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22M, la dignidad y la violencia
Quienes llegamos andando a Madrid el pasado 22M, después de dejar atrás a nuestras familias y problemas durante más de dos semanas, llegamos con las mochilas llenas de dignidad y esperanza. Dignidad porque no nos resignamos a vivir en precario, en la exclusión social o en la pobreza extrema a la que nos ha llevado esta crisis que no hemos provocado. Esperanza porque pensamos que, tras el 22M, tienen que confluir todas las luchas y conflictos sociales que se están dando desde el comienzo de la crisis en unos objetivos y espacios comunes, así como en un calendario de movilizaciones continuadas y potentes. Esperanza en que seamos capaces de autoorganizar por abajo un movimiento unitario contra el paro y la precariedad que nos permita forzar otras políticas socioeconómicas que favorezcan a las personas y no sólo a los bancos y a las grandes empresas multinacionales.
En nuestras mochilas no llevábamos piedras, ni objetos punzantes, ni rodamientos, ni tirachinas y sí mucho deseo de que todo transcurriera en paz. A lo largo de todos y cada uno de los actos, reuniones y asambleas que hemos ido realizando en los meses, semanas y días previos a lo largo y ancho del país, no hemos dejado de repetir que esta movilización era radicalmente no-violenta. Desobediente, pero pacífica, a pesar de que quienes hemos estado en las carreteras estamos sometidos a una violencia diaria estructural de un sistema que nos ha dejado abandonados en la cuneta.
Quienes llegamos andando estamos sometidos a otro tipo de violencia sistémica, porque sufrimos muchos problemas de supervivencia diaria que antes de la crisis ninguno de nosotros imaginábamos que íbamos a sufrir. Somos gente común, normal y corriente, invisible, porque sólo se habla en las tertulias mediáticas de los grandes datos de la macroeconomía, pero es hora de hablar de microeconomía. Es hora de hablar de las personas que tienen los frigoríficos vacíos y que dependen de los abuelos y abuelas para poder alimentarse en una especie de comuna familiar con olla común incluida. También hay que hablar de las personas desempleadas de más de 45 o 50 años –entre los que me encuentro–, que a pesar de tener una profesión y capacidad probada a lo largo de nuestra vida laboral, tenemos una dificultad manifiesta a la hora de insertarnos de nuevo en el mercado laboral; o de nuestros hijos, que no pueden acceder al primer empleo y que cuando lo consiguen lo hacen en condiciones de precariedad laboral extrema, una precariedad que ya alcanza a todas las edades.
¿Y cómo no hablar de la pobreza energética? Otro drama humano que afecta a cuatro millones de personas. Y, por supuesto, ¿cómo no hablar de los desahucios, ya que buena parte de los que hemos andado formamos parte de esa población perseguida por los bancos?
Esto último lo conozco bien, ya que he estado perseguido durante tres años por esta situación, y que pude resolver tras dos huelgas de hambre –la segunda de 15 días que terminó en un hospital– que me permitieron recuperar la parte embargada de mi vivienda con una condonación de deuda cercana al 80%. Gracias también al apoyo de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Un movimiento no-violento en el que practicamos la desobediencia activa y pacifica, tal y como diariamente demostramos en cada una de nuestras acciones.
La crisis ha venido para quedarse por mucho tiempo, a pesar de que el Gobierno nos promete una pronta recuperación que no es creíble: el mismo Fondo Monetario Internacional publicó recientemente que para el año 2017-2018 el desempleo bajará solo un punto o dos. De hecho, prestigiosos economistas de ATTAC, como Alberto Montero, nos dicen que vamos hacia una situación de crisis permanente, similar a lo que hemos podido ver durante décadas en América Latina, con ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. También los economistas y expertos sobre el euro, como Pedro Montes o Juan Francisco Martín Seco, nos dicen que en este modelo europeo de moneda única nuestro país no tiene futuro, ya que hemos perdido la soberanía política y económica. Vivimos en una doble Europa, la rica del Norte y la pobre del Sur, y tiene que llegar el momento en que nuestra sociedad reflexione profundamente al respecto, porque esta Europa no es una Europa ni de los ciudadanos, ni de los pueblos. Es una Europa construida al servicio de los bancos y multinacionales.
Por otra parte, la deuda externa de nuestro país es impagable y tenemos que hacerle frente aplicando radicalmente el NO PAGAMOS, como en su momento hicieron Argentina o Ecuador. De no ser así, nuestro país va directamente al subdesarrollo. Hay un dato publicado recientemente que dice que hemos retrocedido en la renta per cápita 14 años, y nada indica que no vayamos a seguir retrocediendo.
Igualmente tenemos que recuperar para el sector público los sectores estratégicos de la economía como la energía, el agua, la banca, las telecomunicaciones, etc... El Estado tiene que volver a la economía. Los mercados, como hemos podido comprobar, si los dejamos totalmente libres, se convierten en la ley de la selva, donde siempre ganan los más fuertes.
Todo esto queremos ponerlo en la agenda social y política en nuestro país, por eso era necesario para los poderes económicos, políticos y mediáticos crear una gran cortina de humo media hora antes de los telediarios, para que en los días siguientes no se hablara de tales cosas y se hablara sólo de unos disturbios que duraron no más de una hora y pico y de los que las organizaciones nos hemos desmarcado repetidas veces a lo largo de los últimos días. Aunque conocidos tertulianos insisten en que aún no lo hemos hecho.
Hay quienes están muy interesados en convertir el conflicto social latente desde el inicio de esta crisis en un conflicto de orden publico, a pesar de que como recientemente reconoció el ministro del Interior el año pasado 2013 se realizaron en nuestro país 44.000 convocatorias de manifestaciones y muy pocas –tan sólo unas décimas porcentuales– habían derivado en violencia.
Sí, ya ha pasado el 22M y estamos aún con los pies y los cuerpos doloridos, pero el alma y el corazón, llenos de dignidad, esperanza, emociones y legitimidad. Las cifras de participación que han dado los medios internacionales nos legitiman para continuar luchando por un futuro digno, articulando un nuevo y potente movimiento social por los derechos humanos y sociales autoorganizado por abajo, que conquiste nuevas mayorías sociales, frente a esa minoría que nos lo quiere quitar todo. También las libertades.
Por último, cuando estoy repasando este artículo, veo en los medios el informe de Cáritas en el cual se manifiesta que 700.000 hogares carecen de ingresos y que nuestro país ocupa el segundo lugar en la Unión Europea en índice de pobreza infantil... Pues eso también es violencia.
Quienes llegamos andando a Madrid el pasado 22M, después de dejar atrás a nuestras familias y problemas durante más de dos semanas, llegamos con las mochilas llenas de dignidad y esperanza. Dignidad porque no nos resignamos a vivir en precario, en la exclusión social o en la pobreza extrema a la que nos ha llevado esta crisis que no hemos provocado. Esperanza porque pensamos que, tras el 22M, tienen que confluir todas las luchas y conflictos sociales que se están dando desde el comienzo de la crisis en unos objetivos y espacios comunes, así como en un calendario de movilizaciones continuadas y potentes. Esperanza en que seamos capaces de autoorganizar por abajo un movimiento unitario contra el paro y la precariedad que nos permita forzar otras políticas socioeconómicas que favorezcan a las personas y no sólo a los bancos y a las grandes empresas multinacionales.
En nuestras mochilas no llevábamos piedras, ni objetos punzantes, ni rodamientos, ni tirachinas y sí mucho deseo de que todo transcurriera en paz. A lo largo de todos y cada uno de los actos, reuniones y asambleas que hemos ido realizando en los meses, semanas y días previos a lo largo y ancho del país, no hemos dejado de repetir que esta movilización era radicalmente no-violenta. Desobediente, pero pacífica, a pesar de que quienes hemos estado en las carreteras estamos sometidos a una violencia diaria estructural de un sistema que nos ha dejado abandonados en la cuneta.