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365 días...
Hace unos días, tropecé en Internet con un vídeo de Mary Poppins. Y de golpe, me vi con cuatro años junto a mis dos hermanas, en Navidades, tiradas en la alfombra gris del salón mientras veíamos la película en el televisor.
Aunque por entonces sabía que mi vida no era la de la clase social de aquellos niños, era inevitable no desear algunas cosas. Recordaba la envidia que me producía Mary Poppins porque los pájaros se posaban en su dedo cuando yo, por más que lo intentaba con mi canaria, me resultaba imposible. También recuperé de la memoria cuando mi hermana Eva y yo pensábamos si nuestros jarabes serían de diferentes colores. Cuando intentaba chasquear los dedos para ordenar la habitación por arte de magia (no, nunca lo conseguí), decir del tirón “supercalifragilisticoespialidoso” o sentarme en el pasamanos de una escalera para que me ascendiera de planta. Aún no había descubierto que aquel banquero me daba las primeras lecciones del capital que luego padecería. O esa mujer sufragista que, sin yo ser consciente, me haría cantar mi primera canción feminista.
Y me quedé un rato pensando en aquella niña de la alfombra. Que era yo, pero que ya no era la misma. Y, después de todos estos años, concluí que sin apenas quererlo hemos tenido la necesidad de incluir algo de fantasía en nuestras vidas, como en la película, hasta en el momento más oscuro, para sobrevivir. Pensé en la cantidad de historietas de ficción pura que tantas personas hemos inventado en este tiempo, para que la verdad fuese menos dolorosa. Las mentirijillas de las madres a sus hijos para hacerles creer que su bocata de mortadela era lo mejor, o que los Reyes Magos a veces se olvidan de pasar por casa porque otros niños lo necesitan más. O aquellas que contamos a nuestros padres cuando enferman para hacerles sentir que no es tan grave como realmente es, o inventarnos una realidad diferente cuando no hay trabajo para que no sufran.
Pensé también en lo maravilloso que sería pintar un cuadro en el suelo y saltar sobre él, como hacía Mary Poppins, para vivir durante un espacio de tiempo. Y que allí todo fuese como una quisiera. Donde no hubiera indeseables que solo buscan hacer daño. Donde no hubiese personas refugiadas ni emigradas forzosas, ni guerras, ni bosques quemados, ni animales extinguidos, ni explotación, ni miedo, ni desigualdad, ni crimen, ni maltrato, ni racismo, ni fascismo, ni machismo o cualquier tipo de violencia. Solo unos minutos donde dé la sensación de que podemos vivir sin que nadie nos machaque hasta reducirnos a seres sin nombres e insignificantes. Hasta convertirnos en marionetas con hilos de acero, que pierden la capacidad de rebelarse ante lo que ocurre.
Aquella niña de la alfombra ya queda demasiado lejos. Ha visto la avaricia del dinero hasta destruir la humanidad, y ha conocido a quienes lanzan veneno desde la ira porque nunca han aprendido a ser mejores personas. A estas alturas solo le han quedado algunas lecciones claras. El aprendizaje que da la soledad y tener el fango hasta el cuello. De dormir con miedo y angustia, y de levantarse pensando que todo era pasajero.
Este 2017 empecé en uno de los momentos más bajos de mi vida, hasta que unas personas me hicieron saltar a un cuadro donde la vida me cambió por completo, para empezar a ascender y recomponerme. Y más de una vez, en todos estos 365 días, he pensado cuánta mierda hemos vivido si hasta cuando nos ocurre una racha buena nos da miedo. Porque no es lo nuestro, porque no es lo normal, porque eso no nos suele pasar. Porque no estamos acostumbrados a que las cosas mejoren, ni a que nos valoren, ni a que nos permitan respirar. Y siempre con el miedo de que, en cualquier momento, la lluvia de una tormenta nos diluya y borre del cuadro, haciéndonos salir de él.
En este tiempo, la niña de la alfombra que veía Mary Poppins se ha hecho mayor. Y a día de hoy he aprendido que solo quiero seguir aprendiendo. Que hay que dejar ir y no ofrecer más tiempo a quienes no lo merecen ni aprecian. Y lo más importante: no resignarse jamás, no dejar de rebelarse ante lo injusto, tener la conciencia tranquila y resistir hasta el último día. Lo único que no he aprendido es a responder con la misma moneda a quienes más daño me hicieron. Quizás porque ni mi madre, ni mi padre, ni mis hermanas o mis abuelas me hicieron ser de semejante calaña. Y se lo agradezco.
Y aún así, a pesar de todo, llega el viento del oeste y la niebla gris...
Hay que cambiar de rumbo. Los 365 días se agotan. Y respiras porque has podido y has llegado hasta el último día del año, como si del fin de la película se tratase. Haces balance, te esfuerzas para quedarte con lo bueno, y quitar de tu equipaje todo aquello que hace sufrir, escuece o pesa.
Y una vez hecho, no queda más remedio que soltar el cordel de la cometa para que vuele.
No queda más remedio que evitar el mal trago de la despedida, como hace Mary Poppins.
Abrir el paraguas, alejarse sin hacer ruido y alzarse para volar hacia un nuevo año.
Y no mirar atrás salvo para sonreír con orgullo y alivio porque hemos tenido la fuerza de sobrevivir.
Y resistir, en estas circunstancias, lo es todo.
Hace unos días, tropecé en Internet con un vídeo de Mary Poppins. Y de golpe, me vi con cuatro años junto a mis dos hermanas, en Navidades, tiradas en la alfombra gris del salón mientras veíamos la película en el televisor.
Aunque por entonces sabía que mi vida no era la de la clase social de aquellos niños, era inevitable no desear algunas cosas. Recordaba la envidia que me producía Mary Poppins porque los pájaros se posaban en su dedo cuando yo, por más que lo intentaba con mi canaria, me resultaba imposible. También recuperé de la memoria cuando mi hermana Eva y yo pensábamos si nuestros jarabes serían de diferentes colores. Cuando intentaba chasquear los dedos para ordenar la habitación por arte de magia (no, nunca lo conseguí), decir del tirón “supercalifragilisticoespialidoso” o sentarme en el pasamanos de una escalera para que me ascendiera de planta. Aún no había descubierto que aquel banquero me daba las primeras lecciones del capital que luego padecería. O esa mujer sufragista que, sin yo ser consciente, me haría cantar mi primera canción feminista.