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Corrientes de aire
Hace unos días me abrieron una ventana.
Las tengo por todo el cuerpo y en los lugares más recónditos, pero la gente no suele fijarse porque anda a sus cosas. Algunas, como las de la parte alta, funcionan a modo de claraboyas con un derrame luminoso hacia dentro que me da la coartada para pensarme a mí misma. Otras, las vidrieras, me muestran la belleza de un mundo que otros tildan de soporífero, pero que yo percibo como un manojo de teselas de colores. También tengo un mirador, uno poderoso que nada tiene que envidiarle a los que aparecen en las guías turísticas y que pierden su encanto precisamente por eso, pero solo le doy uso cuando tengo un gran acontecimiento que observar con atención y últimamente mis amigos ni se casan ni me invitan a bautizos y comuniones.
Hace unos días, me abrieron una de mis ventanas.
Una de esas que permanecen selladas durante años en algún rincón de la memoria, desde el instante insoslayable en que decidimos dar carpetazo a aquella historia que quizás no debimos abrir nunca y nos impedía continuar con el impulso de la vida. Y de pronto una tarde cualquiera, varias décadas después, alguien, con una palabra, un mensaje, un gesto, te pone contra las cuerdas para hacerte ver que en realidad nunca la cerraste del todo – nunca tapiamos del todo lo vivido– sino que más bien andaba entornada mientras nos dedicábamos a otros menesteres. Aplaudo encontrarme con personas que me abren ventanas, esa es la verdad, por más insólito que suene.
No puedo pasar por delante de una ventana abierta sin asomarme al interior una y otra vez e imaginar esas vidas dibujadas a ese otro lado de las rejas o del cristal
“Eres una mujer con corrientes de aire”, me dijo hace años un amigo que quería ser poeta. No le creí, claro –a los poetas no se les cree así sin más o corremos el riesgo de que nos abismen–, ni tampoco le comenté el asuntillo de mis ventanas por decoro, pero lo cierto es que desde niña sobrellevo esta filia mía que hoy día no sólo mantengo, sino que alimento en cuanto puedo. La cosa podría abreviarse así: no puedo pasar por delante de una ventana abierta sin asomarme al interior una y otra vez e imaginar esas vidas dibujadas a ese otro lado de las rejas o del cristal y preguntarme cómo serán sus corrientes de aire, qué sienten o qué comen o desayunan o cómo friegan los platos o cómo cocinan o de qué están charlando o qué leen. A veces recorro la misma calle varias veces, arriba y abajo, en este afán mío.
Siguiendo los consejos de autocuidado que me dio una vez mi psicóloga y ante su insistencia para que fuera más autocompasiva, me digo que tampoco mi filia es tan preocupante después de todo, que señoras y señores del visillo ha habido siempre y en todas las épocas y que las escritoras somos mucho de asomarnos a otros abismos y volar con ellos en este instinto de exploración que es la escritura. De dónde si no íbamos a sacar la arcilla de nuestros relatos. Yo suelo apoyarme al alféizar dejando medio cuerpo a cobijo, siempre con la garantía de tener a mano libreta y lápiz, por si surge en ese preciso instante el germen de una historia o las tempestades colaterales que provocan.
Desde que era niña, si quería saber qué tal había ido un examen, miraba por la ventana. Si me preocupaba algo, miraba por la ventana. Si quería averiguar si yo era o no invisible para aquel chico que me gustaba, miraba por la ventana. Y aunque no creo haber llegado jamás a una respuesta certera, la vida tras el cristal me enseñó que esa vida es inmensa e inmensa es su complejidad y que cuando nos aventuramos a su espectáculo, en realidad nos estamos asomando a nuestros propios abismos.
El exilio al que te somete el paso de los años me ha demostrado que no hay mayor derrota que el olvido de lo propio y ajeno, no hay mayor muerte que esa, y son precisamente nuestras ventanas las que nos libran de esta suerte de tiempo sin tiempo
“Allí donde la toques, la memoria duele”, escribió el poeta griego Seferis. Sin embargo, el exilio al que te somete el paso de los años me ha demostrado que no hay mayor derrota que el olvido de lo propio y ajeno, no hay mayor muerte que esa, y son precisamente nuestras ventanas las que nos libran de esta suerte de tiempo sin tiempo.
Por eso todos los días –sin excepción– lo primero que hago al despertarme es levantar las persianas de mi casa y abrir ventanas, oír sus goznes, uno tras otro, oficiando mi propia liturgia. Como si las ventanas de mi casa tuvieran párpados pesados y remolones.
Vimos el mundo a través de ellas durante toda la pandemia. Asomarse a la ventana se convirtió en el instante del goce que nos conectaba con ese exterior ininteligible. Me vienen a la memoria muchas ventanas: las de los cuadros de Hopper –retratista de la soledad en interiores– y su mirada a través de ella con la luz transitando por las intimidades a su antojo; James Stewart en La ventana indiscreta, llevando al extremo la fascinación del mismo acto de mirar; o Mujer de aire, con la que Enriqueta Antolín culmina su trilogía autobiográfica y donde la protagonista, al despertar en una habitación de hospital, no puede sino sentir agradecimiento por las vistas que le ofrecerá la ventana en caso de tener que pasar mucho tiempo hospitalizada y en esa reflexión de la ventana es donde se produce la conciencia de su propia finitud. La ventana como probabilidad y certeza de lo que está por venir, como eco de todas las ventanas del mundo.
De pronto, una joven con un moño sostenido por un par de lápices, dientes torcidos antes de hacerse la ortodoncia y unos vaqueros que aún conservo, apareció en el encuadre y se acercó del otro lado para mirarme a los ojos
La imagen de la ventana entreabierta es un brocal. Permite pensar despacio. Es metáfora y a la vez un símbolo. Es el patio de vecinos que domina desde la penumbra de nuestra costumbre y nos convierte en seres nostálgicos y contemplativos.
Mi marido, que conoce mi secreto y lo sobrelleva como puede, me mandó hace unos días una web que te permite asomarte, de forma aleatoria, a las ventanas del mundo. Basta clicar en ella y la aplicación te muestra un nuevo ventanuco al azar en cualquier rincón del planeta, como si una estuviera dentro de una casa en Riverside, Brasil, Baltimore o Toronto, observando gozos y cuitas de otras vidas que poco se parecen a la nuestra.
Hace unos días, con la intención de domar un poco el estrés de los últimos tiempos, me entretenía un rato mirando tras las ventanas cuando apareció una en Hull, una ciudad oscura en el Reino Unido, país con numerosas ventanas clausuradas producto de la astucia de los ciudadanos para no pagar el “impuesto sobre la luz y el aire”, que normalmente se usaba para financiar las guerras. Cuantas más ventanas tenías mayor era la cantidad a desembolsar, de forma que para pagar menos las tapiaban. Allí, en Hull, cursé un semestre de Erasmus en mi último año de carrera. Dado que la parte de habitación mostrada me resultaba familiar –un gran ventanal que daba a un callejón podrido de ratas–, me quedé un rato observando aquella estampa. Y de pronto, una joven con un moño sostenido por un par de lápices, dientes torcidos antes de hacerse la ortodoncia y unos vaqueros que aún conservo, apareció en el encuadre y se acercó del otro lado para mirarme a los ojos.
“No me gusta la gente que solo es cuando trabaja”, me dijo la chica.
Le he comentado a mi marido que no pienso volver a abrir la dichosa web, aunque no he querido entrar en detalles superfluos ni hablarle de ese otro yo de hace 30 años que me ha recordado una de mis consignas de entonces. “No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, tenebroso y deslumbrante que una ventana tenuemente iluminada por un candil”, escribió Baudelaire.
Y ahí ando: cavilando tras una de mis ventanas hasta que ha comenzado a soplar un viento helado levantando papeles y recuerdos, como el de mi amigo, el que me dijo aquello de “eres una mujer con corrientes de aire”, el que quería ser poeta y nunca lo logró, pero sí que lo fue.
Hace unos días me abrieron una ventana.
Las tengo por todo el cuerpo y en los lugares más recónditos, pero la gente no suele fijarse porque anda a sus cosas. Algunas, como las de la parte alta, funcionan a modo de claraboyas con un derrame luminoso hacia dentro que me da la coartada para pensarme a mí misma. Otras, las vidrieras, me muestran la belleza de un mundo que otros tildan de soporífero, pero que yo percibo como un manojo de teselas de colores. También tengo un mirador, uno poderoso que nada tiene que envidiarle a los que aparecen en las guías turísticas y que pierden su encanto precisamente por eso, pero solo le doy uso cuando tengo un gran acontecimiento que observar con atención y últimamente mis amigos ni se casan ni me invitan a bautizos y comuniones.