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Hemos perdido las estrellas
Cuando me siento extraña en un mundo que a veces no entiendo, me sumerjo en los libros de Marco Martella, paisajista y poeta romano, que dedica su obra a explorar jardines desde un punto de vista filosófico, poético y existencial.
Es mi manera de adentrarme en el bosque, en el mundo de la lentitud de los ciclos de las plantas, las flores, las estaciones, del lenguaje de los árboles. Desde mi pequeño piso de urbanización fea de extrarradio, su hermosa prosa poética es capaz de trasladarme allí donde mi cuerpo y mente se sienten en calma y en conexión con algo mucho más grande y más importante que yo misma.
El viejo sueño de encontrar nuestro lugar en el mundo nos ha acompañado siempre y mientras nos empeñamos en crear un mundo artificial, hecho a imagen y semejanza de nosotros mismos, a nuestra escala, no nos damos cuenta de que, por el contrario, eso nos hace sentirnos aún más perdidos.
Cuando era pequeña, una de mis cosas favoritas era mirar las estrellas. Desde aquella azotea que daba al cine de verano de la que les he hablado alguna vez, podía verlas con claridad, y asombrarme de las estrellas fugaces. He vuelto a subir a aquella azotea, lo he intentado desde la playa, desde lugares alejados en la ciudad, pero no hay manera, ya no se ven, en los núcleos urbanos hemos perdido las estrellas.
Nos hemos colocado en el centro de todo, hemos creado una sociedad espejo que refuerza nuestro ego, miles de artefactos a nuestra medida, un mundo artificial a nuestro servicio que nos dice una y otra vez: lo importante eres tú, solo estás tú, mira por ti
Menuda cursilería pensarán, pero déjenme que les explique. ¿Saben esa sensación de calma cuando uno mira el mar? La visión de las estrellas, de los océanos, de los bosques, nos recuerda que no somos el centro del universo, que pertenecemos a algo mucho más grande, a una inmensidad en la que solo somos un elemento más. Una pieza que necesita de los otros, de lo distinto, de lo que ha llegado a olvidar que existe.
Nos hemos colocado en el centro de todo, hemos creado una sociedad espejo que refuerza nuestro ego, miles de artefactos a nuestra medida, un mundo artificial a nuestro servicio que nos dice una y otra vez: lo importante eres tú, solo estás tú, mira por ti. (Ay, esos libros de autoayuda). Creemos, ingenuamente, que eso nos hará sentir más seguros, más fuertes, pero toda esa autorreferencialidad no hace otra cosa que alejarnos de lo que verdaderamente somos.
En palabras de mi adorada Úrsula K. Le Guin, “si el cielo se ha humanizado, si refleja nuestra propia luz, nuestro propio yo, en lugar de la otredad, si ya no nos hace sentirnos pequeños...” las oportunidades de vivir en armonía con el mundo real, con el lugar al que pertenecemos, desaparecen.
En tiempos de demonizar lo otro, de convertir lo distinto en enemigo a batir, de destruir los pocos árboles que nos quedan en las ciudades, quizá contemplar la naturaleza, acercarnos a ella no como sujetos dominantes, sino como invitados, constituya un verdadero acto político.
No busco un espejo, quiero un abismo que me muestre todas las cosas que no sé, que escapan al mundo que me rodea día a día. No me da miedo asomarme a la inmensidad de aquello que no entiendo
Déjenme darles un consejo, si tienen dudas existenciales, si necesitan ese sentimiento de pertenencia que todos buscamos, no caigan en la trampa de la autoayuda. Acudan a la ciencia, acudan a las artes, a la filosofía, a la poesía. Verán que ahí, en la inmensidad de lo misterioso, en las leyes del universo y de la física, pero también en las voces y los ojos de los otros, en la posibilidad de salir de nuestro limitado caparazón, reside lo increíble y maravilloso de la vida.
El poeta alemán Novalis dijo: “¿No es para eso para lo que sirven el arte y la poesía? ¿Para volver a hacer de esta pobre tierra del hombre un paraíso? ¿Es posible recuperar el Edén? Todavía me lo pregunto, y sé que moriré sin haber encontrado la respuesta. Pero puedo morir tranquilo. ¿Sabes por qué? Porque he cuidado de un jardín. Y he plantado árboles”.
Vuelvo a las páginas de mi libro, a los jardines del mundo que desconozco, a los bosques de secuoyas, a la cabaña de Thoreau. No busco un espejo, quiero un abismo que me muestre todas las cosas que no sé, que escapan al mundo que me rodea día a día. No me da miedo asomarme a la inmensidad de aquello que no entiendo. La ciencia, la naturaleza, me dicen que no soy el centro del mundo. Y necesito de “lo otro”, para saber quién soy.
Cuando me siento extraña en un mundo que a veces no entiendo, me sumerjo en los libros de Marco Martella, paisajista y poeta romano, que dedica su obra a explorar jardines desde un punto de vista filosófico, poético y existencial.
Es mi manera de adentrarme en el bosque, en el mundo de la lentitud de los ciclos de las plantas, las flores, las estaciones, del lenguaje de los árboles. Desde mi pequeño piso de urbanización fea de extrarradio, su hermosa prosa poética es capaz de trasladarme allí donde mi cuerpo y mente se sienten en calma y en conexión con algo mucho más grande y más importante que yo misma.