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¿Somos conscientes de la cantidad de violencia que soportamos?

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Ana I. Bernal Triviño

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Vivimos a diario entre todo esto.

Una violencia laboral que nos excluye del mercado del trabajo, desde jóvenes a mayores de 50, que nos somete a la precariedad absoluta, que nos aprieta con sueldos de dos euros la hora, o que ni siquiera nos paga, dando a entender que vivimos del aire. Es la misma violencia laboral que llama flexibilidad laboral a llevarte a la pobreza, y emprendedor a obligarte a pagar una cuota de autónomos que pagas de milagro cada mes. También es la misma que margina por cuestión de raza o sexo, la que rechaza a alguien por su color de piel, orientación sexual o por ser mujer y preguntar si piensa quedarse embarazada… o aprovecha a despedirla cuando lo está. También es la misma violencia que ocasiona cientos de muertes cada año ante el silencio de instituciones y de la sociedad, que los considera como casos de la mala suerte, en lugar de situar su raíz en la propia estructura del sistema del capital y en la falta de prevención.

Una violencia migratoria, donde el mar y los desiertos se saturan de personas que huyen de la guerra, del hambre, de la pobreza… y, si eres mujer, además de todo ello, de ser mutilada, violada o reventada con tu bebé en las entrañas. Una violencia donde el capital se pone de oro a costa de las muertes que casi quedan ocultas, con armas, medidas de seguridad y vallas que solo protegen su negocio. Una violencia que, con el amparo de instituciones nacionales y europeas, crece y alimenta aún más la agresión y crueldad, dando aliento a las mafias que apalean a quienes están desesperados en una ratonera.

Una violencia machista en todo el mundo, donde ser mujer es ser el blanco perfecto para mutilaciones genitales, tráfico como víctimas de trata, violaciones, agresiones, matrimonios forzosos, humillaciones y maltratos en múltiples formas. Violencia sexual que tampoco está ausente en España, donde violan a una mujer cada 8 horas, donde ya se han asesinado desde 2013 a 1.000 mujeres en nombre del machismo, donde frente a esa aparente igualdad de ley, el entorno privado es donde más se reproduce y silencia.

Una violencia discriminatoria sin asumir que somos una población diversa, por país de procedencia, por color de piel, por orientación sexual, por principios religiosos… que en muchos casos se tratan en prensa como enemigos cuando no han matado a nadie. Cuando a diario vemos cómo se ignora y vulnera el derecho de las minorías. El mismo sistema que genera una violencia específica hacia la infancia, con medidas de desprotección, donde la pobreza en la que nacen o se instalan los condena a ser personas excluidas en el futuro.

Una violencia ideológica que ampara el capital, dando un hachazo a cualquier idea que promueva la justicia social y dando alas e impunidad a todas las caras con las que el fascismo revive en nuestra cotidianeidad, sin que apenas las instituciones lo condenen. La misma violencia que no cree en la política como resolución de conflictos. La misma violencia que tienen el visto bueno de las instituciones y de una justicia cuya Fiscalía, ya en demasiadas situaciones, no defiende a la ciudadanía.

Una violencia de mercado, el capitalismo, que pone cada vez más complicada una lista de la compra, comer productos frescos y pagar una luz o gas, con tarifas desorbitadas donde las empresas suministradoras se aprovechan de ser necesidades básicas para desorbitar las facturas hasta poner el pie en el cuello de quienes no pueden ya hacer frente a semejantes precios. A lo que se suma una violencia habitacional, con desahucios o alquileres imposibles de pagar que expulsan del hogar, en un país donde la vivienda pública brilla por su escasez.

Una violencia medioambiental que permite vertidos ilegales, que usa los ríos y mares como vertederos, que quema montes para tener terrenos donde hacer construcciones y campos de golf, que no respeta ni la fauna ni la flora, la misma que lleva a las especies a la extinción, la que ocasiona niveles de contaminación que asfixian, la que usa a países del tercer mundo para ocultar allí todo lo que el primero ya no puede absorber. Como si todo fuera ajeno a la persona, como si no necesitáramos al aire para respirar, ni el agua ni el sol.

Y una violencia oculta, la que no se ve, la de los sobornos, la de los chanchullos… la que se mezcla con la de quienes no tienen voz, la de las amas de casa, la de quienes se dedican a los cuidados, la de quienes no pueden ni cotizar, la del desempleo sin ayudas, la de quienes no cuentan en las administraciones y permanecen en un espacio que es tierra de nadie.

Hay quien dice que todo esto no es violencia, que es lo normal. El propio diccionario define violento como aquella acción que implica “una fuerza e intensidad extraordinarias”. Y esto son cientos de acciones cotidianas que nos fuerzan a aceptar estas normas, aunque nos ahoguen y no den para vivir, sin dar opción a otras alternativas y soluciones colectivas.

Ante esta saturación de violencia, algunas las normalizamos, otras las dejamos de ver, con otras nos indignamos lo justo y en otras, las menos, nos defendemos de tanta agresión. Es entonces, después de tragar tanto linchamiento, cuando dicen que somos los violentos. Quienes lo sufren y padecen. Violentos… Y ahí abrimos los ojos, y terminamos por  asumir cómo se ríen en nuestra cara, atados de pies y manos, ante la perversidad del sistema.

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