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El feminismo era el precio
Estados Unidos ha alcanzado un acuerdo con los talibanes que abre la puerta a un alto el fuego definitivo en Afganistán, después de 19 años de combates y cuatro décadas de conflicto. Las mujeres temen que sus precarios derechos sean un tema menor en las negociaciones. Pocos medios han puesto el foco en esta mitad de la población, pese a que ya hay indicios de que el acceso de las afganas a la educación, el trabajo o la salud corren un peligro serio, y debería ser una cuestión fundamental para todos los defensores de los derechos humanos. Una vez más, las mujeres, principales víctimas de la guerra, pueden serlo también de la paz, ante la indiferencia y la pasividad de la comunidad internacional. Amelia Valcárcel escribe en Ahora, feminismo (Cátedra) que la opresión de la mujer es un fenómeno universal que hallamos en todas las culturas y que el feminismo no sólo ha cambiado por completo la sociedad, sino que es el producto más elevado de la democracia misma.
En esta semana de efemérides en torno al 8 de marzo, en la que abundan las pomposas declaraciones institucionales y premios con una clara intención bienqueda, no vendría mal reflexionar a la manera de la profesora Valcárcel, quien en el mencionado libro recorre la historia del feminismo y concluye que en sus cuatro siglos de existencia “se ha probado como la política capaz de introducir mayor libertad y bienestar en el mundo que habitamos”. Si echamos un vistazo al planeta, resulta obvia la concordancia entre sociedad avanzada y relevancia de la mujer. En el ataque a sus conquistas también es fácil ver un embate a la calidad de la democracia y sus valores compartidos: libertad, igualdad, justicia, solidaridad y rechazo de la violencia. En Afganistán y en Occidente. En España y en Andalucía, donde llegamos a esta fecha, lastimosamente, con el consenso sobre violencia de género dinamitado y la ley que se logró aprobar sin votos en contra hace poco, en el limbo.
Se trata de una de las exigencias de Vox para sostener el gabinete de Juan Manuel Moreno Bonilla. Su precio, su moneda de cambio. Ha sido el mismo Mariano Rajoy -quien desde que abandonó la Moncloa se ha especializado en frases lapidarias- el que ha dicho que no es bueno que los extremos condicionen los gobiernos. Aquí lo sabemos bien, por mucho que se hagan voluntariosas traducciones libres de sus postulados sexistas y se intenten tapar y revestir de normalidad las inagotables letanías de exabruptos. En políticas de igualdad el balance del primer año de la nueva Junta es un confuso vaivén, del que lo único que se puede sacar en claro es que desde luego no ha ido a mejor. La propia consejera Rocío Ruiz llamó a las asociaciones de mujeres “chiringuitos de género” ( aunque luego enmendó) y se prestó a horadar la credibilidad de las unidades de violencia de género e infundir temor a sus trabajadores con una polémica accesoria sobre la obligatoriedad de la colegiación.
Dirán que la obsesión antifeminista de la ultraderecha es lógica, que va en su naturaleza reaccionaria y que lo suyo es el machismo cavernario, del que (menudo sarcasmo) se escandalizan hasta sus otrora fervorosas diputadas. Pero entonces convendrán conmigo en que Vox no es un partido cualquiera con el que se puede negociar tranquilamente pactos concretos sin que te alcance la infección tóxica, como sostienen PP y Ciudadanos, quienes en ocasiones encima abrazan sus mensajes con la esperanza de recuperar los votos que se les fueron. Vox sobrepasa con creces la raya de ser una opción política más de ideas alejadas y contrarias; es una formación autoritaria y peligrosa que robustece además la xenofobia y la homofobia, contagia la involución y se sirve de las reglas del juego para llegar al poder sin creer del todo en ellas.
En Andalucía y en otras comunidades cuyos gobiernos dependen de Vox los ultras han logrado destruir acuerdos básicos sin los cuales la convivencia se resiente. Se equivocan PP y Ciudadanos si creen que la cuestión de la mujer es secundaria y hasta cierto punto sacrificable. No es un asunto más del debate, es el asunto. La extrema derecha sabe lo que hace: la ofensiva a la causa feminista es en realidad una embestida a la democracia porque, como dice Amelia Valcárcel, la democracia es necesariamente feminista. Feliz 8 de marzo en las calles.
Estados Unidos ha alcanzado un acuerdo con los talibanes que abre la puerta a un alto el fuego definitivo en Afganistán, después de 19 años de combates y cuatro décadas de conflicto. Las mujeres temen que sus precarios derechos sean un tema menor en las negociaciones. Pocos medios han puesto el foco en esta mitad de la población, pese a que ya hay indicios de que el acceso de las afganas a la educación, el trabajo o la salud corren un peligro serio, y debería ser una cuestión fundamental para todos los defensores de los derechos humanos. Una vez más, las mujeres, principales víctimas de la guerra, pueden serlo también de la paz, ante la indiferencia y la pasividad de la comunidad internacional. Amelia Valcárcel escribe en Ahora, feminismo (Cátedra) que la opresión de la mujer es un fenómeno universal que hallamos en todas las culturas y que el feminismo no sólo ha cambiado por completo la sociedad, sino que es el producto más elevado de la democracia misma.
En esta semana de efemérides en torno al 8 de marzo, en la que abundan las pomposas declaraciones institucionales y premios con una clara intención bienqueda, no vendría mal reflexionar a la manera de la profesora Valcárcel, quien en el mencionado libro recorre la historia del feminismo y concluye que en sus cuatro siglos de existencia “se ha probado como la política capaz de introducir mayor libertad y bienestar en el mundo que habitamos”. Si echamos un vistazo al planeta, resulta obvia la concordancia entre sociedad avanzada y relevancia de la mujer. En el ataque a sus conquistas también es fácil ver un embate a la calidad de la democracia y sus valores compartidos: libertad, igualdad, justicia, solidaridad y rechazo de la violencia. En Afganistán y en Occidente. En España y en Andalucía, donde llegamos a esta fecha, lastimosamente, con el consenso sobre violencia de género dinamitado y la ley que se logró aprobar sin votos en contra hace poco, en el limbo.