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La derechona libertaria

El escritor Richard Ford reflexionaba recientemente a propósito de la COVID-19 acerca de la deriva individualista de EEUU, de su tendencia a la separación de los ciudadanos y a un aislamiento que a veces hace temer que el país esté en un tris de ser ingobernable. Sobre todo, desde la llegada de Donald Trump y su propensión a reventar los consensos básicos. Ford se lamenta de lo difícil que resulta que se cumplan unas normas de sentido común y del peligro de precipitarse a una suerte de anarquía, que él imagina como la separación y el individualismo por antonomasia. “Pensamos que la Constitución nos da el derecho a echarlo todo a perder si queremos y que eso está bien”, escribe. Me he acordado de estas palabras al contemplar las coloridas algaradas de la ultraderecha en los peores días de la pandemia pidiendo libertad, paradójicamente con los viejos emblemas de la dictadura que simbolizan lo contrario.

Ese es el único rasgo autóctono: las astracanadas españolistas que parecen secuencias de Raza o Alba de América, con sus arrebatados personajes enalteciendo la patria con la mirada férvida clavada en el infinito, como en trance hipnótico. Porque en lo demás las coordenadas son universales. Lo que hemos escuchado en las calles son las mismas proclamas de la extrema derecha internacional que circulan a velocidad instantánea por los vericuetos de la red (de las que alertan desde hace tiempo las organizaciones supranacionales), y que persiguen que arda la sociedad, animando a la insurrección contra un estado que tildan de intervencionista y castrador. No es una singularidad de España, insisto. Un repaso por el panorama mundial nos conduce a multitud de grupos furiosos clamando por rescatar a sus respectivos pueblos del yugo de los gobiernos totalitarios que cercenan el legítimo albedrío.

Nadie que tenga las meninges correctamente colocadas puede colegir que el confinamiento temporal, que se sepa la única receta para combatir la propagación del virus, constituye una agresión a los derechos fundamentales. Sin embargo, ahora es un mensaje fatalmente planetario, lindante con la anarquía a la que se refiere Richard Ford, que en nuestro país, pasado por el tamiz del pasodoble español y mucho español, alumbra una castiza derechona libertaria, cuyo carácter pintoresco nos tiene con la boca abierta y con una inclinación apenas contenida hacia el chiste fácil. Si recuerdan, fue al frecuentar Georgetown y tras su campechanía de pies en la mesa con Bush cuando Aznar soltó aquello de que quién era la DGT para decirle que no podía conducir cargado de copas. Una tiranía, vino a subrayar, tuteando al director de la DGT como suelen hacer con petulancia las gentes de orden con los que creen inferiores, mientras entre ellos se llaman públicamente de usted y de don.

El individualismo montaraz por encima de cualquier cosa es el hilo que ensarta las cuentas del collar de la ultraderecha internacional: reducir el estado a lo mínimo, dejarlo sin capacidad para coordinar políticas ante los desafíos globales como el actual, y a merced de las corporaciones empresariales y sus intereses. Anarquismo institucional emancipado del bienestar social. Pero admito que la versión española tiene un no sé qué imantado. Para mí su paradigma es la figura de la fallecida duquesa de Alba, con su tipismo de subvenciones millonarias, vestimenta tornasol y esa cadencia gangosa. Siempre me chocó que se la elogiara como modelo de mujer empoderada y moderna por hacer lo que le venía en gana, una costumbre que en realidad entronca con la esencia de la rancia aristocracia: considerar que las normas y leyes son para el populacho y que ellos están exentos de cumplirlas. Ya me dirán si no sería un estandarte ideal de la derechona libertaria. Debe ser que no han caído.

El escritor Richard Ford reflexionaba recientemente a propósito de la COVID-19 acerca de la deriva individualista de EEUU, de su tendencia a la separación de los ciudadanos y a un aislamiento que a veces hace temer que el país esté en un tris de ser ingobernable. Sobre todo, desde la llegada de Donald Trump y su propensión a reventar los consensos básicos. Ford se lamenta de lo difícil que resulta que se cumplan unas normas de sentido común y del peligro de precipitarse a una suerte de anarquía, que él imagina como la separación y el individualismo por antonomasia. “Pensamos que la Constitución nos da el derecho a echarlo todo a perder si queremos y que eso está bien”, escribe. Me he acordado de estas palabras al contemplar las coloridas algaradas de la ultraderecha en los peores días de la pandemia pidiendo libertad, paradójicamente con los viejos emblemas de la dictadura que simbolizan lo contrario.

Ese es el único rasgo autóctono: las astracanadas españolistas que parecen secuencias de Raza o Alba de América, con sus arrebatados personajes enalteciendo la patria con la mirada férvida clavada en el infinito, como en trance hipnótico. Porque en lo demás las coordenadas son universales. Lo que hemos escuchado en las calles son las mismas proclamas de la extrema derecha internacional que circulan a velocidad instantánea por los vericuetos de la red (de las que alertan desde hace tiempo las organizaciones supranacionales), y que persiguen que arda la sociedad, animando a la insurrección contra un estado que tildan de intervencionista y castrador. No es una singularidad de España, insisto. Un repaso por el panorama mundial nos conduce a multitud de grupos furiosos clamando por rescatar a sus respectivos pueblos del yugo de los gobiernos totalitarios que cercenan el legítimo albedrío.