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Gritar por el derecho constitucional a abortar, una necesidad vital: “We won't go back!”

6 de mayo de 2022 23:12 h

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En estos meses neoyorquinos en los que el bicho tiene alterados los patrones de socialización de la ciudad, ya de por sí complicados, me he aficionado a las audionovelas. Y fue así cómo venía yo el lunes descendiendo por la quinta avenida, desde la maravillosa sede de la biblioteca pública de Nueva York en la 42, escuchando A room of one´s own de Virginia Woolf, justo después de haberme detenido a contemplar el bastón que usó la escritora y que apareció flotando el día de su suicidio, en 1941, en el río Ouse, y algunos trozos del manuscrito de su famosa novela Mrs Dalloway, entre la colección de objetos, auténticos tesoros, que la biblioteca exhibe estos meses en su exposición Treasures.

En su ensayo publicado en 1929, que funde las conferencias que la autora dictara en sendas universidades británicas y que reflexionan sobre la mujer y la escritura, Woolf deplora, con una modernidad que a mí me resultaba hiriente, las dificultades que habían tenido, a lo largo de la historia, las personas de mi sexo para explorar sus talentos literarios y para encontrar en la literatura un registro de voz propio. Dificultades asociadas a la falta de recursos y autonomía económica; a la falta de un espacio de intimidad desde el que escribir; a la escasa posibilidad de acumular experiencias vitales que luego plasmar en papel; a la imposibilidad de retratarse, sino a través de la mirada del hombre; a la ausencia de modelos femeninos que emular, y por supuesto, a la imposibilidad de librarse de la maternidad normativa que desde siempre ha obligado a la mujer a entenderse a sí misma por encima de todo como esposa y madre, impidiéndole decidir si éste, u otro, debía ser su destino principal, o incluso, de cómo, a qué ritmo, y en qué dosis compaginar los distintos destinos que para si tuviera. Deplora también la autora, y esto me dejó bastante inquieta, el que el odio y la rabia de la mujer por la injusticia en sus carnes, privara, a muchas de las pocas que se habían atrevido a pesar de todo a vincular sus destinos a la pluma, de una voz serena, sin prejuicio, y sobre todo de una paleta amplia de temáticas que permitiera a su obra trascender su propio drama personal y abarcar la rica gama del conocimiento y de la psique humana.

Con estos pensamientos andaba yo cuando me acosté el lunes solo para despertar el martes con un número inusual de whatsapps en mi móvil. Europa va por delante, así que amanecer a la ristra de mensajes (comentaba el otro día con un compatriota con quien comparto barrio aquí) no es inusual. Pero esa mañana… Lina, Dorothy, Stefano… y muchos más… ¡no era normal! Eran mensajes de preocupación de quienes saben a qué dedico mis investigaciones académicas y en cierto sentido, mi vida; mensajes de quienes dedican la suya a la misma o similar empresa. La prensa ya se había hecho eco y Europa hablaba de ello. Se había filtrado a través del periódico Politico el borrador de la sentencia que, de la pluma del juez Alito, habría de apuntillar el precedente Roe v Wade, esa sentencia que casi cincuenta años atrás, en 1973, reconociera que el derecho a la intimidad abarca la libertad de las mujeres de decidir antes del momento de viabilidad del feto, si quieren o no, ser madres o prefieren interrumpir su embarazo.

“¿Tendremos que hacer algo, no?”, me decía Stephanie en uno de los mensajes refiriéndose, supongo, a escribir algo al respecto. “¡Por supuesto!”, respondía yo. “Yo de momento buscar un lugar para ir a gritar a la calle, preferiblemente en compañía”. Yo llevaba tiempo escribiendo, también en las páginas de este periódico, acerca del asunto, vaticinando lo peor. Aquel era el día de gritar, no de escribir. Y la convocatoria, según supe poco después, sería a las 5 de la tarde en Foley Square, en el bajo Manhattan.

Hacia allí me dirigí y allí grité a mis anchas pues, para mi sorpresa, en medio de la multitud, un grupo de manifestantes ocurrentes (una disfrazada de vagina dirigía la operación) habían decidido ubicar un “puesto principal de gritos” para que, quienes quisieran, pudieran aliviar sus pulmones ante las imágenes de los cinco jueces que parecen haber dictado la sentencia de muerte de Roe, ante pancartas que mostraban sus cabezas en enorme tamaño. Cinco jueces, cuatro hombres y solo una mujer, tres de ellos nombrados por Trump, sin escatimar trampas; dos de ellos con alegaciones serias o demostrado historial de abuso sexual… cuatro hombres que nunca se verían en la tesitura de un embarazo no deseado estaban a punto de darle un manotazo fatal a la que, junto a Brown vs. Board of Education (la sentencia que abolió la segregación racial) tal vez sea la más famosa de la historia de la Corte Suprema y de condicionar con ello el destino de millones de mujeres en el país. Desde luego, razones había para gritar.

Hay quienes piensan justo lo contrario: que la filtración servirá fundamentalmente para amortiguar el golpe final de forma que cuando llegue la esperada sentencia, en unas semanas, la ciudadanía la asuma con mayor resignación

De momento, gran parte del nerviosismo político reflejado en prensa parece deberse a la filtración en sí, pues constituye un hecho inédito en la historia de la Corte. Hay quienes opinan que la filtración busca un clamor popular que fuerce una postura más moderada que la que se expresa en el texto filtrado y haga que el presidente del Tribunal, el juez Robertson, también conservador pero de tendencia más moderada, logre convencer a alguno de los cinco colegas para que, sin necesidad de dar al traste con el precedente, se logre una argumentación que, con todo, salve, la constitucionalidad de la ley cuestionada: la Ley de Mississipi que limita el derecho a abortar a las primeras 15 semanas de embarazo, salvo por motivos médicos (¡y sin excepción referida al embarazo producto de una violación!), rebajando pues el plazo de las 23 semanas en que aproximadamente se ubica la viabilidad del feto fuera del seno materno. Hay quienes piensan justo lo contrario: que para dar muestra de independencia y de fortaleza la postura conservadora no tendrá ahora más remedio que unirse en torno a las tesis que ya han visto la luz del día y que, en realidad, la filtración servirá fundamentalmente para amortiguar el golpe final de forma que cuando llegue la esperada sentencia, en unas semanas, la ciudadanía la asuma con mayor resignación. El presidente de la Corte desde luego sabe que, sea como fuere, un incidente así aumenta el desprestigio de una institución que ya está en sus mínimos de popularidad y promete una investigación a fondo para desvelar al infractor.

De caer Roe, cada Estado se vería libre para regular en la materia; se calcula que 25 Estados anularían totalmente o endurecerían seriamente la posibilidad de abortar

Pero nuestros gritos en Foley Square, en Manhattan, el martes por la tarde, así como los de las muchas manifestaciones que se dieron en otras partes del país ese día, iban sobre todo a la sustancia. Y yo diría que las pancartas, las proclamas, los cánticos y los discursos que allí dieron activistas y miembros de la administración local iban en dos direcciones. Por un lado, estaba el temor de lo que efectivamente puede significar la sentencia. De caer Roe, cada Estado se vería libre para regular en la materia; se calcula que 25 Estados anularían totalmente o endurecerían seriamente la posibilidad de abortar; y se agravaría el escenario ya actual, en virtud del cual el peso de las restricciones cae de forma indefectible sobre la población más vulnerable, la población pobre, las inmigrantes ilegales, las adolescentes, las negras que son quienes tienen más dificultad para trasladarse a los pocos centros que quedan abiertos en los Estados conservadores y que tendrían que recorrer distancias aún mayores, una vez cerrados estos, hasta llegar a los Estados contiguos para poder abortar. Por eso, algunas de las pancartas rezaban “El aborto es un tema de justicia social” o “La justicia reproductiva es una guerra de clases” y muchas voces desde el estrado de los discursos animaban a la ciudad y al Estado demócrata de Nueva York a solidarizarse con las hermanas del sur y del centro del país, ofreciendo un puerto seguro a quienes lo necesitaran y animando a donar y a alimentar las filas de voluntariado entre los asistentes.

Sin embargo, muchas de las pancartas y voces no parecían tan destinadas a los efectos prácticos de la posible sentencia, tal vez porque la medicación antiabortiva que ahora existe pero no existía en los tiempos de Roe, abre la vía de un tráfico ilegal pero difícilmente controlable a las mujeres que desde cualquier lugar de la geografía quieran abortar de forma segura en sus casas, haciendo de las perchas de las que se valían sus madres y abuelas en abortos caseros clandestinos y peligrosos, y que algunos manifestantes recordaban en sus pancartas con expresiones de rechazo y gotas de sangre, un símbolo de difícil réplica en el presente. Tal vez porque la realidad del país ya se caracteriza por una enorme disparidad regional en términos de acceso al aborto gracias a leyes que no lo han anulado pero que progresivamente lo han ido haciendo de más difícil acceso.

Muchas de las pancartas y de los gritos se referían al registro simbólico y aludían a la autonomía y a la libertad de las mujeres. “Mi cuerpo, mi decisión”; “Soy una persona, no un útero”; “Saca tus manos de mi cuerpo”; “Saca tu rosario de mis ovarios”; “Si hubiera querido un hijo del gobierno, me hubiera follado a un senador”; “¡Respeta la decisión de las mujeres!, ¿qué tan jodidamente complicado es eso de entender?”; “La decisión más difícil que tiene que tomar una mujer no te corresponde a ”ti“; ”Desear sexo no es desear un embarazo; desear un embarazo no es igual a desear llevarlo a cabo bajo cualquier circunstancia“… pero también ”Yo tendré menos derechos que mi madre“; ”Yo sobreviví un aborto ilegal en Birmingham, Alabama, en 1969“; ”Solo la lucha ha servido para conquistar los derechos de la mujer“; ”Mujeres, ¡alzaos!“; ”¡Para atrás, nunca!“. Y leyendo y gritando algunas de las leyendas al coro de las masas, se me figuraba que en algún lado andaba, sobrevolando la escena, el espíritu de Virginia Wolf contemplándonos y deplorando que, al cabo de tanto tiempo, el hombre aún siga empeñado en marcarle su destino a la mujer y que la mujer siga, una y otra vez, teniendo que dar las mismas batallas, sin poder descansar jamás sobre el manto mullido de las conquistas tejidas con sangre por sus antecesoras para poder ampliar la paleta de sus inquietudes a todos los rincones del saber, del arte y de la ciencia. Ahí estaba yo, gritando en vez de avanzar en mis investigaciones. Porque lo segundo, ese día, me parecía un lujo que, o podía esperar, o era irrelevante; lo primero, una necesidad vital.

En estos meses neoyorquinos en los que el bicho tiene alterados los patrones de socialización de la ciudad, ya de por sí complicados, me he aficionado a las audionovelas. Y fue así cómo venía yo el lunes descendiendo por la quinta avenida, desde la maravillosa sede de la biblioteca pública de Nueva York en la 42, escuchando A room of one´s own de Virginia Woolf, justo después de haberme detenido a contemplar el bastón que usó la escritora y que apareció flotando el día de su suicidio, en 1941, en el río Ouse, y algunos trozos del manuscrito de su famosa novela Mrs Dalloway, entre la colección de objetos, auténticos tesoros, que la biblioteca exhibe estos meses en su exposición Treasures.