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Espejismo navideño ¿y progresista?

28 de diciembre de 2020 21:03 h

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Un oasis en la travesía del 2020: se inyectan las primeras vacunas. Prensa y telediarios abren con ancianas y sanitarias emocionadas. La alegría es lógica. Las autoridades, políticas y científicas insisten, sin embargo, en que sería temerario echar las campanas al vuelo. Pero, de hecho, es como si el 22 hubiera tocado, muy repartido, el Gordo de la Inmunidad. Si, en breve, no hay una espectacular subida de contagios y muertes habrá que creer en los milagros. Porque la Navidad está siendo casi la habitual. Nos resistimos al cambio. Al rey, por lo visto, le pasa igual.

Mucho se ha analizado el contenido/vacuidad del mensaje navideño de Felipe VI y si basta o no como crítica a la impresentable y quizá delictiva conducta de su padre decir que “los principios morales y éticos (…) obligan a todos y están por encima de cualquier consideración, incluso de las personales o familiares”. Tanto o más grave es que al no desmarcarse del ansia golpista de los militares retirados que contaban con él para “fusilar a 26 millones de hijos de puta (y toda su estirpe)” escore la institución no a la derecha, sino a la ultraderecha. Pero lo más llamativo, ya a primera vista, es que Felipe VI no crea en nada: ni en él, ni en su mensaje, ni en quienes escuchamos del otro lado.

Por eso hace peor papel que Juan Carlos I. Que era un falso, un cínico con lo de “la ley es igual para todos”, ahora lo sabemos. Pero creía en sí mismo, en el rol histórico que desempeñó en su momento, la Transición. Tuvo un proyecto. ¿Qué ofrece este Felipe VI que, tras haberle costeado los mejores colegios, es incapaz de transmitir un mensaje de diez minutos con convicción, sino que lee con un desinterés patético?

La verdadera razón de ser de las Navidades, que el capitalismo nos hace olvidar con la avalancha de consumismo, es recordar un mensaje tan revolucionario hoy como hace 2020 años: la fraternidad que encarna Jesucristo. Celebrar que quien la hace real en su vida, por más que el poder lo persiga y aplaste, vence a la muerte. ¿Y cuál fue el arma de esa revolución, según los Evangelios? La palabra. La palabra que sana como en el génesis del Antiguo Testamento lo primero fue el verbo. La Navidad es un llamamiento al cambio, a una militancia humanística, a un proyecto solidario. Construirlo, trabajarlo y realizarlo. Creer.

¿Monarquía o república? Proyecto social

Ni en los años más vistosos de Juan Carlos I, los de la Expo’92 y los Juegos Olímpicos de Barcelona, tenía él pegado al televisor en Nochebuena a tanto aplaudidor. Nadie salía al balcón a vitorearle, ni colgaba banderas monárquicas. Pero la corona era parte indiscutida del pacto de convivencia democrática. Mucha izquierda, no solo socialista, le agradecía el papel contra el 23-F. Quienes hoy montan tanta alharaca son quienes esa noche estuvieron con el golpista Tejero, antes con el dictador Franco, la casta de La escopeta nacional de Berlanga y quienes sueñan ascender a la cumbre rancia.

Cierto que hoy falta la mayoría legal necesaria para reformar la Constitución y plantear un nuevo pacto social más hondamente democrático, o sea, republicano. Aunque el PSOE fuera al fin consecuente con sus principios y respaldara el proyecto republicano de Unidas Podemos y partidos periféricos, toda la derecha en España se opone como si fuera una locura al sistema político de Estados Unidos y 20 de los 26 países de la UE (como Alemania, Francia, Italia, Portugal, Grecia…)

Pero, ¿quiere la coalición progresista en el Gobierno defender, ellos sí con convicción, un proyecto que pensando en la mayoría social purifique lo podrido del sistema por décadas?

Porque los gobiernos del PSOE de González y de Zapatero marcaron hitos en la conquista de derechos (educativos, sanitarios, individuales como el divorcio, el aborto, el matrimonio LGTBI, identidad trans), pero cuando sacrificaron los principios progresistas, Felipe encantado de devenir estadista neoliberal, Zapatero forzado al austericidio para pagar a los bancos, facilitaron los podridos años de Aznar y Rajoy. Todo mientras, por prudencia o miedo, taparon que la Familia Real cobraba dinero de oscuras dictaduras, pagaba con tarjetas black, llevaba millones a guaridas fiscales y burlaba la ley al no pagar impuestos.

Si ahora, el PSOE de Pedro Sánchez se deja convencer de que su enemigo es el vicepresidente Pablo Iglesias, el problema de España es la gente más de izquierda y republicana, y pacta con el poder económico que lo putrefacto siga intacto, el virus seguirá extendiendo su daño. Y estos años en que se pudo fortalecer una sana mayoría democrática, frente a abusos corruptos y maniobras fascistas subterráneas, quedarán reducidos a un ilusionante espejismo.

Un oasis en la travesía del 2020: se inyectan las primeras vacunas. Prensa y telediarios abren con ancianas y sanitarias emocionadas. La alegría es lógica. Las autoridades, políticas y científicas insisten, sin embargo, en que sería temerario echar las campanas al vuelo. Pero, de hecho, es como si el 22 hubiera tocado, muy repartido, el Gordo de la Inmunidad. Si, en breve, no hay una espectacular subida de contagios y muertes habrá que creer en los milagros. Porque la Navidad está siendo casi la habitual. Nos resistimos al cambio. Al rey, por lo visto, le pasa igual.

Mucho se ha analizado el contenido/vacuidad del mensaje navideño de Felipe VI y si basta o no como crítica a la impresentable y quizá delictiva conducta de su padre decir que “los principios morales y éticos (…) obligan a todos y están por encima de cualquier consideración, incluso de las personales o familiares”. Tanto o más grave es que al no desmarcarse del ansia golpista de los militares retirados que contaban con él para “fusilar a 26 millones de hijos de puta (y toda su estirpe)” escore la institución no a la derecha, sino a la ultraderecha. Pero lo más llamativo, ya a primera vista, es que Felipe VI no crea en nada: ni en él, ni en su mensaje, ni en quienes escuchamos del otro lado.