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Gracias, Lalachus

13 de diciembre de 2024 21:35 h

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Crecí en los ochenta y los noventa, y entre muchas otras cosas, eso quiere decir que mi cultura audiovisual está marcada por las Mama Chicho, por las azafatas del Un, dos, tres, por las chicas del Telecupón o por las hermosas niñas rubias y delgadas que protagonizaban todas las series y películas que adoraba.

En casa me disfrazaba y jugaba a ser ellas, esas chicas preciosas que siempre aparecían sonriendo en la tele. Las azafatas de El precio justo, las concursantes de Miss España, las azafatas de La ruleta de la fortuna, las chicas en bikini que rodeaban a Jesús Gil en un jacuzzi. Sonriendo, siempre sonriendo, manteniendo la postura recta, la pierna hacia delante y la boca cerrada.

Este bombardeo constante durante toda nuestra infancia y adolescencia nos grabó a fuego una idea en la cabeza: la valía de las mujeres estaba en su aspecto físico, nuestro derecho a ser representadas, miradas, y por lo tanto a existir, radicaba en ser guapas, delgadas y discretas. Sonreír, acompañar a los verdaderos protagonistas (ellos) y callar.

Lo más pernicioso de este fenómeno no era solo lo que mostraba, sino lo que omitía. Las mujeres fuera de estos cánones simplemente no existían en la pantalla. La narrativa cultural relegaba a millones de mujeres a la invisibilidad y limitaba sus aspiraciones.

Año tras año, las campanadas son un escaparate de mujeres que encarnan el ideal de mujer heteropatriarcal: delgadez, elegancia, carisma contenido y buen acompañamiento de un hombre que se lleva el protagonismo humorístico o intelectual

Por más que una haya crecido, madurado, leído teoría feminista e ido a terapia, el sentimiento de insuficiencia, la lucha contra nuestros cuerpos, el miedo al rechazo y la inseguridad que aquello nos creó, se quedó como una huella indeleble en nuestro cerebro. Por eso, la elección de Lalachus para presentar las campanadas en Televisión Española va mucho más allá de la anécdota, es una señal de que algo está cambiando, es un foco de esperanza, es un pequeño triunfo de todas nosotras.

Verán, tengo 43 años y llevo toda mi vida, repito, TODA mi vida, comiéndome las uvas con un señor alto, bajo, gordo, delgado, joven, mayor, canoso, guapo, feo... y eso sí, muy bien abrigado, con una mujer despampanante al lado que aguanta estoicamente el frío con un vestido que nos deje apreciar bien su cuerpo, como es debido. Año tras año, las campanadas son un escaparate de mujeres que encarnan el ideal de mujer heteropatriarcal: delgadez, elegancia, carisma contenido y buen acompañamiento de un hombre que se lleva el protagonismo humorístico o intelectual.

Como era de esperar, la elección de Lalachus, rompiendo por fin esta insana tradición, ha escocido a muchos, y los comentarios sobre su físico y su peso han proliferado como chinches rabiosos. Se ha hablado de gordofobia, pero déjenme que les diga lo que pienso: no es gordofobia, es machismo.

En el fondo, lo que les molesta no es su físico, sino su autonomía: el hecho de que no se ajuste a lo que se espera de una mujer en el espacio público

Las burlas sobre su peso no son más que una excusa para enmascarar una crítica más profunda: su presencia incomoda porque no se limita a ser decorativa, sino que es disruptiva. Lalachus tiene una voz propia, una risa fuerte y contagiosa, tiene cosas que decir y las dice sin pedir permiso, posee una de las mejores armas de la inteligencia: el humor, y para colmo tiene un cuerpo que impone presencia, que no se avergüenza ni se esconde, que se goza y se disfruta, que baila, que celebra la vida. En el fondo, lo que les molesta no es su físico, sino su autonomía: el hecho de que no se ajuste a lo que se espera de una mujer en el espacio público.

A veces no somos conscientes del bien que pueden generar estos pequeños gestos. Ojalá la pequeña Laura que odiaba su barriga mientras deseaba con todas sus fuerzas parecerse a algunas de las protagonistas de las series o los programas que veía, hubiera tenido a una Lalachus en la pantalla del televisor, o mejor, a muchas Lalachus parlanchinas, con distintos cuerpos, con distinto pelo, con distintas formas de estar en el mundo. Se habría sentido menos pequeña, habría crecido con menos miedo.  

Gracias, Lalachus, porque verte feliz y gozosa presentando las campanadas será un regalo para todas nosotras, para todas las niñas que crecimos pensando que algo estaba mal en nuestro cuerpo, en nuestra voz, en nuestra forma de ser. Estoy deseando oír tu risa sonora y auténtica, brindar contigo por un futuro más sano y libre de estereotipos dañinos, y por favor, abrígate, que hace frío, o mejor dicho, haz lo que te dé la gana, y sigue enseñándonos cosas. 

Crecí en los ochenta y los noventa, y entre muchas otras cosas, eso quiere decir que mi cultura audiovisual está marcada por las Mama Chicho, por las azafatas del Un, dos, tres, por las chicas del Telecupón o por las hermosas niñas rubias y delgadas que protagonizaban todas las series y películas que adoraba.

En casa me disfrazaba y jugaba a ser ellas, esas chicas preciosas que siempre aparecían sonriendo en la tele. Las azafatas de El precio justo, las concursantes de Miss España, las azafatas de La ruleta de la fortuna, las chicas en bikini que rodeaban a Jesús Gil en un jacuzzi. Sonriendo, siempre sonriendo, manteniendo la postura recta, la pierna hacia delante y la boca cerrada.