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Que la sangre de Hayat no sea tinta seca
Hayat Belkacem es la marroquí de 19 años que, tras dejar sus estudios de Derecho por la pobreza familiar, se lanzó el martes 28 de septiembre al Estrecho de Gibraltar y murió, no ahogada, sino asesinada por los disparos de la Marina Real de su país. Un estado en el que, con su rey en París, gobierna la oligarquía no elegida del Majzén. Donde ahora juzgarán a cinco marroquíes y dos españoles “por tráfico de personas” mientras se corre ya un tupido velo sobre los asesinos de Hayat.
Hayat significa vida en árabe. Paradoja subrayada en las crónicas. Un escalofrío se contagia de las descripciones de la humilde familia en su precaria casa, cercada por policías que intimidan a los periodistas, y de los testimonios del esfuerzo, del trabajo y estudio, de la joven que escribió en Facebook antes de embarcarse: “La tinta de la esperanza se ha secado. Que el destino escriba lo que quiera”.
Ni eso le dejaron a Hayat: que su final dependiera de la buena o mala suerte, de la buena o mala mar. En realidad, ni las causas que secaron la tinta de su esperanza, ni lo que podría evitar que se siga machacando a su generación es obra del azar. Ella lo sabía. Su estilo velado es el refugio de quien, sin libertad, desea comunicar.
A esta orilla del mundo, los niños y ancianos víctimas de la pobreza, del subdesarrollo, el terrorismo y la guerra despiertan, a veces, cierta ternura compasiva. A veces. Cierta. Los viejos agotados. Los niños desvalidos. Muy excepcionalmente un muerto causa tal vergüenza que provoca la reacción social. La última vez fue el 2 de septiembre de 2015, por Aylan. Pero algo pasa en el umbral de la infancia a la adolescencia que hace que la empatía se vuelva indiferencia o desconfianza. Un campo de refugiados o un barco de salvamento cuajado de familias con niños nos provoca un sentimiento distinto, opuesto, a uno repleto de muchachos.
Nuestro vergonzoso porqué tiene que ver con que los jóvenes pueden actuar, están intentándolo y actuarán hasta el final, es decir, hasta sus muertes, para conquistar una vida mejor, plena, digna; la vida humana que merecen y que nosotros les negamos.
Nosotros se la negamos. Es una verdad incómoda, que nos afea. Eso no la hace incierta. Cada vez que, convencidos o resignados, admitimos que “no hay otro sistema posible, alternativo” al hegemónico global, cada vez que nos confesamos, en público o privado impotentes para (siquiera intentar) cambiarlo, dictamos que la tinta de la esperanza está seca para los Hayat del planeta y que el destino escriba para ellos lo que quiera. La muerte más o menos temprana, la vida –larga o corta- desgraciada.
La esperanza que ellos nunca pierden –hasta el último aliento- es un imperativo ético para nosotros, ciudadanos de estos, por imperfectos que sean, estados de derecho.
El renacer del fascismo
“La esperanza, en la UE, vendrá de Gran Bretaña”, me sorprendió el ex director general de Amnistía Internacional, Pierre Sané, al que entrevisté en el foro Alerta progresista por la democracia organizado (el 14 en Sao Paulo y 17 en Madrid por Common Action Forum) ante el temor a una victoria fascista este domingo 7 en Brasil. “El Partido Laborista ha pasado de 120.000 a 500.000 afiliados con Corbyn. Le van a forzar a repetir el referéndum del Brexit, ganará la permanencia y, pese a las reticencias de Corbyn que ve la UE como un lobby neoliberal difícil de cambiar, no tendrá más remedio que forjar alianzas con gobiernos de izquierda europeos para cambiar lo que está pasando”.
Lo que está pasando es un renacer global del fascismo, un pisoteo de derechos humanos en los que, dijo Sané, “los progresistas tenemos responsabilidad porque prometemos justicia y desarrollo para ganar y cuando gobernamos, alegamos que el mercado no nos deja margen y aplicamos la política económica de la derecha con parches sociales”.
Razones para ello habrá. Complejas. Pudo ayudar a desentrañarlas que Zapatero, participante en Sao Paulo, hubiera explicado, cuando el público preguntó por el 15-M, que esa protesta fue contra su Gobierno, por plegarse a la troika y después cambiar la Constitución para priorizar el pago de la deuda bancaria al gasto social.
Horas antes, la profesora de Filosofía en la Universidad de Sao Paulo Marilena Chaui había explicado que el neoliberalismo permea todo –incluidas las mentes, hasta progresistas- “imponiendo el esquema organizativo sobre el institucional”. Venía a decir que frente a un sistema institucional de reconocimiento de legitimidades, el capitalismo funciona con organizaciones que triunfan o fracasan en lograr objetivos.
Hoy el parámetro “ganar elecciones” eclipsa a la legítima “protección de derechos humanos”. Pero la frustración social está llevando a presidir Gobiernos y Estados a fascistas capaces extender el secado de la tinta de esperanza de las legiones de Hayat a un plural que nos incluirá. Frente al vértigo instintivo, no tenemos más remedio que esforzarnos en construir una alianza global de ciudadanos que opongamos al negro destino que nos están dibujando el futuro sostenible y compartido que nosotros deseamos.
Hayat Belkacem es la marroquí de 19 años que, tras dejar sus estudios de Derecho por la pobreza familiar, se lanzó el martes 28 de septiembre al Estrecho de Gibraltar y murió, no ahogada, sino asesinada por los disparos de la Marina Real de su país. Un estado en el que, con su rey en París, gobierna la oligarquía no elegida del Majzén. Donde ahora juzgarán a cinco marroquíes y dos españoles “por tráfico de personas” mientras se corre ya un tupido velo sobre los asesinos de Hayat.
Hayat significa vida en árabe. Paradoja subrayada en las crónicas. Un escalofrío se contagia de las descripciones de la humilde familia en su precaria casa, cercada por policías que intimidan a los periodistas, y de los testimonios del esfuerzo, del trabajo y estudio, de la joven que escribió en Facebook antes de embarcarse: “La tinta de la esperanza se ha secado. Que el destino escriba lo que quiera”.