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Chirbes sigue contando

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Cuando en 1988 Rafael Chirbes publicó Mimoum, su primera novela, España era, en sus palabras, un país “socialdemócrata-feliz”, con “delincuentes y ministros sentados juntos”. Con esa novela, finalista del Premio Herralde, y quizás la más atípica (aunque solo en apariencia) de las suyas, Chirbes rebajó la euforia del momento. El personaje principal es un perdedor de esa generación, alguien que no se apuntó al festín del oportunismo y que acaba sus días en un terruño marroquí con la vaga idea de un retiro idílico, pero a la postre imposible. De eso, en realidad, trata su narrativa: del legado que en nuestra democracia han dejado todos esos oportunistas, tantos de ellos arracimados en torno a aquel cambalache que llamamos Transición. Mucho antes de que se pusiera de moda cuestionar ese período de nuestra historia reciente, Chirbes ya narraba cómo la llegada de la modernidad trajo una desmemoria consciente a lomos de la juerga del pelotazo y una socialdemocracia que no solo no borró, sino que más bien adecuó las perversas huellas del franquismo, culturalmente e institucionalmente, a los nuevos tiempos. Como para darle la razón, el rey emérito anda fugado en estos días, justo cuando se acaban de cumplir cinco años de la muerte del novelista.

Hace media vida, cuando yo acababa de volver de Milán, donde residí unos meses, lo abordé durante una Feria del Libro de Madrid. Para entonces su magisterio era ya evidente en los escritores más jóvenes. Sin embargo, aún no gozaba, ni de lejos, de la popularidad que le proporcionarían novelas como Crematorio y En la orilla, ambas Premio de la Crítica y la primera incluso con adaptación televisiva y considerada generalmente como una de las mejores de lo que llevamos de siglo. Para entonces, eso sí, ya tenía publicadas, entre otras, La larga marcha y La caída de Madrid, a la que consideraba su mejor obra. Así que él, más que firmar ejemplares en la caseta de Anagrama, esperaba, solitario, a que se acercara algún lector. Eso fue exactamente lo que, con mi atrevimiento juvenil, hice.

Le conté que acababa de publicar un largo artículo, en una revista ya extinta, sobre Max Aub, uno de sus autores de cabecera. Chirbes me dio su dirección de Beniarbeig para que se lo enviara junto al manuscrito de una novela que también había concluido en Milán. A mí, a un veinteañero sin obra publicada y con quien llevaba cinco minutos hablando.

No le gustaron ni el uno ni el otro. Me lo dijo en una llamada que aún recuerdo. Yo me había instalado en Granada y estaba cogiendo un autobús urbano cuando me sonó el teléfono. Me conminó a no perder el contacto y, de hecho, años después, cuando ya residía en Málaga, le pregunté, de nuevo por carta, si quería leer mi nuevo manuscrito. Me llamó en cuanto la recibió y se lo envié. Ese manuscrito le gustó más, pero no mucho, tal y como me explicaba por extenso en unas cuartillas que aún conservo. Me dije que no podía seguir molestando al maestro, y me centré en la escritura, a la espera, sí, de alguna vez publicar una novela digna de su juicio favorable.

En 2014 gané el Premio Lengua de Trapo de novela y no mucho después me enteré de que Chirbes iba a participar en un acto literario en Málaga. Esperaría hasta entonces para regalarle un ejemplar, porque la verdad es que me daba pudor enviárselo a su domicilio. Finalmente aquel acto me cogió fuera de España. No pasaba nada, seguro que en el futuro coincidiría con él, le recordaría quién era y pudiera regalarla la novela. A los pocos meses murió de manera repentina.

Chirbes sigue siendo una de esos pocos autores que siempre tengo presente cuando escribo. Lo descubrí con Los disparos del cazador, una novela breve que andaba por casa y que mi padre me dio a leer asegurando que se trataba de un autor que “cuenta más de lo que cuenta”. Quizás por eso su narrativa sigue igual de vigente. A los cinco años de su muerte, Chirbes no ha dejado de contar, y yo sigo lamentando no haberle vuelto a ver.     

Cuando en 1988 Rafael Chirbes publicó Mimoum, su primera novela, España era, en sus palabras, un país “socialdemócrata-feliz”, con “delincuentes y ministros sentados juntos”. Con esa novela, finalista del Premio Herralde, y quizás la más atípica (aunque solo en apariencia) de las suyas, Chirbes rebajó la euforia del momento. El personaje principal es un perdedor de esa generación, alguien que no se apuntó al festín del oportunismo y que acaba sus días en un terruño marroquí con la vaga idea de un retiro idílico, pero a la postre imposible. De eso, en realidad, trata su narrativa: del legado que en nuestra democracia han dejado todos esos oportunistas, tantos de ellos arracimados en torno a aquel cambalache que llamamos Transición. Mucho antes de que se pusiera de moda cuestionar ese período de nuestra historia reciente, Chirbes ya narraba cómo la llegada de la modernidad trajo una desmemoria consciente a lomos de la juerga del pelotazo y una socialdemocracia que no solo no borró, sino que más bien adecuó las perversas huellas del franquismo, culturalmente e institucionalmente, a los nuevos tiempos. Como para darle la razón, el rey emérito anda fugado en estos días, justo cuando se acaban de cumplir cinco años de la muerte del novelista.

Hace media vida, cuando yo acababa de volver de Milán, donde residí unos meses, lo abordé durante una Feria del Libro de Madrid. Para entonces su magisterio era ya evidente en los escritores más jóvenes. Sin embargo, aún no gozaba, ni de lejos, de la popularidad que le proporcionarían novelas como Crematorio y En la orilla, ambas Premio de la Crítica y la primera incluso con adaptación televisiva y considerada generalmente como una de las mejores de lo que llevamos de siglo. Para entonces, eso sí, ya tenía publicadas, entre otras, La larga marcha y La caída de Madrid, a la que consideraba su mejor obra. Así que él, más que firmar ejemplares en la caseta de Anagrama, esperaba, solitario, a que se acercara algún lector. Eso fue exactamente lo que, con mi atrevimiento juvenil, hice.