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Consuelo de tontos
Debo este artículo a un par de amigas que me han confesado lo solas y desconcertadas que se sienten en su proceso de premenopausia. Se lo debo a estas queridas mujeres y, quizá también, a otras que en estos momentos se están sintiendo igual. “Ni siquiera lo compartimos abiertamente entre nosotras -se lamenta una de ellas-. Hace tiempo que hablamos sin tabúes de la menstruación, de masturbación, de relaciones sexuales, pero no, o no del todo, de nuestra entrada en la menopausia”. Comparto su opinión, y me pregunto por los motivos de fondo.
Puede que tenga que ver en ello la santificación de la juventud y de la feminidad todavía entendida como viabilidad reproductiva, se haga uso de la misma o no. Basta con ver los anuncios, las revistas o los perfiles que lo petan en las redes para darse cuenta de ello. Continúan prosperando modelos de mujer y marcos mentales de las cavernas. Un proceso natural como la perimenopausia aún se transita con disimulo, con un silencio equiparable al de la almorrana. Propongo fundar sin demora una liga del orgulloso abanicazo antisofoco. Será de gran ayuda, no sólo a las que están atravesando este importante cambio en sus cuerpos, también para todas las demás.
Por suerte o, mejor dicho, por rotura activa y voluntaria del silencio, en los últimos tiempos se están comenzando a compartir, no sólo procesos naturales de las mujeres hasta hace poco vedados a lo público, también sociales y políticos: casos de violencia obstétrica, violencias físicas y psicológicas perpetradas por el marido ideal (mandando así al garete el perfil enquistado de la mujer maltratada), dependencias emocionales, abusos sexuales en la infancia, violaciones y otros atropellos que –qué barbaridad- hacen sentir vergüenza a las víctimas, y hacen trizas el espejo-espejito de una sociedad hipotéticamente avanzada. Todo ello construye algo mejor que un desahogo individual: estos testimonios ayudan a forjar un relato complejo y compartido, en el que, por fin y quizá por vez primera, muchas dejan de sentirse solas, raras y tontas, y de percibir como exclusivamente individuales las situaciones que padecen.
El callejón de los espejos devuelve imágenes falsificadas que hacen pensar a no pocas personas que no pueden, que no alcanzan, que los demás están demasiado lejos, y que si no quieren quedarse atrás han de esforzarte en no se sabe bien qué
Consuelo de tontos, dice el dicho que es el mal de muchos. El alivio no está en el mal, sino que en sea común a otros tontos como yo. Por esta vez (y sin que sirva de precedente) estoy de acuerdo con un refrán. Los tontos, las vulnerables, los menos fuertes, los estafados, las traicionadas, las cansadas, las que no se explican cómo el resto de personal llega a todo, los fracasados, la que no superó el cáncer, los gordos, las tristes, los tiesos, el último de la fila, la niña que se siente acorralada en el patio de su colegio, las menopáusicas, los gordos, los atrapados por la hipoteca, los que no saben sacarse una entrada por internet, las hijas del agobio y Doña Rosita La Soltera encontramos consuelo, mucho consuelo, en saber que lo que nos pasa es frecuente y común en este mundo tan raro. Para listo ya tenemos a Arcadi Espada.
Sucede que, a menudo, los tontos no encontramos amparo en estos tiempos dominados por la imagen del éxito. Basta con darse una vuelta en pleno agosto, desde casa, por Instagram, para que nos sintamos las más tontas del orbe por no estar triunfando como Los Chichos en un chiringuito. La fórmula lógica es muy sencilla: si todos los demás están bien y yo regu, algo debo de estar haciendo mal. La sensación que nos llega es que todo el mundo está viviendo la vida, que así es como le llaman a tener 15 días de vacaciones. “Yo, la peor de todas”, firmaba Sor Juana Inés de la Cruz al sentirse inapropiada. El callejón de los espejos en el que resistimos devuelve imágenes falsificadas que hacen pensar a no pocas personas que no pueden, que no alcanzan, que los demás están demasiado lejos, y que si no quieren quedarse atrás han de esforzarte en no se sabe bien qué.
El senderillo que va del yo al nosotros es el único camino válido y liberador que hay para nosotros, los tontos necesitados de consuelo mutuo
En el otro extremo del cuadrilátero están no solo los listos que tratan de explotar su imagen de triunfadores de la feria; también hallamos, en una doble vuelta de tuerca, a los y las listas que se proponen como referentes de la autoayuda. Son los líderes de la superación, estaban off pero ahora son on. También incluyo en este párrafo a los listos que se sacan selfis con una lagrimilla en el ojo, para contarnos que son tan perfectos que, por tener, tienen hasta días malos. Tener fe en los pocos listos que no necesitan consuelo es abrazar una falsedad y un darwinismo social que nos astilla.
¿Y cómo hacer, para que la experiencia propia y compartida sea realmente política, valiosa para los demás?, ¿cómo hacer para que el relato personal nos trascienda, sea válido para otros y al tiempo sepamos cómo respetar nuestra propia intimidad? Esto le preguntaba hace poco a un amigo escritor que en los últimos tiempos ha compartido en sus redes el proceso de depresión que ha sufrido, y esto mismo también se lo preguntaba hace poco a Luis García Montero a propósito de la escritura de Un año y tres meses, el poemario escrito a raíz de la enfermedad y la muerte de su compañera, Almudena Grandes. “Si no lo contara, mentiría”, fue la respuesta del poeta, que también me habló del sentido del pudor: “Si lo invado todo, no te dejo espacio para que el duelo sea tuyo también. Y, para emocionar, hay que estar en diálogo con la dignidad humana”. El senderillo que va del yo al nosotros es el único camino válido y liberador que hay para nosotros, los tontos necesitados de consuelo mutuo.
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