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España está para irse a un balneario
Aviso a los entusiastas de las revoluciones de andar por casa. Pese a lo que pueda parecer, no estamos asistiendo a los últimos días del imperio romano en versión española. Ni la gestión tristísima del caso de ébola, ni el delirio de frenopático de Artur Mas en Cataluña, ni el escalofriante carnaval de horteras con tarjeta gratis total de Caja Madrid derribarán el sistema democrático. El asalto a los cuarteles de invierno tendrá que esperar. España, pese a todo, no se cae.
Eso sí, no nos vengamos arriba más de la cuenta: el país no está para sacar pecho como un adolescente inflado de testosterona sino para irse a un balneario después de autoconcederse una baja por estrés y agotamiento.
Tasas de desempleo insoportables, pobres con nómina que no llegan a fin de mes, dos millones de hogares en los que no entra un euro ni por asomo y una corrupción que ha hecho metástasis invitan a cualquier cosa menos a pensar bien de los demás. Y menos todavía de unos cuantos con plaza en mando que tienen el mismo nivel de empatía que el muro de una cárcel.
¿Cómo nos va a extrañar el descrédito de quienes nos representan y cómo nos va a extrañar que muchos ciudadanos busquen las salidas populistas de los mesías de low cost que nos prometen regenerar el país en un par de fines de semana como máximo?
Tenemos a ministras paralizadas por su ineptitud ante una crisis sanitaria de la peor gravedad; a consejeros de Sanidad como el de Madrid que pegarían más haciendo de chulapones en una representación de aficionados de la verbena de la paloma; a presidentes como el de Cataluña que llevan a sus comunidades del delirio al abismo y a toda una caterva de impresentables de todo signo político, empresarial y sindical viviendo como nuevos ricos con las tarjetas de la vergüenza que les proporcionó uno de los ex amigos íntimos de José María Aznar.
La conclusión de trazo grueso admite pocos matices: está casi todo como para salir huyendo a algún país civilizado. O como para montar una catarsis democrática por la vía de urgencia. Cualquier cosa menos hacer un Rajoy y quedarse en estado de petrificación mientras los problemas se pudren alrededor.
España no se va por ningún desagüe, pero algunos parecen empeñados en empujarla a un abismo del que nos va a costar mucho salir. Al tiempo.
Aviso a los entusiastas de las revoluciones de andar por casa. Pese a lo que pueda parecer, no estamos asistiendo a los últimos días del imperio romano en versión española. Ni la gestión tristísima del caso de ébola, ni el delirio de frenopático de Artur Mas en Cataluña, ni el escalofriante carnaval de horteras con tarjeta gratis total de Caja Madrid derribarán el sistema democrático. El asalto a los cuarteles de invierno tendrá que esperar. España, pese a todo, no se cae.
Eso sí, no nos vengamos arriba más de la cuenta: el país no está para sacar pecho como un adolescente inflado de testosterona sino para irse a un balneario después de autoconcederse una baja por estrés y agotamiento.