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La hora de la ciencia… social

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Si hay un estamento al que se ha prestado especial atención desde que comenzó la pandemia es, como resulta lógico, el científico. No podía ser de otro modo, y menos en esta época de redes sociales convertidas en coladeros de bulos, cuanto más disparatados más virales (¿han leído ya eso de que las PCR son simples anzuelos para que nos metan por la nariz un bastoncillo portador del virus?). No obstante, vivimos una época de ansiedad generalizada, de incertidumbre extrema y precariedad aguda. Y eso precipita todo, especialmente los titulares de prensa, que responden a ese afán comprensible por saber algo, lo que sea, cuanto antes, ya. Queremos respuestas, de manera inmediata. Y entonces recurrimos a los científicos, de pronto convertidos en algo así como oráculos, en lugar de profesionales pillados por sorpresa, desconcertados por un virus del que hace unos meses ignoraban todo y acerca del que ahora deben conocer hasta el último detalle, aunque sus condiciones laborales sean, en el caso español, igual de nefastas que antes.

Las mascarillas no eran necesarias, ahora hay que llevarlas hasta en el campo; los niños eran “vectores de contagios”, luego apenas tenían capacidad de contagiar a nadie y ahora vuelven a ser supercontagiadores. Los males estomacales podían ser un síntoma de la Covid-19, ahora es la conjuntivitis, o los eczemas, mientras que un tercio de los afectados no padece síntomas, pero contagia, o no, y la cuarentena debía alargarse dos semanas, aunque mejor diez días. El aire no era elemento de transmisión, ahora sí, etc. Y todo ello, a veces, lo hemos sabido y dejado de saber en el mismo día, dependiendo del diario que uno leyera. Tu pareja podía tener una información radicalmente opuesta a la tuya… Y ambos la habíais leído en un medio respetable.

Los propios científicos, también ellos ansiosos por dar a conocer cualquier mínimo avance, han llegado a revelar descubrimientos que luego las pruebas empíricas desmentían. Sí, todo ello es más que comprensible, pero la ciencia, como nos han dicho siempre, se basa en el ensayo error, y en el tiempo, y en el silencio. Las pocas certezas de las que ya disponen los científicos han alcanzado a toda la sociedad (cuestión aparte es que se tengan en cuenta de la debida manera): nos lavamos las manos con hidrogel, mantenemos la distancia física preceptiva, optamos por lugares al aire libre, llevamos siempre la mascarilla, hacemos incluso cuarenta voluntaria cuando un contacto ha dado positivo y aún no nos ha llamado el rastreador, etc. Y entre tanto, confiamos en que más pronto que tarde llegue por fin una vacuna segura y eficaz, sobre la que, ya lo sabemos, tampoco faltarán bulos. Así que lo que la ciencia nos puede ofrecer ahora es sobre todo más trabajo silencioso, de manera que no aumente la confusión general. Y en eso deberían estar también los medios.

Otras voces

Durante el confinamiento fueron habituales los testimonios de los psicólogos, en muchas ocasiones solo para repartir consejos banales en espacios televisivos. Aun así, eran voces necesarias, imprescindibles, incluso. Hacen falta voces de otros ámbitos, y en algunos medios se les va dando cada vez más relevancia. Las medidas que la Comunidad de Madrid se negaba a adoptar, y que de hecho ha retrasado hasta provocar el riesgo de muerte cierta a miles de personas, no atienden a razonamientos científicos, sino meramente de gestión política. Las restricciones absurdas que la Junta de Andalucía ha puesto para las reuniones familiares, pero no en los bares, atienden a criterios puramente económicos, no sanitarios. La desescalada vertiginosa que hemos vivido este verano se hizo en contra, precisamente, de los propios científicos. Y así podríamos seguir un párrafo tras otro. Por tanto, el análisis de consecuencias exige en la actualidad la competencia de un amplio abanico de las ciencias sociales y las humanidades: sociología, ciencias políticas, psicología, filosofía, docencia, economía, creación…

Hagan un repaso si no a los efectos de esta crisis en tantos ámbitos que escapan a la pura ciencia, y que simplemente a vuelapluma salen en tropel: efectos en la salud mental, en la economía doméstica, en la sociabilidad, en el rebrote del extremismo de derechas, en el menosprecio a la cultura, en el merecido descrédito de las instituciones europeas, en la reflexión en torno a un fenómeno planetario, en la brecha que aumentará entre el norte y el sur global, en la avaricia de las farmacéuticas, en la propia naturaleza del Estado de bienestar, en las redes espontáneas de solidaridad vecinal, en la crisis acentuada de la vivienda, en los segmentos de población que subsistían mediante la economía sumergida (desde migrantes no regularizados a trabajadoras sexuales), en el medio ambiente, el sistema educativo incapaz de adaptarse con garantías a este revés, etc.

La ciencia necesita, por el bien del todos, salir ahora del espacio mediático y ser relevada por todas esas ramas del saber. Los medios deberían contribuir porque, mientras no tengamos nuevas certezas científicas, se trata de pensar en colectivo, y esta es una ocasión histórica para que nuestros periódicos, nuestros informativos, retomen esa función que una vez tuvieron.

Si hay un estamento al que se ha prestado especial atención desde que comenzó la pandemia es, como resulta lógico, el científico. No podía ser de otro modo, y menos en esta época de redes sociales convertidas en coladeros de bulos, cuanto más disparatados más virales (¿han leído ya eso de que las PCR son simples anzuelos para que nos metan por la nariz un bastoncillo portador del virus?). No obstante, vivimos una época de ansiedad generalizada, de incertidumbre extrema y precariedad aguda. Y eso precipita todo, especialmente los titulares de prensa, que responden a ese afán comprensible por saber algo, lo que sea, cuanto antes, ya. Queremos respuestas, de manera inmediata. Y entonces recurrimos a los científicos, de pronto convertidos en algo así como oráculos, en lugar de profesionales pillados por sorpresa, desconcertados por un virus del que hace unos meses ignoraban todo y acerca del que ahora deben conocer hasta el último detalle, aunque sus condiciones laborales sean, en el caso español, igual de nefastas que antes.

Las mascarillas no eran necesarias, ahora hay que llevarlas hasta en el campo; los niños eran “vectores de contagios”, luego apenas tenían capacidad de contagiar a nadie y ahora vuelven a ser supercontagiadores. Los males estomacales podían ser un síntoma de la Covid-19, ahora es la conjuntivitis, o los eczemas, mientras que un tercio de los afectados no padece síntomas, pero contagia, o no, y la cuarentena debía alargarse dos semanas, aunque mejor diez días. El aire no era elemento de transmisión, ahora sí, etc. Y todo ello, a veces, lo hemos sabido y dejado de saber en el mismo día, dependiendo del diario que uno leyera. Tu pareja podía tener una información radicalmente opuesta a la tuya… Y ambos la habíais leído en un medio respetable.