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Las historias que no se cuentan
Quizá porque nunca me sentí representada en la famosa narrativa del viaje del héroe, esa que se enseña hasta la saciedad en las escuelas de cine y escritura, y que pone el foco en la épica individualista y el conflicto por resolver, siempre tendí a poner mi mirada en esas otras historias de los márgenes, silenciosas, desapercibidas, llenas de pérdidas y fracasos, de interacciones con los otros y con un mundo del que no siempre sacamos enseñanzas valiosas, sino que a veces, simplemente, nos da la espalada y nos hace sentirnos perdidos.
¿A dónde van las historias que no se cuentan? Todas aquellas otras historias que fueron expulsadas de la construcción de nuestro propio relato y de la creación de nuestra identidad; esas que quedaron relegadas, escondidas, como si nunca hubiesen existido. Porque, aunque no lo crean, estamos hechos de historias: las personas, las comunidades, los países, el mundo, todo. Y nuestra vida se articula en torno a ellas.
Somos narración y necesitamos elaborar continuamente relatos de las cosas que nos suceden para entenderlas y entendernos. Al contar historias, construimos versiones de quienes somos, ordenamos nuestros recuerdos, damos sentido a las experiencias de la vida y otorgamos significado a nuestra idea del yo. Como sociedad, las historias también nos definen, generan sentimientos de cohesión y de pertenencia, y crean sus propios héroes, símbolos y rituales.
"Siempre elijo a mis personajes entre las víctimas, nunca entre los vencedores o los héroes tradicionales. Intento que su derrota, aunque sea una derrota, tenga una sabor de victoria", dijo en una ocasión Agustín Gómez Arcos
¿Qué ocurre entonces cuando una parte de las experiencias, de las voces, de las miradas que han de construirnos, son excluidas y borradas del relato oficial de un país? ¿Cómo afecta esta pérdida a nuestra identidad colectiva? ¿A quién pertenece la memoria?
Estas son algunas de las preguntas que me hice al comenzar a escribir el guión de “Un hombre libre”, el último documental que he dirigido y que explora la historia del escritor almeriense Agustín Gómez Arcos. Exiliado a París, acosado por la censura franquista, el autor se agarró a la lengua francesa como espacio de libertad para no olvidar, para existir, para mantener con vida todos aquellos relatos de “los otros”, de los expulsados del orden homogéneo y cerrado, y así los salvó.
Lejos de querer centrarme en una biografía particular, quise hablar del propio sentido de la narración y de esa idea de España que permanece en nuestra memoria colectiva, porque como país, como sociedad. También somos todo aquello que no decimos, eso de lo que no hablamos. Y entonces, narrar se convierte en un acto de rebeldía. Para mí, el más bello y esperanzador de todos.
“Siempre elijo a mis personajes entre las víctimas, nunca entre los vencedores o los héroes tradicionales. Intento que su derrota, aunque sea una derrota, tenga una sabor de victoria”, dijo en una ocasión Agustín Gómez Arcos. Sin ser muy consciente hasta hace poco, sentí que de alguna manera, también yo tenía esta inclinación por aquellos que en la vida no fueron los vencedores y que, por el contrario, sufrieron la invisibilización, el exilio o el olvido.
Quienes escribimos, hacemos películas o nos dedicamos de una forma u otra a la narración tenemos un enorme poder: el de devolver la existencia. Cuando nos rebelamos contra el silencio y ejercemos el arte de contar estamos sembrando una pequeña transformación. Recuperar las historias de las mujeres que fueron ignoradas por el relato oficial, las voces de los exiliados, de las personas LGTBIQ+, de todas aquellas disidencias frente al orden establecido es reconocerles el derecho a existir y a ser parte de lo que nos define. Es poder decirles: “Ahora sí, queremos que estéis aquí con nosotros, en nuestro tiempo, el mundo de los vivos, que vuestros relatos nos ayuden a construir los nuestros, que vuestras experiencias nos sirvan de guía y nos acompañen, y nos hagan sentirnos menos raros, menos solos”.
Por eso la memoria nunca será cosa del pasado, sino una herramienta de futuro. Por eso, hace unos días, cuando visité la exposición que la Biblioteca Nacional dedica estos días a María Lejárraga, sentí aquel sabor de victoria del que hablaba Gómez Arcos y me volví a enamorar del hermoso y mágico poder de la palabra. Por eso, nunca dejaré de contar historias.
Quizá porque nunca me sentí representada en la famosa narrativa del viaje del héroe, esa que se enseña hasta la saciedad en las escuelas de cine y escritura, y que pone el foco en la épica individualista y el conflicto por resolver, siempre tendí a poner mi mirada en esas otras historias de los márgenes, silenciosas, desapercibidas, llenas de pérdidas y fracasos, de interacciones con los otros y con un mundo del que no siempre sacamos enseñanzas valiosas, sino que a veces, simplemente, nos da la espalada y nos hace sentirnos perdidos.
¿A dónde van las historias que no se cuentan? Todas aquellas otras historias que fueron expulsadas de la construcción de nuestro propio relato y de la creación de nuestra identidad; esas que quedaron relegadas, escondidas, como si nunca hubiesen existido. Porque, aunque no lo crean, estamos hechos de historias: las personas, las comunidades, los países, el mundo, todo. Y nuestra vida se articula en torno a ellas.