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El estrabismo de la justicia
Como un árbitro vendido al equipo visitante; como el día que el muñeco Rockefeller descubrió que José Luis Moreno no era su padre; como el día que nos sorprendió saber que Jesús Gil estaba mangando en el Ayuntamiento de Marbella. Así, la justicia, más que ciega, bizca; una Robin Hood inversa que enchirona al robagallinas y llega a acuerdos con los tiburones. Contra los negros, en Estados Unidos; a favor de la familia Pujol en España. Cualquier día nos enteraremos de que Juan Carlos I juega a paddle con Puigdemont, mientras ingresa en la trena un padre de familia por un delito que cometió cuando era un broncas hasta la pirula diez años atrás.
El pobre Montesquieu sigue muriendo a diario. Y no sólo en Cuba o en Venezuela, que también. O en Marruecos o en China, pongamos por caso. El autor intelectual de la teoría de separación de poderes en democracia debe estar pasándolo peor que Umberto Eco viendo una maratón de concursos televisivos. El derecho es de todos, pero la Justicia parece ser de unos cuantos.
La Unión Europea le tiraba de las orejas al Gobierno de Polonia por amañar una reforma judicial a la medida del partido en el poder desde hace seis años: por no hablar de la legislación anti LGTBIQ de dicho país y de Hungría, que no les hará abandonar, no teman, el cajero comunitario.
Si los gobiernos están perplejos; el legislativo, una pelea de gallos, el judicial es un tablero del monopoly en el que los jugadores, mientras ensalzan su independencia, compran chalecitos y hoteles, pequeñas franquicias con toga para que sus siglas puedan tener quienes le escriban sentencias a medida, hasta desdibujar la ecuanimidad de los propios tribunales.
Censura de los medios, registros sin papeles, prohibición de manifestaciones y de reuniones, siempre y cuando no sean de organizaciones legales o de la administración".
En España, las plazas del Consejo General del Poder Judicial saldrán a subasta cuando el Partido Popular negocie por encima de sus posibilidades el cupo que le corresponda. Desde diciembre de 2018, dicho órgano está en funciones. Y en funciones, también, el prestigioso magistrado Carlos Lesmes Serrano, a la sazón a su vez presidente del Tribunal Supremo. Si tanto aflige a los demócratas de bien que no se renueve su pleno, ¿por qué no dimite del cargo? Puede hacerlo perfectamente y, en menos tiempo de lo que tarda una prueba de antígenos, tendrían que ponerse manos a la obra para renovar nuestra judicatura. Al menos, parece comprometido a hacerlo tras una reciente reunión con Jueces para la Democracia y si antes de la apertura del año judicial sigue todo tan empantanado como una eterna operación retorno.
Si ya no creemos en nuestros representantes políticos, en las instituciones a las que representan, en La Zarzuela como una Jefatura de Estado en modo jarrón chino, ni en los empresarios ni, algunos, en los sindicatos, sólo nos queda el Tribunal Constitucional. Y sus señorías acaban de sacar fuera de la ley a buena parte de España en aquella encrucijada terrible de marzo de 2020, cuando La Moncloa tuvo que bajarle el dobladillo al decreto de alarma para intentar contener a una ucronía sacada de cualquier capítulo de Black Mirror. Incluso Vox, el mismo partido que denunció su aplicación, llegó a apoyar su declaración. Qué cosas tiene el señorito, que diría Gracita Morales.
Lo paradójico es que los constitucionales casi reprochen al Gobierno de Sánchez que se pasara de frenada democrática y que no aplicase el estado de excepción en vez del de alarma: ya saben, doce días en la trena antes de saludar al juez, por ejemplo, cuando ahora son tres y ya nos parecen muchos. Censura de los medios, registros sin papeles, prohibición de manifestaciones y de reuniones, siempre y cuando no sean de organizaciones legales o de la administración. Y todo ello, que me lo expliquen, sin que hubiera graves desórdenes públicos que es para lo que está previsto el asunto.
El Gobierno central dicen que los gobiernos periféricos tienen respuesta legal para afrontar la crisis y los gobiernos periféricos alegan que sólo tienen preguntas. Las carcajadas del coronavirus se escuchan, seguro, en el salón de los pasos perdidos".
¿Qué podremos hacer, ahora, con la ley en la mano si la quinta ola del Covid se convierte en un tsunami? Recobrar la fe y rezarle a Santa Rita, patrona de lo imposible. Si hasta los toques de queda son como la ley de sucesiones, distintos según en la comunidad que se aplique, ¿con qué artículos, decretos, leyes orgánicas o lo que fuere, volveremos a quedarnos en casa de noche o saliendo al supermercado como quien ve a un amante en horas muertas? El Gobierno central dicen que los gobiernos periféricos tienen respuesta legal para afrontar la crisis y los gobiernos periféricos alegan que sólo tienen preguntas. Las carcajadas del coronavirus se escuchan, seguro, en el salón de los pasos perdidos.
Y si el Constitucional arroja más dudas que la salud pública en un desembarco de turistas británicos con 50.000 contagios en un día en las islas del Brexit, ¿qué decir de los tribunales que exculpan a cargos públicos con serios indicios de mangancia en la Gürtel y en lo que no es la Gürtel, pero al mismo tiempo investigan hasta el tuétano la increíble contratación de una niñera a cargo de un partido?
Ahora, el Gobierno se ha reunido consigo mismo para estudiar la reforma de la Ley de Seguridad. Y hay quien teme que refuerce tanto al capitán del equipo que deje en el banquillo al parlamento. Nadie tiene por qué dudar de que Pedro Sánchez no utilizaría torticeramente el blindaje de su cargo para hacer uso de recurso tan extremo. Ni tampoco Casado. Sin embargo, ¿qué pasaría con una ley así en manos de alguien que no conozca ni de oídas a Montesquieu? O de, aún conociéndolo, piensa que chocheaba y que la democracia no necesita que se democratice la justicia. Que están así bien las cosas como están. Que discutamos los indultos, por más que sean discutibles. Pero no digamos ni pío sobre la terrible sensación de que la diosa justicia ya dejó de ser ciega pero padece, desde hace mucho, un agudo caso de estrabismo.
Como un árbitro vendido al equipo visitante; como el día que el muñeco Rockefeller descubrió que José Luis Moreno no era su padre; como el día que nos sorprendió saber que Jesús Gil estaba mangando en el Ayuntamiento de Marbella. Así, la justicia, más que ciega, bizca; una Robin Hood inversa que enchirona al robagallinas y llega a acuerdos con los tiburones. Contra los negros, en Estados Unidos; a favor de la familia Pujol en España. Cualquier día nos enteraremos de que Juan Carlos I juega a paddle con Puigdemont, mientras ingresa en la trena un padre de familia por un delito que cometió cuando era un broncas hasta la pirula diez años atrás.
El pobre Montesquieu sigue muriendo a diario. Y no sólo en Cuba o en Venezuela, que también. O en Marruecos o en China, pongamos por caso. El autor intelectual de la teoría de separación de poderes en democracia debe estar pasándolo peor que Umberto Eco viendo una maratón de concursos televisivos. El derecho es de todos, pero la Justicia parece ser de unos cuantos.