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Fango

4 de noviembre de 2024 19:55 h

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En días como estos, todos nos llamamos barro, aunque Miguel o Miquel nos llamemos, aunque nos llamemos Ausías o Dolors o Sara, con su bebé ahogado camino de ninguna parte, en un utilitario aún sepultado en una acequia.  

A ríos revueltos, ganancias del horror: la corriente arrastraba cuerpos sin vida, ahogados sin baliza, ancianas que expiraron cuando la ciénaga inundó sus domicilios como un tsunami sin alertas a su debido tiempo. Los automóviles se acumulan todavía en la desembocadura metálica de los callejones como una pirámide de ese pequeño apocalipsis que, en apenas unas horas, se cobró más de doscientas almas.  

La orquesta del Titanic estrenaba una rara sinfonía de teléfonos sin respuesta, mientras la gente aguantaba el chaparrón sobre los tejados de las gasolineras o en camiones a los que iba llegando lentamente el agua al cuello. Desde la incómoda distancia de nuestros televisores, veíamos los caballos de los jinetes en la tormenta relinchando a través de las cámaras térmicas, la calle mayor de Letur partida en dos como un desfiladero imposible, o esa geografía del acabose que ya aparece escrita en nuestros mapas del mayor dolor: Alaquàs, Albal, Aldaia, Alfafar, Algemesí, Benetússer, Catarroja, Llocnou de la Corona, Massanassa, Paiporta, Picanya, Sedaví, Utiel o el barrio de La Torre de la ciudad de Valencia.  

Mientras los salteadores saqueaban los comercios con los cadáveres de las dependientas aún sobre los charcos, ya chapoteaban sobre las aguas turbulentas del ciberespacio los bulistas y los sabelotodos, los conspiradores y los conspiranoicos, los responsables irresponsables, los lideres sin liderazgo, el supuesto jefe de la oposición que cada vez que habla sube el pan y cada vez que calla baja su crédito.  

Desde las tribunas, los estudios, los platós, las granjas de bots y la insolencia de la ignorancia se seguirá culpando de todo a los meteorólogos, votaremos a Donald Trump para que la estupidez nos gobierne, no nos importará que Elon Musk y sus convoyes de satélites privaticen las comunicaciones, lo mismo que hemos privatizado a los servicios de emergencia.

¿Dónde estaba Tirant Lo Blanch para salvarles, para salvarnos? El carrer blanc también se habrá llenado de tierra húmeda, esa extraña sepultura bajo la que laten fugitivos y desprevenidos, seres humanos convertidos en pecios de un naufragio: el del mundo que conocimos, el que ya no volverá a ser, sin libros de instrucciones para sobrevivir a lo que muchos presagiaron y otros muchos negaron hasta la saciedad. Que viene el lobo, decían, como si no nos incumbiese. El lobo ya está aquí y todavía hay quien lo discute. Bertolt Brecht relataba como Gautama El Buda se empeñaba en alertar a los habitantes de una vivienda que su casa ardía. ¿Hace frío afuera, estaremos seguros si escapamos del fuego?, preguntaban mientras eran devorados por las llamas. ¿Será cosa del cambio climático, de una simple gota fría?, cuestionamos ahora, sin que sepamos qué hacer cuando a esta catástrofe le sobrevenga otra. Llámémosle equis pero el planeta empieza a matarnos más de la cuenta, entre urbanizaciones en primera línea de playa o junto a los cauces secos que de repente resucitan.  

Desde las tribunas, los estudios, los platós, las granjas de bots y la insolencia de la ignorancia se seguirá culpando de todo a los meteorólogos, votaremos a Donald Trump para que la estupidez nos gobierne, no nos importará que Elon Musk y sus convoyes de satélites privaticen las comunicaciones, lo mismo que hemos privatizado a los servicios de emergencia, como si disolviéramos a la Guardia Civil y le sustituyéramos con vigilantes jurados.  

Cuando despertemos de esta pesadilla, cuando sea rescatada la última víctima, cuando terminen de baldear las aceras y los locales de Zara, cuando la grúa lleve al garaje la última furgoneta de Mercadona, sabremos que el dinosaurio de esta tragedia seguirá entre nosotros. Y habrá que pasar lista a los errores cometidos, sentar a la DANA en el banquillo, limpiar las esquirlas de odio, secar los sollozos, desmentir los insultos al pueblo llano, consolar la rabia de su desesperación, asumir como nuestras las manchas en el rostro de los reyes o de los presidentes, combatir la cizaña abonada con la tragedia, saldar los intereses creados de los profesionales del caos, encerrar en su templo a la Virgen de la Cueva granizando sobre la democracia.  

El pueblo soberano asume su soberanía plena cuando vienen mal dadas, ya se llamen Prestige o pavorosos incendios, los nueve milímetros parabellum de ETA, las bombas de Atocha, los atentados de las Ramblas o el volcán de la Palma.

Bajo el fango, las patrañas, los espejismos, las preguntas que estaban flotando en el viento, el odio como una larga galerna alimentada por odio. Más allá del fango, como avisaba Salvador Espriu, siguen sendas de muerte. Pero también de vida: de aquellos barros no sólo llegan esos funestos lodos. De ahí la esperanza: voluntarios, en su mayoría jóvenes, dispuestos a dejar de ser convidados de piedra en una videoconsola, el Estado en forma de bombero o un concejal con la camisa arremangada, un soldado declarando la guerra a la impotencia, una cualquiera auxiliando a un fulano sin preguntarle credo ni ideología.  

El pueblo soberano asume su soberanía plena cuando vienen mal dadas, ya se llamen Prestige o pavorosos incendios, los nueve milímetros parabellum de ETA, las bombas de Atocha, los atentados de las Ramblas o el volcán de la Palma. Frente a quienes pretenden convertirle en populacho, contra aquellos que buscan anegar con un turbión sus palabras y su sufragio, la ciudadanía nada a contracorriente, aporta lo que tiene a mano –compasión, botes de leche o espiochas-- respira un boca a boca, apaga los radio macutos y se crece, ante la adversidad y ante los adversarios, porque sabe que frente al peligro no cabe la equidistancia.  

Su dignidad, a menudo injuriada, su aquí estoy yo frente a los papeles perdidos, ole nosotros. Con frecuencia, ingobernables. A menudo, mal gobernados. Los que bailan el vals de los desobedientes con Johanthan Pocoví. Ese gentío que no tiene otro nombre que el barro es lo que nos salva, el mejor antídoto contra los dioses de esa perniciosa lluvia tan distinta o tan parecida a la de Vicent Andrés Estellés: “Y llueve, y llueve, y llueve, y gotea en el cráneo, y gotea en un techo de zinc en el corral, y el cuerpo tiene una tristeza de pared húmeda, una tristeza de mueble humilde cuando llueve, el cuerpo; y el alma, que se siente de pronto subir a la garganta y estarse un rato allí, clavada, como un vidrio, anudando el sollozo, y llueve, y llueve, y llueve, y llueve, y llueve, y llueve, mansa, callada, terca, monstruosamente llueve”.

En días como estos, todos nos llamamos barro, aunque Miguel o Miquel nos llamemos, aunque nos llamemos Ausías o Dolors o Sara, con su bebé ahogado camino de ninguna parte, en un utilitario aún sepultado en una acequia.  

A ríos revueltos, ganancias del horror: la corriente arrastraba cuerpos sin vida, ahogados sin baliza, ancianas que expiraron cuando la ciénaga inundó sus domicilios como un tsunami sin alertas a su debido tiempo. Los automóviles se acumulan todavía en la desembocadura metálica de los callejones como una pirámide de ese pequeño apocalipsis que, en apenas unas horas, se cobró más de doscientas almas.