz apagada- es una pantallita que emite luz, y unos comentarios o imágenes que probablemente nos solivianten, o nos preocupen, o no favorezcan las buenas noches. A la mañana siguiente, lo primero que miramos –incluso antes de abrir la ventana- es un amasijo de notificaciones que sacan de sí a cualquiera. No sé en qué momento hemos aceptado que nos violenten de tal modo. El móvil me avisa por defecto de todo lo que le sale a él de los mismísimos algoritmos. Por lo visto, hasta me espía. Mientras trato de conciliar el sueño, la voz y las imágenes de la Guía Headspace para dormir bien, disponible en Netflix, me recomienda desactivar las pantallas y, a continuación, me pide que me mantenga conectada para seguir una respiración guiada. Un poco incongruente todo, por parte de Netflix y, sobre todo, por la mía. Que los cursos online de mindfulness triunfen como Los Chichos –y también ciertas sesiones autodenominadas de “yoga” pero que parecieran más bien de gimnasia sueca- denota que nos estamos olvidado de cosas demasiado esenciales: de ser, de estar, de holgazanear, de pasear, de respirar. Por no hablar de esa gente que sube en Instagram fotos de sí mismos meditando… Una de dos: o poco meditas, ¡oh, maestro!, si estás pendiente de que te retraten, o has alcanzado tal samadhi que vas a achicharrar la instantánea con el fulgor de tu aura.
Nuestro organismo y nuestra psique están sometidas a un desasosiego artificioso que necesariamente atenta contra la salud y el bienestar.
De entre las nuevas tiranías de usos y costumbres a las que nos sometemos sin oponer resistencia, incluso a costa de nuestra salud física y mental, hay una ante la que me rebelo especialmente: es esa de que los mensajes de WhatsApp o de cualquier otra red impongan su inmediatez. Si quien sea nos envía un mensaje y no respondemos prácticamente en tiempo real, y lo dejamos en leído o ni siquiera lo leemos en ese instante porque no podemos o no queremos, raro es que el emisor no se impaciente, o mosquee, o se preocupe, o construya en su cabeza un monumento a la paranoia. Insisten: “Me has dejado en leído, ¿por qué no me respondes?”. O incluso recibimos un audio con tono molesto “Oye, perdona, pero es que te he mandado hace media hora ya un mensaje, y todavía no me has respondido”. Cómo explicar que es cada cual, y no el ritmo que impone la lógica de la aplicación de móvil, quien decide sus tiempos, y que ello merece un respeto. Se trata de nuevo de algo aparentemente obvio y sensato y, sin embargo, acatamos casi sin darnos cuenta los asedios de las nuevas tecnologías, hasta el punto de hacer propios y exigir a los demás como algo normal los tempos que éstas nos imponen. Ciertas lógicas del teletrabajo están fomentando lo inaceptable: estar disponible para todos y a todas horas. Los usos sociales al respecto también se han tensado, ya hay hasta canciones sensibleras en las que el llorautor entona el “ay, qué dolor, me dejaste en leído…”, y un término, ghostear, relativo a vínculos extremadamente acuosos, que te pueden endosar si no respondes en tiempo y forma. La máquina cubre con ruido emocional los huecos personales de los que sólo nos daríamos cuenta apagando los dispositivos. A más adicción a la hipercomunicación y la sobreinformación, mayor es el boquete ignoto y lo que puede salir, de reventar un día, por él.
Antes y ahora, los tramos horarios de la electricidad alientan la locura para los cuerpos y las cabezas.
Por si nos quedaba algún desasosiego más de nuevo cuño por explorar, desde el 1 de junio queda explicitada la tiranía de los horarios de la luz, que nos conmina –so pena de facturón- a tener conectadas lavadoras, lavaplatos, secadoras, cargadores et al. a la corriente eléctrica en el tiempo reservado al descanso. La tarifa por horas no es nueva; lo novedoso es que la mayoría de los consumidores nos hemos enterado de que no contratarla salía rentable a las eléctricas (y es por ello que muchas alentaban a contratar la tarifa fija), y que, ahora, el precio de las horas punta clama al cielo. Todo parece indicar que las eléctricas han aprovechado el cambio tarifario para mangonearnos. Antes y ahora, los tramos horarios de la electricidad alientan la locura para los cuerpos y las cabezas. En la madrugada, los motores de las lavadoras de mi bloque suben por el patinillo, entran por el balcón, se me cuelan en la cama. Enciendo la lamparita y escucho el concierto de reverberaciones. Todas estas lavadoras batiendo ropa en la madrugada se me antojan perfectas para una escena de un Blade Runner a la manera española. De pronto, pienso en Julieta Valero, que en su maravillosa novela Niños aparte habla del “rumor marítimo de la M-30”. Es un ruido de ruidos, al que se suma el de los aires en plena canícula nocturna. Suena casi –quiero pensar- a ruido blanco. Bajo la lámpara, vuelvo a adormilarme. El bienestar y la calidad de vida también es vivir en ausencia de tanto estímulo desbocado y estruendo sordo.
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