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El coronavirus de la pobreza
Mascarillas de retales y jindama de serie. Bajos sin luz y pisos de antigua protección social: el coronavirus no ha acabado con las clases sociales pero ha hermanado a los sin nada con quienes empezaron a ser degradados por la crisis financiera, los currantes que ya no tenían suficiente con un empleo, los que se las ventilaban como podían para llegar a fin de mes o al fin del día. No faltan comerciantes que han chapado sus tiendas mientras se han disparado las ventas on line tras los cerrojos echados.
Ese es el rostro de muchos de los damnificados: mucho sueldo justito más que justo, arrojados a la precariedad de quienes ni siquiera tienen todavía una renta mínima y no han podido raspar la prestación de autónomos, los préstamos ICO o las medidas que, al menos, intenta poner en marcha el Gobierno. Las rentas mínimas de inserción, en aquellas comunidades que existen, siguen confinadas en una larga espera burocrática que a veces supera los quince meses. Hemos pasado de la turismofobia a que los rentistas de Airbnb recojan fresas en Huelva. Los más jóvenes –quizá recién licenciados en carreras de campanillas-- vuelven la mirada a Francia para la recogida del ajo, que empieza en junio.
El parón de la economía también le ha echado el freno a la sumergida. El 17 por ciento del PIB, ya saben. Y no sólo a la de los narcos que, a trancas y barrancas, han seguido repartiendo cocaína con drones o intentando colar mercancía por Cádiz, Málaga, Huelva, Sevilla o Galicia, con las cuatro toneladas de coca a bordo de un buque con bandera de Togo. O han llegado a organizar por WhatsApps imposibles emboscadas a la policía, como ocurriese hace algunas semanas en el Campo de Gibraltar. Los ladrones ya no van a la oficina aunque uno de ellos, en un séptimo piso y disfrazado de Spiderman, saltara al vacío como Peter Parker cuando le pillaron in fraganti en una cocina ajena.
Las cárceles se han convertido en una prisión doble, sin actividades, sin visitas, aunque al menos unos dos mil presos pudieron cumplir condena en casa, gracias al cumplimiento de los terceros grados con control telemático, telefónico o personal con el objetivo de mantener la reducción de la población reclusa. Sin embargo, todavía queda mucho que hacer: con los presos mayores de 65, con las internas embarazadas o madres dentro de prisión, algo demasiado habitual como para que pretendamos normalizarlo.
En el mercado negro, eso sí, los precios se han disparado. Pocas pateras –incluyendo una cargada de marroquíes de retorno a su país--, aunque los sin papeles que siguen aquí los han perdido ya todos. Pero hay otras industrias que están fuera del control público, aunque no queden tan a las afueras de la ley como el trasiego de ilícitos o de personas. Ha sido la debacle de quienes echaban horas sueltas en bares o en mercados, chapuces de toda suerte, servicio doméstico, asistencia domiciliaria o compraventa de chatarra.
Por no hablar de la prostitución, que ha seguido ejerciéndose de extranjis y con gran riesgo por parte de las mujeres víctimas de la trata. ¿Cabiria, Lola Espejo Oscuro, Hortensia Romero llevarán mascarillas, cómo guardar la distancia requerida en eso que llaman servicio? Médicos del Mundo, que lleva décadas repartiéndoles tantos preservativos como jeringuillas a los yonquis, ha continuado asistiéndolas, pero por teléfono. Y parecen tener más miedo a los chulos que al bicho.
El paisaje de la desolación es variado. Asentamientos que arden en llamas y polideportivos fríos como a veces resulta la caridad. Sin embargo, José Chamizo, de Sevilla Acoge y Voluntarios por Otro Mundo, escuchó hace unos días una confesión sorpresiva de labios de un sin techo reciente: “Ahora estoy feliz, porque como han abierto los pabellones, tengo donde dormir y donde comer”. Esa hermosa ciudad reúne a tres de los barrios más pobres de España, incluyendo al que más, el de Los Pajaritos. Cáritas destina el 85 por ciento de sus presupuestos en Madrid para buscar sustento a las bocas vacías. En la callejuelas del Raval de Barcelona, más allá de las postales y los souvenires, en algunas casas todavía se percibe ese indudable olor a nevera vacía. Los S.O.S. de los boquerones perdidos se han triplicado, según The Guardian. Hambre de Carpanta no se pasa, eso no: Cruz Roja, Cáritas y otras ONGs de menor calibre o de incidencia local, reparten alimentos entre quienes no podían llevar una factura del supermercado que justificase sus salidas del confinamiento. Cuando no, la gente hace cola en Aluche o en el teatro de Lavapiés para recoger la comida que reúnen los vecinos.
España estrena una nueva versión del Concierto de San Ovidio: durante la etapa más dura del confinamiento, sin franjas horarias ni alivio de luto, hubo pobres de guardia en las callejuelas vacías y ancianas en sillas de ruedas lampando por un euro a las puertas de las tiendas semiabiertas. Pero hay otras hambres encubiertas: en los dédalos de chabolas y en las viviendas de Villamiseria no faltan a menudo televisores de plasma –quizá porque la televisión siga siendo el ocio de los pobres--, pero no hay tantas tabletas ni ordenadores para que los niños puedan seguir en casa las clases del maestroescuela.
Servicios sociales colapsados y una atención telemática propia de Pedro Picapiedra. Los ayuntamientos están desbordados no porque se hayan multiplicado los menesterosos sino porque, en primera línea de batalla, los municipios también notaron los recortes en la filantropía; los mismos tijeretazos que a niveles autonómicos o estatales se cebaron con la Ley de Dependencia, ese endeble pilar del Estado del Bienestar en nuestro país. Sin embargo, todavía quedan vestigios funcionariales, a todas las escalas, que prestan más atención al loable esfuerzo de acabar con la picaresca, en vez de intentar sostener el frágil equilibrio de un sistema de solidaridad visiblemente constipado.
Mucho se ha hablado de los desplazamientos a las segundas residencias, pero hay quien no tiene ninguna. A pesar de la moratoria de los alquileres felizmente establecida por el Gobierno, la gente teme que le echen de casa, o que la pierdan, en plena crisis o en plena posguerra. O que puedan perder a sus hijos, porque sin un céntimo en la cartera y sin clavos ardiendo a los que asirse, la autonomía de turno puede retirarles la tutela de sus menores de edad.
En confinamiento, también me lo dice Chamizo, pobres y ricos sólo tienen un denominador común en esta época: los desajustes psicológicos, por hablar fino; o sea, que nos estamos volviendo locos. Y no sólo por el cumplimiento estricto de un ritual que para sí lo quisiera el Palmar de Troya: el cambio riguroso de ropa y de calzado, lavados continuos, desinfecciones, llevadas a veces al paroxismo, en el platillo opuesto a los ocho mil detenidos en España por saltarse a la torera la cuarentena o las sanciones por abrir baretos como si no ocurriese nada.
¿Podemos confiar en que todos estos desajustes van a resolverse cuando termine la desescalada y comience la recuperación? Lo dudo mucho. Si cuando había dinero, el cuarto mundo seguía olvidado, difícilmente habrá recursos para todos cuando todos seamos harapientos, si la curva de la recuperación económica no cobra tanto entusiasmo como la de la COVID-19. La peor pandemia sigue siendo un sistema implacable que carece de coartadas sociales desde que cayó el muro de Berlín y naufragaron las socialdemocracias. No parece que el coronavirus vaya a conducir a la UCI al capitalismo.
Mascarillas de retales y jindama de serie. Bajos sin luz y pisos de antigua protección social: el coronavirus no ha acabado con las clases sociales pero ha hermanado a los sin nada con quienes empezaron a ser degradados por la crisis financiera, los currantes que ya no tenían suficiente con un empleo, los que se las ventilaban como podían para llegar a fin de mes o al fin del día. No faltan comerciantes que han chapado sus tiendas mientras se han disparado las ventas on line tras los cerrojos echados.
Ese es el rostro de muchos de los damnificados: mucho sueldo justito más que justo, arrojados a la precariedad de quienes ni siquiera tienen todavía una renta mínima y no han podido raspar la prestación de autónomos, los préstamos ICO o las medidas que, al menos, intenta poner en marcha el Gobierno. Las rentas mínimas de inserción, en aquellas comunidades que existen, siguen confinadas en una larga espera burocrática que a veces supera los quince meses. Hemos pasado de la turismofobia a que los rentistas de Airbnb recojan fresas en Huelva. Los más jóvenes –quizá recién licenciados en carreras de campanillas-- vuelven la mirada a Francia para la recogida del ajo, que empieza en junio.