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¿Es usted feliz?
Hace unos meses, el grupo de teatro del Instituto público donde estudian mis hijos representó una adaptación de la obra distópica “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury. El salón de actos se vistió de adolescentes representando una sociedad en la que los libros estaban prohibidos y donde un grupo de bomberos prendía fuego a los textos a la temperatura a la que arde la cultura. Nos calcinamos todos. Nos inflamamos. A 451 grados Fahrenheit. Recuerdo el estremecimiento general de muchos padres al ver a sus vástagos defendiendo así la cultura y rebelándose contra la censura.
Al finalizar, me acerco a la muchacha que interpreta a Clarisse McClellan para felicitarla por su actuación, sobre todo en el momento en el que le pregunta al protagonista (Montag, el bombero) si es feliz. ¿Es usted feliz? El salón de actos exuda entonces la contención de una sospecha: ¿Sabríamos nosotros responder, sin holgadas meditaciones, a esta pregunta?
Freud defendía que los instintos insatisfechos son las fuerzas que impulsan nuestras fantasías y que cada fantasía es, por tanto, una satisfacción de deseos, una satisfacción de esa realidad insatisfecha. ¿Existirá, entonces, una relación directa entre el grado de felicidad e insatisfacción del ser humano como lector a la hora de esgrimir nuestras razones para leer? ¿Leen más las personas insatisfechas que las felices? Puede.
Le digo a la muchacha:
–Un mundo sin libros. Qué horror, ¿no?
–Sí, pero la obra se escribió en los años 50. Eso no va a pasar nunca.
No va a pasar nunca. Eso me dijo.
Fahrenheit 451, de todas formas, no trata de la censura gubernamental, sino de la vampirización de la lectura por parte de otros medios de comunicación de masas. Bradbury esbozó en los años 50 la principal amenaza del porvenir de la cultura: no hará falta censura alguna en una sociedad donde ya pocos se molestan en abrir un libro, en tocar un libro, en leer un libro, en oler un libro.
Se habla mucho de los lectores -nosotros- y de nuestros hábitos –los nuestros-- y poco, muy poco, del escaso margen de beneficio que la venta del libro deja en comparación a otros negocios, por ejemplo. O de los precios de los alquileres de los locales
Parece que el Covid nos ha arrebatado a todos el olfato y seamos incapaces de detectar los focos del incendio que asola nuestras ciudades. Bradbury parecía conocer bien esa fascinación del hombre por la observación y manipulación del fuego. El comienzo de año se estrena con la muerte de diez librerías sevillanas, a la que se suma Verbo con una clausura inminente: El Gusanito Lector, Verbo de Asunción; Verbo de Sevilla Este; Yerma; Caótica; Tharsis; Panella; Isla de papel; Fuji Comics. Todas las muertes duelen, desde luego, sobre todo cuando van de la mano de la proliferación de otros negocios vinculados exclusivamente a la afluencia turística que padece la ciudad.
Lo trágico de la situación es que ni siquiera hace falta prohibir los libros porque quemamos los templos que los acogen todos los días, santuarios en los que muchos de nosotros –o yo, al menos— fuimos capaces de responder con las entrañas a aquella pregunta de ¿Es usted feliz?
Sea como fuere, poner el foco exclusivamente en los hábitos lectores tampoco nos alumbra ni nos ofrece ninguna esperanza en esta debacle. Se lee menos. Se lee de otra manera. El Homo sapiens ha parido y modelado al insaciable Homo consumericus que codicia llenar el vacío, la frustración y la soledad a golpe de tarjeta, pero que siempre sentirá que hay algo más que consumir –sexo, experiencias, salud, entretenimiento, objetos, historias– mientras escupe queroseno en los centros comerciales y en las compras online. El pequeño comercio aguanta, moribundo.
De todo este paisaje somos corresponsables, qué duda cabe, pero este año no me cabe más culpa. Me desdibujo de tanto pecado que se nos atribuye a los ciudadanos de a pie. Porque lo cierto es que se habla mucho de los lectores -nosotros- y de nuestros hábitos –los nuestros-- y poco, muy poco, del escaso margen de beneficio que la venta del libro deja en comparación a otros negocios, por ejemplo. O de los precios de los alquileres de los locales. O del incremento del precio del papel. O de la subida de los costes energéticos. O del efecto que la gentrificación tiene en el centro de las ciudades. O del escuálido fomento a la lectura por parte de las Administraciones Públicas.
Prometo que mi intención inicial era escribir una oda a los libreros y libreras que sacudieron mis días con instantes de felicidad sin tiranías. Una carta de amor
El cierre no es un fenómeno nuevo. Mi madre regentaba una librería-papelería de barrio que tuvo que echar la persiana debido, entre otros factores, al auge de los centros comerciales en los años 90 y a la permisividad de que los colegios concertados de la zona vendieran -sin licencia ni pagar impuestos- libros y material escolar. Yo tiré de la persiana junto a ella. Desde entonces detesto los centros comerciales con el mismo órgano con el que detesto otros modelos de consumo. Creo que es el bazo, no sabría concretarlo, pero su dolor está anclado en los paisajes íntimos de la infancia.
Si el libro es el lugar donde perdernos sin miedo, (Antonio Gómez Galán escribió un artículo muy elocuente al respecto, titulado “El libro como lugar”) y las librerías, nuestra topografía necesaria para tales escarceos, una ciudad sin librerías convierte a nuestras urbes en no-lugares, en esos espacios basura que recorremos a diario.
Prometo que mi intención inicial era escribir una oda a los libreros y libreras que sacudieron mis días con instantes de felicidad sin tiranías. Una carta de amor. En cambio, y al hilo de esos espacios-basura que habitamos, he terminado recordando aquel poema de Juan Bonilla “Esto quería ser un poema de amor” (Es fea, bien lo sabes, tu costumbre / De computar amores en bolsas de basura), magnífica crónica de la vida sentimental narrada a través del desafío cotidiano de llenar y bajar a tirar nuestras propias bolsas de basura. Malditos poetas. Esto pretendía ser un poema de amor y no un sentido quejido por los desperdicios que arrojamos en las calles de nuestras ciudades. Siempre habrá en el cubo una nueva bolsa de basura que mañana llenaremos, por más que nos pese.
Volvamos entonces: ¿Es usted feliz?, le preguntó McClellan a Montag.
Dado que el fuego destruye pero también alumbra, el 6 de enero anunció la cadena La Botica de Lectores la esperanzadora noticia de que abrirá una nueva librería en Sevilla justo en el lugar donde El Gusanito Lector nos acogió durante casi tres décadas. El hombre resurgido de sus propias cenizas en la calle Feria. Así que a la pregunta de ¿Es usted feliz?, Montag respondió “con la forzada sonrisa de todos los hombres chamuscados y desafiados por las llamas”. Porque eso somos, casi todo el tiempo: criaturas chamuscadas y desafiadas por las llamas.
Hace unos meses, el grupo de teatro del Instituto público donde estudian mis hijos representó una adaptación de la obra distópica “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury. El salón de actos se vistió de adolescentes representando una sociedad en la que los libros estaban prohibidos y donde un grupo de bomberos prendía fuego a los textos a la temperatura a la que arde la cultura. Nos calcinamos todos. Nos inflamamos. A 451 grados Fahrenheit. Recuerdo el estremecimiento general de muchos padres al ver a sus vástagos defendiendo así la cultura y rebelándose contra la censura.
Al finalizar, me acerco a la muchacha que interpreta a Clarisse McClellan para felicitarla por su actuación, sobre todo en el momento en el que le pregunta al protagonista (Montag, el bombero) si es feliz. ¿Es usted feliz? El salón de actos exuda entonces la contención de una sospecha: ¿Sabríamos nosotros responder, sin holgadas meditaciones, a esta pregunta?