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La ciudad de los cansados
La bebé finalmente vomitó. Tendría unos dos años calculados en meses, que es la forma en la que se cuenta la vida embrionaria y su intensidad. Es martes de Feria. Es Sevilla. Es abril. Estamos en un autobús de línea volviendo del Real. Se llama así porque antiguamente la tarifa fija para llegar al recinto en coche de caballos era eso, un real. Como pasé la Semana Santa en el hospital acompañando a mi madre y a pesar de la fatiga que acumula mi cuerpo, este año he decidido lanzarme a la calle por temor a estar perdiéndome algo. Es la tiranía de la abundancia y la paradoja de la elección que toda fertilidad de actos, conciertos, presentaciones, fiestas y eventos conlleva.
La bebé finalmente vomitó, sí. Pero antes hubo muchas cosas. Muchas cosas que también me perdí, esta vez porque quise. Otras que no pude esquivar porque si vives en muchas de las ciudades andaluzas resulta imposible. Antes hubo los Grammy en Sevilla Este. Antes hubo la final de la Copa del Rey. Antes hubo una Giralda plantada en un campo de estiércol. Hubo también regiones que alcanzaron un 30% de paro. Y 45.000 plazas de viviendas turísticas. Antes hubo –hay– una rentabilidad de un 440% en los pisos destinados al visitante.
Pero antes hubo, sobre todo, un amplio abanico de primeras veces. Mi primer beso fue en la Feria de Sevilla. La primera vez que sufrí un desengaño, también, cuando aquel chico que me gustaba le pidió salir a una de mis mejores amigas. Ella le dijo que sí y hoy día seguimos siendo amigas. La Feria me brindó una coartada con mi amante cierto viernes de Feria. ¿Dónde vas? A la Feria. El primer duelo contenido en unas sevillanas al recordar a esa persona que ya no estaba. Algo se muere en el alma cuando un amigo se va. El día que mi marido conoció a mis padres: en una caseta. La primera madrugada sin hora de vuelta. La primera vez que mis hombros recogieron el bordado de un mantón de mi madre. En Feria parió mi única perra. El alumbramiento de trece cachorros, trece vidas que celebramos en Feria. También esperé el resultado de una biopsia en el pecho y aprendí a leer la cara de preocupación en los ojos de un radiólogo. La palabra cáncer cobró todo el significado de una rémora del cuerpo en Feria.
Aprendí a bailar sevillanas de oído y de fascinación, esa mezcla de seguidilla castellano-manchega con la soleá, con los fandangos, con los boleros. No es fácil bailar ahora olvidando las reglas y las lecciones aprendidas
La mayoría de las primeras veces que me conforman ocurrieron en Feria, sí, porque nunca fue un recinto, un emplazamiento o una fiesta. La Sevilla que conocimos los sevillanos –que conocí yo– se muere. Pasé mi infancia a caballo entre barrios populares como el Polígono San Pablo, El Cerro del Águila, Los Pajaritos y Nervión. Me gustan las barriadas que tienen pescaderías, librerías, fruterías y pequeños comercios. Los barrios que me hablan de ciudadanos y no de turistas. Que me hacen sentir arraigo. Aprendí las sevillanas sentada en un poyete observando cómo lo hacían otras niñas que alternaban el baile con el elástico.
Aprendí a bailar sevillanas de oído y de fascinación, esa mezcla de seguidilla castellano-manchega con la soleá, con los fandangos, con los boleros. No es fácil bailar ahora olvidando las reglas y las lecciones aprendidas. No es fácil divertirse arrinconando lo que una vez te enseñaron en la calle. Ni dar vueltas y vueltas en una caseta repleta de gente porque lo único que quieres es volar con tu traje, que los volantes se muevan y te eleven del suelo apenas unos segundos.
Este martes de Feria también hubo caminatas y mucho calor. La caló. Porque en el sur cuando los grados se hacen insoportables y se pegan al cuerpo adopta el carácter de mujer, o de madre, no sé bien.
El traje de flamenca de mi hija tiene 50 años. Lo encontramos haciendo limpieza en casa de mi madre. Mi hija viste sin saberlo parte de la infancia de mi infancia. Mi hija viste mi primer beso, mi primer desengaño, mi primera juerga, mi primer velatorio. Esto es, para muchos de nosotros, la Feria de Sevilla. Un albero hecho con el polvo de lo que fuimos. Y tiene poco que ver con la iniciativa popular de votar una Feria larga o corta para recuperar el modelo anterior. Y con estos 275.000 metros cuadrados fantasmas que únicamente emergen unos días al año. Y con los 400.000 cacharritos. Con los jarambeles de las gitanas. O sí.
A veces hay frenazos y los moños no nos permiten ver los barrios que atravesamos. El autobús podría dirigirse a cualquier lado, nos podrían estar llevando a cualquier fin del mundo que aquí seguiríamos, anhelando un asiento vacío
Antes de que la bebé vomitara también hubo colores y risas. Luego la espera en el autobús. El infierno de la hora larga de prórroga. La cola. La fila. Los turnos. Y un señor que hace alarde de su edad y cree que tiene el salvoconducto para despistar las colas, los volantes, las filas, los tacones. Está anocheciendo y los que regresamos dejamos un lugar para los que comienzan, para que nada duerma ni cese. Al menos eso ocurría hace algún tiempo. Ahora no. Si han pisado el Real este año, sabrán de lo que hablo.
Llevamos casi cuarenta minutos en el autobús, agarrados a la barra para no dejarnos derrotar por el vaivén. Hay una pareja de ancianos sentados a mi lado. Se cogen de la mano. Él cierra los ojos y abandona la cabeza sobre su esposa, ella perfectamente maquillada y con tacones más altos que los míos. Ella no duerme, sino que mira a los niños del autobús. Me mira a mí y a mi hija. También hay algunas parejas jóvenes que observan la placidez de los ancianos. Y muchos turistas –muchos–. Todos los idiomas se confunden en este útero con tanta flor y tanto carmín y tantas peinetas y tantos brillos y colores. Con tanto.
A veces hay frenazos y los moños no nos permiten ver los barrios que atravesamos. El autobús podría dirigirse a cualquier lado, nos podrían estar llevando a cualquier fin del mundo que aquí seguiríamos, anhelando un asiento vacío y poder cerrar los ojos apoyando la cabeza en esa persona querida. O abrirlos y estar de pie y dejarnos abrazar por la caló aunque la juventud nos dé brillos en la cara. Menos mal que el autobús habla, dice otra niña. Menos mal que nos cuenta por dónde pasamos. Ahora por una de las puertas de la ciudad. Ahora se detiene en una clínica dental. Ahora por un puente.
Pero la bebé no puede más y vomita. Vomita en su cochecito, en su traje, en sus colores conjuntados, en el suelo. Vomita todo lo que hubo antes y cuando acaba, llora. No porque se encuentre mal, no, sino porque todos sus colores se han manchado, sus azules ya no están brillantes sino opacos, mientras su madre le dice “No pasa nada, mi niña, no pasa nada que eso se lava”. La bebé empieza quizás a entender que el mundo se lava pero también que hay manchas que tardan en salir, que huelen a agrio.
Pienso en los Grammy, en la final de la Copa del Rey y la basura que nos dejaron, en este modelo de ciudad que estamos construyendo y que se nos vende como exitoso, pero que responde al provecho de unos pocos
Pobre, me dice mi hija. Pobre. Próxima parada, Kansas City, grita el autobús. Qué nombre, dice la niña. Continúa mirando a la bebé que vomita mientras su madre intenta limpiar el desastre. Qué nombre más raro, repite. Y me parece que ahora le habla al autobús, a esa voz que sale de este útero que nos acuna y que nos parirá donde a él le plazca. Le agarra la mano a su madre. ¿Qué es cansas siti?, le pregunta finalmente.
Me viene a la cabeza el poema A veces me parece de Roberto Juarroz que una vez usé para la invitación a mi fiesta de cumpleaños. Cumplía 44: “A veces me parece/ que estamos en el centro/ de la fiesta/ sin embargo/ en el centro de la fiesta/ no hay nadie./ En el centro de la fiesta/ está el vacío./ Pero en el centro del vacío/ hay otra fiesta”.
La bebé finalmente vomitó. En el centro del vacío hay otra fiesta y yo pienso en los Grammy, en la final de la Copa del Rey y la basura que nos dejaron, en este modelo de ciudad que estamos construyendo y que se nos vende como exitoso, pero que responde al provecho de unos pocos. En la única línea de metro, en los atascos. También pienso a menudo en mi perra y en sus trece cachorros.
¿Qué es esto? ¿Cómo se llama? Es la Feria de Sevilla, pero no es la Feria de Sevilla. Las arterias de esta ciudad están colapsadas de lípidos y colesterol. Sevilla se muere porque Sevilla está cansada. Y vomita. Y se ahoga en su vómito, borracha de éxito.
La niña dice: Ah, claro. Cansas siti. Ya sé. La ciudad de los cansados.
Estamos en el centro de la fiesta. Sin embargo, en el centro de la fiesta no hay nadie. En el centro de la fiesta está el vacío. Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.
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