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Cómo llamar a los huérfanos de hijos
Los árboles de los malvados no nos dejan ver el bosque de los héroes. O es que quizá este país tiene demasiadas estatuas ecuestres como para distinguir a la infantería ligera, esa gente que según Joan Manuel Serrat siempre estuvo detrás de las letras mayúsculas y las gestas de la humanidad, detrás de los himnos y de las banderas, detrás de las cifras y de los rascacielos. A menudo, olvidamos a quienes alimentaron a los ejércitos del César o arrastraron, como desveló Bertolt Brecht, los grandes bloques de piedra con que los reyes supuestamente levantaron Tebas, la ciudad de las siete puertas.
Aplaudimos con justicia las victorias de Rafael Nadal o de la selección de baloncesto, vitoreamos a los líderes políticos -si bien es cierto que cada vez con menos entusiasmo-, admiramos a los tiburones de las finanzas aunque digamos detestarles o pedimos selfies a una legión de boca chanclas y huelebraguetas que viven de ocupas en nuestros televisores. En nuestro tiempo se está librando una guerra por la dignidad y la cabeza de puente se llaman Patricia Ramírez y Ángel Cruz, los padres de Gabriel, el niño que quiso ser un pez y fue devorado por una sirena escalofriante que ahora se sienta en el banquillo.
Ahí es donde ambos marcan la diferencia. Cuando tendrían el airado derecho de las víctimas a clamar venganza, ellos exigen justicia, nada más y nada menos. Pero también reclaman que su hijo no muera dos veces. Una, asesinado a manos de una mujer con la que le unía el agravante de una relación de confianza. Y otra, aniquilando su recuerdo en ese circo que convierte al dolor en un negocio.
Imagino el reconcomio que habita a los dos, la sorda angustia de quien pierde a un hijo, máxime cuando es un crimen el que se lo arrebata. Supongo sus dudas, malicio sus lágrimas, pero les he visto agarrarse siempre a una canción quizá porque la música amansa a las fieras y es lo último que se olvida. Frente al alarido, su serenidad nos reconforta a todos; siendo ellos los primeros en necesitar paradójicamente consuelo, su mirada en cambio parece que nos abrazara. Frente a los ladridos de la jauría del ojo por ojo, ellos han intentado que nadie use en vano el nombre de Gabriel, como si quisieran, sin alardes, dedicarnos a todos la educación que nunca podrán ya dedicarle a él.
Seguro que no son perfectos, que les habrá arrebatado la rabia y descorazonado la razón, pero ahí están, en pie, pero en pie de paz, trasmitiendo desde el burladero de los medios de comunicación la confianza que pocas veces transmiten las instituciones, los poderes públicos, eso que a menudo llamamos Estado.
Soldados deconocidos
En un país donde medran los tiralevitas y los petulantes, los avaros a los que decimos despreciar pero que en el fondo idolatramos; en la España del mangoneo y la mangancia, la que va de la avenida de la desmemoria al bulevar del olvido, la que sueña con platós y a la que le faltan platos de lentejas, le cabe todavía un candil de esperanza. Aquí y ahora, hay soldados desconocidos que se echan a diario a la calle para intentar llegar al final de la jornada, gente que no defiende la educación y la salud pública por ideología sino a menudo por simple necesidad, supervivientes del cuarto mundo, clase media empobrecida, abuelos que ejercen de padres y padres que ejercen pluriempleo. Hay muchos más héroes de cada día en nuestros pueblos y ciudades que en los gloriosos panteones de la historia. Ángel y Patricia lo son: ¿quién va a condecorarles con la medalla al merito civil sin otro distintivo que el de ser demócratas y demostrarlo?
Cuando nada es firme, la justicia flaquea y los gobiernos no existen, cuando la avaricia rompe el saco y lo pagamos entre todos, cuando la barbarie aspira a representarnos y a veces lo logra, allí están ellos. Nadie, que yo sepa, ha ingeniado todavía una palabra para definir a los padres que se quedan huérfanos de hijos. La Real Academia de la Lengua podría considerar la posibilidad de utilizar sus nombres para ello. Con muchos otros hemos sentido compasión, duelo e impotencia. Con ambos, también. Pero a su vez orgullo.
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