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La chica de la falda amarilla

4 de octubre de 2024 21:19 h

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Era de noche y estaba en Venecia asomada al Ponte della Paglia. Al otro lado del canal, la hermosa vista de la Giudecca con la cúpula de la iglesia de San Giorgio Maggiore, diseño del arquitecto Andrea Palladio. Y sin embargo mis ojos no podían dejar de observar a una chica. Estaba subida en una farola, forzando una extraña postura de esas que quieren parecer espontáneas y naturales pero que no lo son. Sujetada con un brazo al mástil de la farola, dejaba caer su cuerpo mientras que con la otra mano sujetaba una falda de tul amarilla pretendiendo que el viento hiciera su magia, pero no la hacía. Abajo, el novio, le hacía fotos con el móvil siguiendo sus concisas instrucciones.

El extraño ritual se repetía una y otra vez. La chica forzaba la postura, sujetaba la falda, miraba al infinito con una ensayada expresión de felicidad, calma y serenidad. Tras unos segundos manteniendo aquella farsa, el novio se acercaba, le mostraba las fotos. Enfado, reproches. Así no. Ponte mejor a ese otro lado. Sácame desde aquí. ¿No ves que así no era? Y vuelta a empezar.

Estuve media hora contemplando aquel espectáculo hasta que me fui. Ellos siguieron allí, sospecho que bastante tiempo más, intentando conseguir esa foto perfecta que la chica mostraría en Instagram acompañada de un texto que reflejara los días mágicos que pasó en Venecia, las gracias a la vida por estos momentos, hashtag travel, hashtag dream, hashtag magic.

Quisiera haber bajado a aquella farola y contarle algunas cosas de la vida que sé. Haberle dicho que esa falda de poliéster amarillo nunca iba a inflarse con el viento haciéndola parecer una bailarina levitando sobre el canal, que seguramente la influencer a quien le había copiado la idea llevaba una falda de miles de euros y todo un séquito de asistentes que le proporcionaran el movimiento adecuado. Pero que incluso así, la influencer de ensueño tampoco era muy feliz. Quise decirle que no gastara más tiempo en cabrearse con su novio por no conseguir la foto que la mostrara en Instagram como alguien que no era, como un cliché que ni siquiera existe, porque el vacío seguiría allí, porque a la sensación de ahogo y desesperanza que te aprieta por las mañanas no se la engaña tan fácilmente.

Hablaba Wallace de los dos males de la sociedad tardocapitalista: el egocentrismo, estar tan centrados en nosotros mismos que ni siquiera seamos capaces de ver lo que hay fuera, y el hedonismo, no conceder valor a nada que no sea el propio placer

Recordé esa historia de los peces que hizo célebre el escritor David Foster Wallace en su discurso en la Universidad de Kenyon. Van dos peces jóvenes nadando juntos cuando se cruzan con otro más viejo que les saluda: “Buenos días, chicos, ¿qué tal está el agua?”. Los dos peces jóvenes siguen nadando hasta que uno le pregunta al otro: “¿Qué demonios es el agua?”.

Hablaba aquí Wallace de los dos males de nuestra sociedad tardocapitalista, el egocentrismo, estar tan centrados en nosotros mismos que ni siquiera seamos capaces de ver lo que hay fuera, y el hedonismo, no conceder valor a nada que no sea el propio placer.

Si quieren ver una demostración gráfica de esto les aconsejo que vayan a Venecia en verano. Verán un desfile de personas ensimismadas en sus teléfonos retratándose desde los mejores ángulos, eligiendo los filtros que los hagan más guapos, las poses que les hagan parecer más felices, los ojos secos frente a las pantallas que retransmiten una ficción mientras la ciudad solo existe como un decorado.

La ciudad que no es vista, la ciudad que solo toma presencia en tanto que mejore la foto que nos convierta en un objeto deseable para nosotros mismos y los demás, en contenido digno de ser consumido.

Me gustaría decirte, chica de la falda amarilla, que el vacío no se irá. La foto que te muestre hermosa y perfecta no lo tapará, o lo hará por un periodo de tiempo demasiado corto

Decía Wallace también que el egocentrismo nos lleva al vacío, y que el vacío se cubre consumiendo. En su novela La broma infinita, ese consumo acaba a su vez consumiendo a las propias personas. El joven autor, que murió antes de la explosión de Instagram, de TikTok y de los creadores de contenido, hizo una de las descripciones más certeras de la tristeza que genera esta sociedad basada en el yo.

Me gustaría decirte, chica de la falda amarilla, que el vacío no se irá. La foto que te muestre hermosa y perfecta no lo tapará, o lo hará por un periodo de tiempo demasiado corto.

Baja de la farola, dile a tu chico todas esas cosas que das por sentado que no necesitan decirse, charla con él de todo eso de lo que ya no habláis. Pasea y mira lo increíble que es la ciudad. Coge el traghetto que te cruza al otro lado del canal aunque aquello se mueva muchísimo con el trasiego de los vaporetti y te dé miedo. Guarda en tu memoria las risas y el apretón de manos cuando pienses que vais a volcar. Sonríe con complicidad al resto de pasajeros, ellos también tendrán miedo. Mira las ventanas encendidas en la noche y pregúntate quiénes viven ahí, si es que todavía quedan habitantes. Piensa en cómo son sus vidas, ¿les costará también conciliar el sueño? Llama a tus padres, a tus amigos, a tus seres queridos, conversa con ellos y cuídalos, cuídalos mucho. Guarda espacios vacíos en tus días que te permitan simplemente mirar el mundo y a los demás. Que no te dé miedo abrir los ojos. Te aseguro que todo se hará más leve, que la dichosa falda amarilla que no se levanta con el viento te parecerá un poco más insignificante, que la verdad, como decían en una de mis series favoritas, está ahí afuera.

Era de noche y estaba en Venecia asomada al Ponte della Paglia. Al otro lado del canal, la hermosa vista de la Giudecca con la cúpula de la iglesia de San Giorgio Maggiore, diseño del arquitecto Andrea Palladio. Y sin embargo mis ojos no podían dejar de observar a una chica. Estaba subida en una farola, forzando una extraña postura de esas que quieren parecer espontáneas y naturales pero que no lo son. Sujetada con un brazo al mástil de la farola, dejaba caer su cuerpo mientras que con la otra mano sujetaba una falda de tul amarilla pretendiendo que el viento hiciera su magia, pero no la hacía. Abajo, el novio, le hacía fotos con el móvil siguiendo sus concisas instrucciones.

El extraño ritual se repetía una y otra vez. La chica forzaba la postura, sujetaba la falda, miraba al infinito con una ensayada expresión de felicidad, calma y serenidad. Tras unos segundos manteniendo aquella farsa, el novio se acercaba, le mostraba las fotos. Enfado, reproches. Así no. Ponte mejor a ese otro lado. Sácame desde aquí. ¿No ves que así no era? Y vuelta a empezar.