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¿Hay algún adulto en la sala?

7 de octubre de 2024 20:40 h

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“Niño, deja ya de joder con el cayuco”, estarán a punto de parodiar a Joan Manuel Serrat en los karaokes de los altos despachos administrativos o las sedes de Génova y de Ferraz. Estamos escribiendo un cuento infantil en los que las brujas somos nosotros: hablamos de los problemas, que son ciertos y tangibles, que tienen Ceuta, Melilla o Canarias, pero raramente nos paramos a pregonar los que tienen las verdaderas víctimas de este trasiego: los menores que se han creído Ulises y han escuchado el canto de las sirenas europeas, para terminar en los arrecifes de un naufragio real o administrativo.

Los Hansel y Gretel de media África peregrinan a la casita de chocolate de la Unión Europea y terminan muertos a media agua o en las alegres playas de la globalización, perdonen mi mijita de demagogia. Recuerdan, a su vez, a aquel poema que Bertolt Brecht tituló “La cruzada de los niños”, en el que un puñado de huérfanos o galopines perdidos sin Peter Pan buscaban refugio para sobrevivir al invierno de la guerra y sólo recibían nieves y noes por respuesta.

Cuando, en 2015, el cuerpo sin vida del niño sirio Aylan, de 3 años de edad, fue encontrado a orillas de la costa suroeste de Turquía, cuando huía de la guerra en su país, uno de esos cuñados de barra de bar que tanto abunda de un tiempo a esta parte, me espetó en un tabanco de Sevilla: “Mejor así, mejor que muera a que se convierta en un yihadista y nos ponga bombas en Europa”.

Mucho critican por buenistas a quienes pretenden en vano que las instituciones europeas y españolas sean sensatas a la hora de gestionar la extranjería, el asilo o el refugio, pero poco o nada la opinión pública o la publicada critica a los malistas que pretenden suprimir de un plumazo los convenios internacionales de protección de la infancia con cuya firma se han retratado nuestros próceres durante décadas.

En rigor, su falta de documentos de muchos migrantes sólo parece beneficiar a quienes simulan ser empresarios y, en rigor, incurren en competencia desleal respecto a aquellos otros –quiero pensar que es la mayoría-- que cumplen la ley a la hora de contratar a sus empleados

¿Tanto abultan unas decenas de menores en un país de 48 millones de habitantes, que necesitará muchos más para cuadrar nuestra demografía y nuestro sistema de pensiones? Si hablamos de los adultos, sorprende que llevemos decenios con una bolsa de inmigración irregular, en Europa, que oscila en torno a 11 millones de personas. ¿Forman parte todas ellas del hampa? De ser así, ahora mismo estaríamos bajo el imperio de la mafia y todavía no hemos llegado a ese punto. En su mayoría, es gente que trabaja de extranjis en este continente, que han logrado no se sabe cómo reagrupar a sus familiares y que se incorporan, a duras penas, a los padrones municipales. Si lográramos deportarlos a todos, ¿quién haría su trabajo? Millones de vacantes de trabajos ínfimos y sueldos misérrimos estarían a disposición de los parados locales, que preferirían ventilárselas con algún subsidio antes de dejarse explotar a modo.

¿A quien interesa su ilegalidad? ¿A los Estados, que deben prestarles servicios, por escasos que sean? El bulo de las paguitas para espaldas mojadas es un bulo que dan por cierto numerosos españoles, pero lo que sí va a misa es que se les presta algún tipo de auxilio o pueden usar, aunque no lo necesiten tanto como la envejecida población patria, los servicios sanitarios y, por supuesto, los educativos. Con papeles, tendrían que pagar impuestos y tendrían que asumir deberes cívicos y no sólo derechos. ¿Le interesa a la población migrante seguir sin papeles? En absoluto, porque en la situación actual no sólo tienen que afrontar numerosos obstáculos para sobrevivir a la vida cotidiana, sino que tienen algo mucho peor: miedo.

¿Tanto abultan unas decenas de menores en un país de 48 millones de habitantes, que necesitará muchos más para cuadrar nuestra demografía y nuestro sistema de pensiones?

En rigor, su falta de documentos sólo parece beneficiar a quienes simulan ser empresarios y, en rigor, incurren en competencia desleal respecto a aquellos otros –quiero pensar que es la mayoría-- que cumplen la ley a la hora de contratar a sus empleados. No se trata de abrir de par en par las puertas, eternamente entornadas del oasis europeo. Se trata de hacerle caso a la OCDE, que no guarda relación directa con las asociaciones pro derechos humanos, y que vaticina que Europa necesitará 50 millones más de cotizantes en 2050 y no parece previsible que nos pongamos a procrear de repente como los patriarcas de la Biblia o del Corán.

Ahora, para regularizarles, les haremos una especie de EBAU y les preguntaremos quién fue Cánovas del Castillo o qué celebrity española pronunció la célebre frase “Por mi hija, mato”. Si Belén Esteban mataría por su hija, ¿por qué nos empeñamos en marear la perdiz para que otros hijos de alguien, recién llegados al supuesto Estado del Bienestar, puedan sencillamente sobrevivir bajo las normas de protección que nos hemos otorgado?

“¿Hay algún adulto en la sala?”, preguntó en voz alta Christine Lagarde, directora gerente del FMI, cuando la negociación sobre la crisis económica griega condujo a una jaula de grillos europeos que buscaban más problemas que soluciones. Ahora, habría que volver a preguntarnos eso mismo, desde el Gobierno de Canarias a la Moncloa, desde las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla al Ministerio del Interior o el de Asuntos Sociales, desde las sedes centrales del Partido Popular y del PSOE. Todos ellos parecen estar jugando con el presente y el futuro de esos otros niños de verdad.

“Niño, deja ya de joder con el cayuco”, estarán a punto de parodiar a Joan Manuel Serrat en los karaokes de los altos despachos administrativos o las sedes de Génova y de Ferraz. Estamos escribiendo un cuento infantil en los que las brujas somos nosotros: hablamos de los problemas, que son ciertos y tangibles, que tienen Ceuta, Melilla o Canarias, pero raramente nos paramos a pregonar los que tienen las verdaderas víctimas de este trasiego: los menores que se han creído Ulises y han escuchado el canto de las sirenas europeas, para terminar en los arrecifes de un naufragio real o administrativo.

Los Hansel y Gretel de media África peregrinan a la casita de chocolate de la Unión Europea y terminan muertos a media agua o en las alegres playas de la globalización, perdonen mi mijita de demagogia. Recuerdan, a su vez, a aquel poema que Bertolt Brecht tituló “La cruzada de los niños”, en el que un puñado de huérfanos o galopines perdidos sin Peter Pan buscaban refugio para sobrevivir al invierno de la guerra y sólo recibían nieves y noes por respuesta.